Decrecimiento y Poder (1)






Escrito por Vicente Manzano Arrondo

 La idea del decrecimiento toma forma especialmente en la década de los 70, especialmente en torno a posturas asociadas a la economía ecológica (Martínez Alier, 2009). A pesar de su juventud, el concepto decrecimiento está siendo objeto de una notable generación de ideas, debates y controversias. El propio término de-crecer suscita tanta curiosidad como aversión, puesto que se encuentra situado en las antípodas del discurso hegemónico sobre la dinámica social, económica o política.

Desde un caldo de cultivo intelectual afín, el concepto toma forma originalmente asociado a una postura sensible con el destino del planeta como dimensión física y biológica, pero termina siendo complementado por la dimensión social. La esencia del concepto en el imaginario colectivo viene a ser, poco más o menos: es necesario ejercer contención sobre los comportamientos de consumo y modificar los objetivos y procesos de producción, de tal forma que el efecto destructor sobre el medioambiente sea cada vez menor. Este modo de asentar la propuesta del decrecimiento en el imaginario colectivo es contraproducente, puesto que la contención es psicológicamente desagradable.

Considerando el estilo de vida estándar o modélico en estos momentos, la contención se percibe inevitablemente como una acción aversiva, un retroceso en el bienestar, un anquilosamiento en épocas ya superadas, incluso una pérdida de libertad. Es importante, pues, destacar el error conceptual de esta creencia. El decrecimiento es, no sólo una forma respetuosa, lógica y necesaria de estar en el mundo, no sólo se refiere a las dimensiones física, biológica o social, es también un ejercicio de liberación (Lodeiro, 2008), una apuesta por la libertad individual y por la construcción de poder, por lo que transita también por las dimensiones comunitaria e individual.

Desde esa perspectiva se ha elaborado el presente documento, inspirado en dos principios. El primero es ético: del mismo modo que la tradición kantiana establece que toda persona es un fin en si mismo, la boffiana aplica la sentencia al planeta. Si el planeta (por tanto, su biosfera y su humanosfera quedan incluidas) es un fin en sí mismo, la gestión política, social o económica debería ser acorde con la ética planetaria (Boff, 2003). El segundo principio es práctico: teniendo en cuenta la trascendencia de la dimensión simbólica[1], la constancia de que los conceptos atan o liberan, animan o deprimen, llaman a la acción o a la desidia, construyamos conceptos que liberen, que lleven en su esencia el inicio de la acción. Con ambos principios como referentes, propongo en lo que sigue una línea de diez puntos para conceptualizar, comunicar y contagiar el decrecimiento, lo que seguirá con la exposición de algunas ideas en torno al concepto de poder y su relación con este asunto de la sostenibilidad a partir del decrecimiento.


10 puntos sobre decrecimiento sostenible


1. El crecimiento ilimitado en un espacio limitado es imposible

La frase es de perogrullo. Surge de la conciencia de un mecanismo y de un ritmo. El mecanismo queda muy bien expresado por Wackernagel y Rees (1996) al señalar que la Humanosfera toma recursos de la Ecosfera pero le devuelve desechos que ésta se afana en transformar de nuevo en recursos. El ritmo: la velocidad con que la Humanosfera toma recursos y devuelve desechos en superior a la capacidad de ésta para realizar la transformación, es decir, se ha superado la capacidad de carga (Rees, 1996) del planeta para albergar una sociedad que se comporta de tal modo. Este ritmo descabellado se alimenta en la creencia de que no hay límites que lo sometan o que la ciencia tendrá respuestas para la solución de los límites (Espejo, 2008).

La sentencia de que un contexto limitado no puede alimentar un crecimiento ilimitado constituye el nudo rector del famoso Informe de Roma de 1972 (VV.AA., 2006) que disparó la voz de alarma. De cuantos temas se discuten en torno al crecimiento, éste es el que menos energía consume. Salvo algunas voces residuales, existe ya unanimidad práctica o efectiva al respecto. La lógica es que un crecimiento infinito no cabe en un espacio finito (Elizalde, 2009; García, 2007) y que, por tanto, resulta imperiosa instalar lo que Tierno Galván (1975) denominaba conciencia de finitud.

