Comprar tierras en África: ¿nuevo colonialismo u oportunidad?




En las últimas semanas se ha suscitado un gran debate, de nuevo global, con ocasión de la masiva adquisición de tierra por parte de algunos estados y empresas en África. La información de que se dispone es de carácter periodística, pues las propias organizaciones internacionales, como el International Food Policy Research Institute (IFPRI) han compilado los medios de comunicación para poder realizar sus análisis. Los titulares en lengua inglesa han empleado el término ‘land-grabing’, donde el verbo ‘grab’ significa arrebatar, apropiar, asir.
 
Aunque las compras de tierra más llamativas han sido las de China, Corea o de algunos Estados con grandes reservas de petróleo, desde Europa, algunas empresas suecas, alemanas o británicas también figuran entre los compradores. En muchos casos, no se trata de compras, sino de alquileres, leasing o concesiones, manteniendo el Estado cedente la propiedad de la misma.

¿Qué hay detrás de este nuevo fenómeno tan pleno de interrogantes? Se pueden hacer hipótesis en torno al carácter corrupto y opaco de muchas de estas operaciones; pero como la información todavía es muy limitada hay que esperar a que se tenga un conocimiento más preciso de cada una de ellas, antes de emitir un juicio simplificado y necesariamente especulativo. Debemos, además, tener en cuenta que algunas de las operaciones más sonadas –la de la empresa coreana Daewoo en Madagascar (1,3 millones de hectáreas) o la de China en Congo (2 mill. ha)– han sido bien abortadas o no han sido confirmadas.

Es preferible analizar estas prácticas teniendo en cuenta el contexto en el que se vienen produciendo y las causas económicas que las animan. Sin duda, el contexto que ha motivado el interés de adquirir tierras ha sido la crisis de las materias primas agrarias de 2007 y 2008, que se tradujo en alzas de los precios del 200%, 300% y hasta del 400%, como fue el caso del arroz. Los países que hasta la crisis se abastecían de productos básicos como arroz, soja, cereales o aceite de palma se encontraron en 2007 en un escenario muy negativo que nadie había pronosticado. Las cuentas de importación de estos productos se dispararon, y el riesgo de desabastecimiento de los mercados nacionales se elevó a niveles de alarma. La idea de tan fuerte arraigo entre muchos países y casi todas las organizaciones internacionales, según la cual un estado debe producir aquello en lo que tiene ventaja competitiva e importar del exterior los productos en los que no la tienen, ha sufrido un duro golpe. Ningún país importador que se lo pueda permitir quiere volver verse en un brete parecido.

La solución es bien sencilla: si un país gasta menos de lo que produce es, por definición, ahorrador, y por tanto dispone de capacidad financiera para adquirir activos en el exterior. Los estados árabes productores de petróleo tienen inversiones en todo el mundo; como los tiene Noruega, Japón, Singapur (país que ahorra el 50% de lo que produce), China o Corea. Todos estos países son fuertemente importadores de alimentos, y disponen de poca tierra o agua para producir todo lo necesario para alimentar a su población.

Muchos países de África, por el contrario, tienen una gran abundancia de agua y tierra, pero no disponen de capital para ponerlas en producción, ni capital humano para poner en práctica esas inversiones o gestionar una agricultura intensiva en insumos y capital y orientada a pocos cultivos, que poco o nada tiene que ver con la agricultura y la ganadería de subsistencia que se practica en Sudán, Kenia, Mozambique, Tanzania, Congo, Nigeria, Filipinas o Madagascar, por citar solo unos pocos.

Lo uno sumado a lo otro, aderezado por el contexto post-crisis, aboca al fenómeno que analizamos. Según ‘The Economist’, que emplea fuentes del IFPRI, se han adquirido entre 15 y 20 millones de hectáreas, lo que en términos de producción puede equivaler a 30-40 millones de toneladas de grano, siendo el comercio mundial de estos productos de unas 220 millones (España produce por término medio entre 16 y 24 millones al año).

Analicemos, primero, los aspectos positivos de estas operaciones de compra de tierras. Con ellas, los países africanos ponen en producción grandes extensiones de tierra y recursos hídricos, acogen inversiones en obras hidráulicas y redes de transporte, su población rural adquiere conocimiento sobre formas de producción convencional, se aumenta la producción agraria y, por último y no menos importante, encuentran una forma de captar divisas con las que importar productos.

En el otro platillo de la balanza, pesan la escasa transparencia con la que se negocian los contratos, la contradicción que supone que una nación hambrienta emplee sus recursos para producir materias primas para otro estado, la desconfianza que generan los pagos entregados a gobiernos corruptos y las comisiones que probablemente se han debido pagar, el hecho de que algunas de las tierras cedidas sean utilizadas por campesinos sin títulos de propiedad, viéndose desposeídos de su sustento de vida y, finalmente, la estrategia esquilmadora que pueden seguir los nuevos propietarios u ocupantes de la tierra, especialmente en los contratos a corto plazo.

Las conclusiones del director del IFPRI, Joachim von Braum, inciden en los aspectos positivos que se derivan de la inversión en capital productivo en un continente que lo necesita desesperadamente, pero reclama códigos de conducta, transparencia en las negociaciones, enfoques basados en la sostenibilidad y un reparto justo de los beneficios. Todo ello está bien, pero la práctica demuestra que esas buenas prácticas casi siempre se ignoran.

¿Es la historia de la exploración y producción de petróleo en los países del Golfo Pérsico, Arabia, Irán o Iraq en los años 40 y 50 un útil precedente para comprender los riesgos que entraña esta nueva forma de colonialismo?

Fuente: portalforestal.com

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