La inteligencia de los animales







Autor: Cristian Frers
Cuando los dinosaurios deambulaban por la tierra sin miedo a perderse y se sentían los “amos y señores” de este planeta, una gran cantidad de especies se debieron adaptar a la vida nocturna, ya que de otra manera terminarían en las mandíbulas de estos gigantes. Tuvieron que desarrollar buen olfato, buen oído y un buen cerebro: esto les permitió subsistir a la era reptiliana, de unos 170 millones de años.

Se sabe que el cerebro de un dinosaurio no era muy grande y que carecía de gran complejidad: una bestia de 20 toneladas poseía uno que pesaba menos de 200 gramos y no era más grande que el del tamaño de una naranja. Este cerebro respondía a órdenes fijas como comer a un animal pequeño o huir de uno de mayor tamaño. 

Las posibles víctimas de estos mastodontes, se debieron orientar por ruidos y olores, recibiendo una información incompleta que, evidentemente, requería una mayor elaboración. Se encontraban obligados a recordar y meditar. No respondían sólo a impulsos e instintos. También debían aprender, ya que por medio de este aprendizaje elaboraban nuevas conductas, sacando provecho de viejas experiencias. Sin embargo, ninguno de estos animales encontró oportunidad de demostrar su inteligencia hasta que el último de los grandes dinosaurios abandonó la tierra. 

Para muchos científicos los animales actúan con premeditación. Trazan planes penetrando en el pensamiento de sus semejantes y adaptan su conducta para engañar las mentes de los demás. Comprenden las situaciones de una manera que sugiere una representación mental del mundo que, lejos de limitarse al presente, abarca lo que fue y podría ser. Partiendo de estas premisas, los etólogos hacen preguntas cada vez más profundas y perturbadoras debido a sus connotaciones éticas: ¿A qué llamamos inteligencia entre los animales? ¿Poseen una vida interior y practican la introspección, en vez de seguir como autómatas reglas de conducta predeterminadas, ya sean genéticas o aprendidas? En otras palabras, ¿Poseen esa cosa sublime denominada conciencia? 

Las respuestas van surgiendo lentamente, en parte porque por mucho tiempo la mejor formulación de estos interrogantes se consideró un faux pas científico. 

Hace algunos años. Jacques Cousteau persiguió un cardumen de orcas formado por un enorme macho de por lo menos tres toneladas y diez metros de largo, una hembra casi tan grande como él, siete u ocho hembras un poco más chicas y seis u ocho crías. El macho era el líder y “dueño” del grupo. Al principio de la persecución, las orcas estaban muy seguras de sí mismas, se escondían en las aguas cada tres o cuatro minutos, reapareciendo a más de medio kilómetro. Por lo general esto hubiese bastado para perder a cualquier enemigo. Pero no así a la nave de Cousteau, a la que no podían perder de vista. Los animales aumentaron su velocidad, pero esto no resultó suficiente para perderlos. Entonces las ballenas giraron rápidamente a la derecha, en un ángulo de 90 grados, luego a la izquierda y finalmente hacia atrás. Intentaron simular giros de 180 grados. Finalmente, jugaron su “as de espadas”, el macho dominante permaneció visible nadando hacia delante y saltando cada tanto, acompañado por la hembra de mayor tamaño, en tanto que el resto del grupo escapaba en dirección opuesta. Era obvio que intentaban perder el barco. 

Los monos y los simios, también suelen mentir. El chimpancé de rango inferior que se aparea subrepticiamente con una hembra de rango superior, sabe cómo debe comportarse si el macho dominante acierta a pasar justo en ese momento: el adúltero se tapa rápidamente el pene erecto, pues de otra manera sería severamente castigado por su superior. 

Donald Griffin, observó la siguiente escena en las praderas de Kenia: dos leonas subieron a sendos montículos bajos, y permanecieron sin moverse tanto que parecían estatuas, ante la vista de dos manadas de gacelas, en tanto que una tercera leona avanzaba encondiéndose por una zanja paralela a una de las manadas. De pronto una cuarta leona salió del monte con la velocidad de una flecha, y las gacelas comenzaron a dar unos saltitos muy especiales y curiosos, con las cuatro patas al mismo tiempo, elevándose en el aire. La tercera leona, que había logrado acercarse lo suficiente, atrapó a una de un salto y, muy pronto, las cuatro cazadoras devoraban un excelente costillar. Las dos primeras leonas ¿Por qué habrían permanecido en posiciones visibles, si no era para impedir que las gacelas en estampida tomaran esa dirección, alejándose de la leona agazapada en la zanja? ¿Fue casual que una cuarta leona apareciera de golpe del monte para guiar a la presa hacia su congénere escondida? 