Frente a esta constancia, existe una confianza difusa que más o menos puede expresarse así: “Hemos estado viviendo y creciendo durante toda nuestra historia, con altibajos, crisis y remontadas, nos hemos ido enfrentando a numerosos problemas, la ciencia y la tecnología los ha ido resolviendo, esto que ocurre ahora no es una excepción, saldremos igualmente triunfantes del reto”.

Los acontecimientos contradicen las expectativas sobre la viabilidad del crecimiento ilimitado. Sabemos, por ejemplo, que la contaminación se acumula pues crece con más rapidez que la capacidad del planeta para absorberla, que cada vez hay más personas, más vehículos de motor que recorren más kilómetros, que se agotan las materias primas como el petróleo, el gas, el carbón, etc. Existen ya muchas evidencias, estudios y publicaciones que muestran fuera de toda duda que estamos sometiendo al planeta a una prueba ante la que carece de capacidad de respuesta exitosa. Así pues, las sentencias sobre la situación actual difieren en la intensidad del fenómeno, pero no en su existencia.

Aceptada la sentencia, una de las preguntas más frecuentes en ello es ¿cuándo habrá que parar en esta tendencia de crecimiento continuo.
 


2. El momento de parar fue ayer

Uno de los aspectos que no han cesado de crecer, con sus propios altibajos, es el conocimiento sobre las consecuencias que nuestro comportamiento tiene en el planeta. De cuantas herramientas se han elaborado para medir estas consecuencias, la huella ecológica es tal vez la más interesante.


La huella ecológica es la cantidad de superficie que se requiere para mantener un estilo de consumo (Cano, 2004). Puede calcularse para una persona, una familia, una organización, una ciudad, un país... Existen muchos recursos para facilitar los cálculos y mucha información disponible con respecto a todas las regiones del planeta. Gracias a estos datos sabemos, por ejemplo, que la huella ecológica de un habitante de la tierra es, por término medio de 2,23 hectáreas (Venetoulis & Talberth, 2005). Para situarnos, una hectárea viene a ser poco más o menos lo que ocupa un campo de fútbol. Existen también diversas mediciones y diferentes actualizaciones, por lo que varias fuentes indican cantidades superiores a 2,23.

¿Y bien? ¿Qué hacemos con eso?

Para que la huella ecológica muestre su potencial es necesario combinarla con otro concepto: la capacidad de carga. La capacidad de carga es la superficie que nos corresponde a cada habitante del planeta. Al multiplicar esta capacidad por el número de habitantes, tenemos la superficie total de la tierra que podría ser utilizada con fines de producción y consumo (realmente lo hacemos al revés: dividir la superficie disponible entre el número de habitantes). La lógica está clara: la capacidad de carga marca el límite de crecimiento para el valor de la huella ecológica. Si ocupamos más de lo que hay, nos hemos pasado.

Pues bien, nos hemos pasado (Wackernagel, 1996). La capacidad de carga para el planeta se encuentra en torno a 1,78. En primaria nos enseñaron que 1,78 < 2,23. Pero ¿cómo es posible gastar más de lo que hay? La respuesta es sencilla: el cálculo de la huella ecológica se establece suponiendo la reversibilidad de los efectos, es decir, que el planeta se recupera del daño. Así, por ejemplo, si contamos con un bosque capaz de absorber mil toneladas de CO2 al año, mientras no se supere ese umbral, el bosque será capaz de revertir la contaminación. En el momento en que se rebase esa cantidad, la contaminación se va acumulando en la atmósfera. Imaginemos una hucha que cuenta con cien monedas. Cada día se introducen cinco y se extraen seis. Extraer más de lo que se pone no es sorprendente al tener en cuenta que la hucha ya tenía riqueza en su interior. El problema que observamos hoy es que la velocidad de extracción ha superado la de reposición. En el ejemplo, la hucha quedará vacía en 99 días.

Luego, si ya nos hemos pasado, no es cuestión de parar el crecimiento. Es cuestión de reducir su nivel, decrecer.

 

3. Un primer intento de solución: el crecimiento sostenible

Al comenzar a comprender la envergadura del asunto, el primer impulso ha sido sacar menos de la hucha. La extracción sostenible de monedas es 5, así que procuremos no obtener más de esa cantidad. En principio ello implicaría parar el crecimiento y estancarse. Esta posibilidad, la del estancamiento, provoca un profundo malestar en el sistema. Hay que hacer cualquier cosa antes de permitir un sistema económico estancado. Observemos con qué pasión las autoridades políticas de todo el mundo se han embarcado en salvar el sistema financiero insuflando una cantidad de dinero impresionante.

Es difícil, por lo tanto, vender la idea de estancarse. Así que se nos ocurrió otra, tal vez más digerible: la de crecer pero de otra manera. La propuesta que se ha elaborado se llama crecimiento sostenible. En palabras de Lucena (2002:76): “Se entiende como desarrollo sostenible aquel que permite satisfacer las necesidades de las generaciones actuales sin poner en peligro la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras”. ¿Cómo fundamentar esta pretensión cuando estamos diciendo que vivimos en un planeta finito?

La idea es separar el crecimiento en dos componentes: número de unidades (elemento 1) y tasa por unidad (elemento 2). Pensemos por ejemplo en los automóviles. Cada automóvil implica una huella ecológica. A más automóviles, más huella y por tanto menos sostenibilidad... Sin embargo, esta lógica puede variarse disminuyendo la huella por automóvil. Así, con vehículos que consuman menos carburante, más eficientes, con un programa de reciclado, etc. se disminuirá el segundo elemento de la ecuación. En términos algo más formales:
huella ecológica = número de unidades x huella por unidad
De esta forma, el crecimiento sostenible propone utilizar automóviles menos contaminantes, reducir las emisiones de gases por unidad de fabricación, recurrir a energías renovables como la eólica o la solar, etc. Parece una buena salida: el sistema puede seguir siendo el mismo, altamente dependiente del crecimiento en el par producción-consumo, pero de forma sostenible pues al disminuir la huella por unidad se corrige el aumento en el número de unidades.
 
4. El crecimiento sostenible no funciona como tampoco el objetivo de la lavadora


La idea del crecimiento sostenible no se sostiene. No funciona, ni en la práctica ni en la teoría. Para Latouche (2004), es una propuesta que no consigue crear empleo como el crecimiento desaforado, ni mantener el planeta como el decrecimiento sostenible. A ello se le suma que acompañamos con el atributo “sostenible” a tantas categorías de prácticas que está ya perdiendo su significado (Barzena, 2005).

En la práctica observamos un crecimiento imparable de la huella ecológica, a pesar de la implantación de modelos de crecimiento sostenible. Ocurre porque el crecimiento en el número de unidades es más rápido que el decrecimiento en la huella por unidad. Al final continuamos en nuestra tendencia de aumentar el daño.

En la teoría tampoco es una idea viable. Un crecimiento del primer elemento que tienda a infinito requiere una disminución del segundo que tienda a cero. Y si bien el primer objetivo es imprescindible para que el sistema que conocemos tenga expectativas de supervivencia, el segundo es físicamente imposible. Pensemos por ejemplo en dos situaciones de moda: los vehículos eléctricos y las energías renovables.

En estos momentos los medios de comunicación se hacen eco de la pasión por los automóviles eléctricos y la apuesta clara de la Administración. Muchas personas creen que tales coches no contaminan. Es como decir que no hay homicidios en el mundo porque jamás vimos uno. La contaminación no se ciñe a eso oscuro que sale del tubo de escape. Poner el automóvil a mi disposición (fabricar sus componentes, montarlos y transportar el resultado hasta mis manos) ha implicado una huella ecológica muy importante. Que el automóvil sea eléctrico no reduce un ápice la huella previa. Es más, la electricidad ¿cómo se produce? Si se genera a partir de combustión de petróleo o de carbón, el remedio es peor que la enfermedad, pues en los procesos de transformación de energía se pierde parte de ésta, de tal forma que sería más ecológico que la combustión se realizara en el propio automóvil sin mediar transformación eléctrica.