La habilidad para el engaño no deja de ser un síntoma de inteligencia: hay que conocer la situación, prever sus consecuencias y montar una estrategia para modificarlas. Para el etólogo Alejandro Kacelnik, el comportamiento de cada especie está determinado por su genoma. Pero, contra lo que suele creerse, no existe un gen específico para un comportamiento. “Un mismo comportamiento depende de muchos genes –explica Kacelnik-. Cada uno está determinado no sólo por mucho genes, sino por la interacción de éstos con la historia del individuo”. 

El desarrollo biológico es epigenético: interacciona la información genética con las circunstancias en las que está se manifiesta. “Y esa interacción dinámica da lugar a lo que en biología se llama fenotipo, que es el resultado de la información genética y el proceso de desarrollo individual”. Y Wilson, E. O., conocido como el padre de la biología social, manifiesta que “los animales no se limitan a caminar respondiendo a estímulos, como vehículos exploradores enviados a Marte. Tienen una imagen mental de lo que quieren y pueden revisar las alternativas”. 

Sin embargo, son pocos los científicos especializados en fauna silvestre que han podido observar semejante cooperación entre animales. Para la mayoría de ellos, estos relatos pertenecen a una mera anécdota... y éstas no son bien recibidas por la ciencia, que desea ver ejemplos repetibles y estadísticas firmes. No obstante, cuando de su conciencia animal se trata, los comportamientos habituales pueden ser justamente lo no deseado. Lo más probable es que un acto reiterado con regularidad obedezca a una regla simple y aprendida, en cuyo caso el animal tiene tanta conciencia como un termostato. De ahí que, pese al desden por lo anecdótico, algunos de los inicios más convincentes de una conciencia animal, provenga de actos poco frecuentes y hasta únicos. 
Durante las décadas del 70 y del 80, los esfuerzos de los psicólogos por enseñar a los animales a responder ciertas preguntas, por ejemplo: ¿Qué es esto?, valiéndose de un teclado o un lenguaje de signos, dieron por fruto toda clase de trabajos polémicos acerca de su captación de la semántica y la estructura de las frases. Cuando las filmadoras y los lápices se llamaron a sosiego, los animales manifestaron poseer algo más que inteligencia. 
El científico Heribert Schimid, manifiesta que “la rigidez, el automatismo y el carácter rutinario de la comunicación entre los animales inferiores facilitan enormemente el acceso a otras formas más complejas. Ello no significa, sin embargo, que los animales citados sean meros autómatas, si bien hay que reconocer que los animales superiores disponen de mayores facilidades de elección en lo que respecta a su forma de reaccionar ante determinadas señales, posibilidades que alcanzan sus mayores cotas en el hombre, hasta el punto que sólo en éste puede hablarse de libertad. Pero también nosotros, los seres humanos, reaccionamos automáticamente en múltiples situaciones, en muchas más de las que creemos y de las que quisiéramos. 

En la naturaleza encontramos constantemente animales que se aparean con miembros de su misma especie, que cazan juntos, que se asocian para defenderse de un enemigo común y que crían conjuntamente a su prole. Entre los miembros de una misma especie tiene que existir necesariamente alguna forma de comunicación y entendimiento. 

Todos sabemos que los loros hablan, pero durante los últimos 15 años. La etóloga Irene Pepperberg ha estado trabajando con un locuaz loro africano llamado Alex. Este loro hace comentarios sobre todo lo que ve. “Caliente”, le advierte con voz suave y aniñada a una visita que está a punto de tomar un café. Alex detecta un plato lleno de frutas y snuncia su elección en voz alta: “Uva”. Hasta cierto punto, Alex, aparentemente entiende que el lenguaje es un medio de interacción social y lo usa para mantener el contacto y llamar la atención. “El inglés que Alex usa no tiene necesariamente todas las características del lenguaje”, explica Pepperberg, “pero ofrece un sistema de comunicación bidireccional que permite explorar su proceso de pensamiento”. Sin embargo, sus arranques no provocados resultan aún más desconcertantes. Cierta vez, Pepperberg lo llevó al consultorio de un veterinario para someterlo a una operación de pulmón. Al ver que iba a marcharse sin él. Alex le grito: “Ven! Te amo. Lo siento. Quiero volver”. Creía que ella lo abandonaba en castigo por una mala acción. 

Los monos demostraron su capacidad real para expresarse, para “hablar” en términos comprensibles para los humanos. Algunos de estos animales llegaron a dominar más de 500 signos de lenguaje para sordomudos “Armeslan”. Constan en los informes de una hembra que utilizó –gestualmente- las expresiones “ir” y “dulce” cuando pretendía acercarse a un plato de frutillas, y de un macho que para pedir que abrieran la heladera expresó “abrir-comer-beber”. Esta capacidad de asociación es el elemento que diferencia a estos animales de otros. 

El ordenador fue otro de los sistemas de comunicación empleados: una tecla cumple las funciones de signo lingüístico. Entre los experimentos se mostraba alimento y se debía informar a otro de su especie –a través del teclado- cuál era el contenido del recipiente y éste solicitar al ordenador el alimento en cuestión. El porcentaje de aciertos fue del 90%: cuando la comunicación entre los dos animales era perfecta, se abría, automáticamente, la caja cerrada. 

En una pileta soleada no demasiado lejos del clamor de Waikiki Beach –Hawaii- dos delfines hembras, con la cabeza fuera del agua, esperan la orden “bien”, dice Louis Herman “ahora vamos a intentar hacer un tándem creativo”. Dos estudiantes universitarios ubicados en los extremos opuestos de un tanque de 15 metros se entregan en cuerpo y alma a la tarea de comunicar este mensaje a los delfines. Primero, los humanos, con el brazo en alto y el índice extendido, piden a Phoenix y Akeadamai que presten atención. Luego golpean los índices de ambas manos entre sí, con un gesto que, de acuerdo con lo que les enseñaron, significa tándem. A continuación: levantan los brazos formando una figura amplía que quiere decir creativo. Lo que acaban de decirles es: “Hagan algo creativo juntos”. 

Los delfines se alejan de sus entrenadores y se sumergen a dos metros de profundidad, donde se los puede ver trazando círculos, hasta que empiezan a nadar en tándem. Una vez que están sincronizados, los animales, al unísono, salen del agua de un salto, arrojan chorros de agua por la boca y se zambullen de nuevo. 

La comunicación entre los seres humanos y los delfines tiene lugar mediante un lenguaje gestual. Algunas de cuyas palabras las tomaron prestadas del lenguaje americano de signos. Los entrenadores hacen los gestos con grandes y entusiastas movimientos de brazos, con los que piden a Phoenix y Akeadamai que cumplan determinadas órdenes. 

Herman admite que los delfines están muy alejados de los humanos en cuanto al uso del lenguaje. Pero insiste con vehemencia en que tienen dominio conceptual de las palabras que aprenden. 

“Si uno acepta que la semántica y la sintaxis son atributos esenciales del lenguaje humano”, dice, “habremos demostrado que los delfines también cuentan con estas dos características dentro de los límites de este lenguaje”. 

Un animal necesita especialmente un pensamiento consciente original para resolver un problema sin precedentes... Unos vándalos abrieron un gran orificio en el dique de unos castores, provocando la salida precipitada del agua retenida. El grupo jamás había sufrido semejante cataclismo. Sin embargo, cuando el macho adulto despertó al atardecer y vio el daño, actuó inmediatamente: pidió ayuda a otros castores, todos se zambulleron hasta el fondo de la laguna, recogieron lodo y vegetación y taparon con ello los agujeros por debajo del agua. Los castores rara vez reparan sus diques con cieno y desechos (prefieren las varas) pero cómo señalan Griffin, “esta vez parecieron reconocer que las varas amontonadas nada podrían contra el torrente” y alteraron su conducta normal. Al día siguiente, no bien despertó, el macho tomó una vara de su madriguera y la arrastró hasta el dique. ¿Había estado pensando concientemente en las filtraciones? Ningún programa genético, ninguna regla aprendida dice “despierta y arrastra una vara hasta el dique”. 

Estas historias de animales son tanto más asombrosas por cuanto van más allá del animalito “simpático e inteligente”. Apuntan hacia una mente que no actúa reflexivamente, pero sopesa alternativas, reconoce las creencias ajenas y es capaz de concebir futuros posibles. “Si admitimos que poseen conciencia, sensibilidad y emociones, tendremos que hacer un largo y severo examen del modo en que los tratamos”. Ya que arrogante, el hombre observa con escepticismo cómo el animal destruye las barreras y se acerca a su superior tradicional. 
De todos modos, el tiempo juega a favor, hasta igualarlo –si esto ocurriera alguna vez- pasarán algunos años, unos pocos millones de años.
Fuente portaldelmedioambiente.com

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