Las energías renovables constituyen también otra fuente de confusión. Es cierto que contaminan menos, pero incierto que no contaminen. Es cierto que el viento que mueve el molino que traduce ese movimiento en energía eléctrica es un ente natural no contaminante. Pero el molino no es un arbusto que ha surgido espontáneamente. Se trata de una mole que ha requerido ocupar una superficie importante (algunos parajes están abarrotados de molinos), ha consumido mucho cemento (las cementeras no son fábricas ecológicas), y su mantenimiento es ecológicamente no nulo. El viento es renovable, el molino no. No hay cemento ni amianto en el mundo suficientes para construir los molinos que necesitaríamos para saciar las necesidades de consumo energético.

La tecnología hace cosas sorprendentes, pero no milagros. No parece que vaya a llegar el día en que cuarenta vasijas de agua se transformen en cuarenta vasijas de vino sin que medie consumo energético por medio. Ni llegará la energía estrictamente renovable. Es algo físicamente imposible.

El ejemplo del invento de la lavadora constituye una forma pedagógica de comprender estos argumentos. La lavadora es uno de los avances tecnológicos mejor recibidos. Aunque lo que recreo a continuación constituye una realidad frecuente en el Sur, vamos a situarnos en un ejercicio de imaginación referido al Norte. Las mujeres acarreaban cestos de ropa hacia ríos y fuentes públicas y se deslomaban restregando el tejido por piedras. La gente olía a sudor porque no era cuestión de pasar ese mal rato todos los días. Entonces inventamos la lavadora. Si antes se necesitaba mucho trabajo y tres horas de implicación, ahora basta con los minutos que se dedican a poner en marcha y apagar el artilugio. Me imagino la liberación que tuvo que suponer el invento. Pero no fue así. Se nos ocurrió que ya que era más fácil lavar la ropa, en lugar de ocupar menos tiempo en lavar la misma cantidad, íbamos a ocupar el mismo que antes, pero lavando más. Nuestras vestimentas comenzaron a someterse al proceso con más frecuencia. Ello implicó la necesidad de tener más ropa, que terminó transformándose en un hábito. Más ropa es más tiempo comprándola, mirando escaparates, dudando, alimentando la expresión “ir de compras”, más tiempo trabajando para obtener el dinero que se requiere gastar en este menester, etc. Nos inventamos la frustración ante un armario no demasiado repleto, donde millones de personas con cientos de tejidos se dicen cada día “Hoy no tengo nada que ponerme”. El olor desapareció y prosperaron los desodorantes, las colonias, los perfumes, para mujeres y después también para hombres. Había también que comprar la lavadora y mantenerla, procurar el buen estado de la electricidad, pagarla, trabajar más tiempo para esos nuevos gastos asociados, etc. Al inventar la lavadora tuvimos una buena oportunidad de liberación, pero la dejamos pasar. Nos complicamos la vida con el invento. Hágase la misma reflexión con el automóvil, la computadora, el correo electrónico, el teléfono celular... Somos una especie especializada en inventar cosas para facilitarnos la vida y complicárnosla después. Tanuro (2009), entre otros, expone un ejemplo contundente en este mismo sentido: con el objetivo de reducir la dependencia del petróleo y la contaminación derivada del uso de combustibles fósiles, la apuesta por los agrocombustibles es cada vez más fuerte, generando más inconvenientes que soluciones, al menos al observar las crueles consecuencias en las sociedades locales que ven sustituir sus bosques por plantaciones destinadas a proveer combustible.
El crecimiento sostenible tal vez fue una buena idea. Pero nos lo estamos tomando al estilo lavadora: ya que una unidad consume menos, consumamos más unidades. No resulta pues asombroso que cada vez sea más habitual encontrar voces incrédulas frente al propósito de crecer de forma sostenible. Así, tanto encuestas a expertos como la propia Unión Mundial por la Naturaleza, que participó en la promoción del concepto de crecimiento sostenible, consideran esta opción con mayor incredulidad (García, 2007).


5. El decrecimiento no es una opción sino una necesidad

Si el crecimiento es insostenible por definición, sólo nos queda un camino: decrecer. Parar no es suficiente, pues ya hemos visto que al día de hoy la capacidad de regeneración del planeta se ha superado. Y el crecimiento sostenible tampoco es solución: ni está funcionando, ni puede teóricamente funcionar.


La idea del decrecimiento, como acción individual y colectiva, consiste no sólo en reducir la avidez consumista (Honorant, 2006), sino en actuar sobre los dos elementos de la ecuación: no sólo reducir el segundo (unidades menos dañinas) sino también el primero (menos unidades).


La propuesta es sencillamente lógica, realista e inevitable. El problema no se encuentra en la propuesta simple, sino en llevarla a cabo de forma planificada. Lo que está claro es que sino decrecemos voluntariamente, inteligentemente, conscientemente, lo haremos a la fuerza pues no habrá posibilidades de seguir comiendo de un manzano que ya no da suficientes manzanas.


De cuantas posibilidades existen para hacer efectivo el decrecimiento, sus promotores han optado por, a mi juicio, la mejor de todas: incidir en los estilos de vida voluntarios (Chaney, 2003). La propuesta es modificar la forma de estar en el mundo, entre otros aspectos, consumiendo menos y mejor.


La elección es fruto de una capacidad de observación en buen estado. Se podría solicitar a la clase política que pusiera manos a la obra para hacer realidad el proyecto. Tal vez se trate de una petición ingenua. No hay recetas probadas y estandarizadas para la gestión política del decrecimiento. No hay cultura del decrecimiento. No hay organismos de envergadura, oficiales, cuyo cometido sea el decrecimiento. Mientras eso no ocurra, los gobiernos locales van a seguir tirando de los organismos que sí existen, de las gestiones ya estandarizadas, de los modelos ya probados (aunque sean tan malos como son); en fin, seguirán haciendo lo que están haciendo los demás, pues si nos equivocamos al menos lo hacemos todos y la responsabilidad queda diluida. Es imprescindible contar con una política valiente, sin la que es posible una apuesta gubernamental por el decrecimiento. Se requiere perder el miedo a ser pioneros. Tal vez funcione para los hermanos Wright, pero no para quienes se encuentran a la cabeza en los ministerios y las presidencias. El decrecimiento establecido a ese nivel significa impacto, un fuerte impacto. En parte sabemos qué pasaría. En parte nadie puede saber cómo se va a comportar el nuevo sistema hasta que no eche a andar. Esta incertidumbre es literalmente insoportable a escala de clase política que, además cuenta con la presión de efectos inmediatos, sólo viables desde los modos de funcionamiento del momento.


Así que al día de hoy el decrecimiento es una propuesta para la gente, para las personas individualmente o en grupos, que planifican y llevan a efecto una reducción sensible de su consumo y un mejoramiento de éste, practicando consumo responsable. Conforme la idea del decrecimiento vaya afianzándose, conforme más grupos de estudio vayan dando forma a propuestas concretas para la cotidianidad política profesional, más cerca estaremos de que las medidas vayan adoptándose en las altas esferas de la gestión. De momento es sobretodo una opción para la calle. Esto no resta un ápice de fuerza al cometido fundamental de la presión, de la denuncia y de la protesta. Sin estos ingredientes, aquéllos generan difícilmente transformaciones.


6. Decrecer no es retroceder

Ante muchos ojos, decrecer es una aberración. Un niño chico que desee ir al parque a jugar con los columpios no aceptará fácilmente que el parque esté cerrado por obras. Pero son causas mayores. Podemos decirle: “Cariño, estás viendo que el parque está cerrado. Ya sé que eso no te ha hecho ninguna gracia, pero es lo que hay. ¿Alguna sugerencia?”. En muchas ocasiones suelo decir: “No quiero problemas, quiero soluciones”. Ya sé que decrecer no gusta a muchas personas, pero ¿qué alternativa tienen? Vemos que diferentes tipos de crecimiento, mientras sigan siendo crecimiento precisamente, no constituyen ninguna solución sino, en el mejor de los casos, una ampliación de plazo. Por esta razón, se han vertido varias críticas a la idea del decrecimiento. Me parecen particularmente interesantes tres de ellas: retroceso, inviabilidad psicológica e injusticia con los países menos desarrollados.

Una de las más sonadas es que decrecer es retroceder.

Imaginemos a alguien que padece numerosos trastornos asociados con la alimentación y que muestra una visible obesidad. Que tome la decisión de perder peso no es retroceder a la infancia, sino progresar hacia una vida más saludable. Será una persona con más años, jamás volverá a ser niño, pero sí llevará una vida más operante.

Conscientes de la complejidad de los sistemas y de los acontecimientos, no es inteligente aceptar una visión de paquete: o civilización y crecimiento, o barbarie y decrecimiento. La opción es decrecimiento y civilización, progreso y decrecimiento, avance, evolución positiva, vida más felicitante pero con sentido, es decir, con decrecimiento.

Entre las muchas facetas de esa evolución no-en-paquete tomemos una concreta. Antes la gente no tenía conciencia de daño ambiental. Durante siglos hemos vivido sin que las consecuencias de nuestros actos en la naturaleza nos reboten. Si antes la humanidad vivía de forma sostenible no es porque se preocupara por ello sino porque carecía de la tecnología de envergadura suficiente como para generar el daño que se hace visible e incómodo. Pero en la práctica llevaban estilos de vida menos consumistas que ahora y conocían mejor su entorno inmediato. La propuesta del decrecimiento, en este sentido, sería tomar el conocimiento que tenemos hoy, que hemos generado hoy con respecto a la relación entre nuestros actos y sus consecuencias y a la capacidad limitada del planeta para regenerarse, y combinar ello con el conocimiento que se tenía antes sobre comportamientos de la naturaleza como la época en que se recogen unas u otras hortalizas, la visibilidad de los desechos, o el grado de conocimiento y seguridad de las gentes sobre su entorno local. Ni retrocedemos al pasado, ni nos hundimos en un futuro imposible.


7. Decrecer es psicológicamente viable

La opción por el decrecimiento tiene fuertes inconvenientes en el campo de batalla donde se libra la historia: la mente y la actitud. Para alguien que posee un automóvil resulta más fácil pasar a tener dos que ninguno. Es difícil luchar contracorriente en medio de una cultura tan fatalista, dependiente, ciega, consumista y hedonista como ésta. En términos psicológicos, parece difícil de asumir la propuesta del decrecimiento (Espejo, 2008).  Principalmente son tres los aspectos que dificultan la labor. Resulta muy útil conocerlos someramente pues constituyen frentes de acción.
1. Invisibilidad. Cada vez es más difícil saber de dónde vienen y hacia dónde van los comportamientos y los objetos. La invisibilidad nos vuelve ciegos. Quien no ve no puede considerar las ausencias en sus argumentos y decisiones. Los efectos de los comportamientos de consumo permanecen difusos. La mayoría de las personas desconocen en qué medida sus decisiones trabajan para unas configuraciones u otras de mundos. Esta situación es más pronunciada hoy que nunca antes especialmente por dos motivos: la complejidad creciente de los procesos que exigen mayor esfuerzo para su comprensión y la abundancia de intermediarios a todos los niveles y en todas las dimensiones. Sin embargo, el decrecimiento requiere conocimiento, visibilidad.
2. Dependencia. Nuestro estilo de vida ha generado una enorme dependencia. Un buen ejemplo lo constituye de nuevo la ayuda astronómica que los gobiernos han otorgado a las entidades financieras para salvar al planeta de la crisis que ellas mismas han causado en su afán de enriquecimiento. La maraña del sistema actual de funcionamiento hace muy difícil la intervención sistémica. El decrecimiento requiere una fuerte apuesta por liberarse de las dependencias. Recuerdo, por ejemplo, a un profesor universitario que entró en una depresión tras jubilarse, pues el decremento de su sueldo le impedía seguir abordando un avión para comprar los zapatos en Londres, como había hecho siempre. Su tratamiento psicológico consistió en liberarse de esa dependencia.
3. Consumismo hedonista. Llevamos hoy el consumismo hedonista en sangre. Si alguien es incapaz de dejar de fumar a pesar de que se le advierte que se está matando ¿podrá modificar su comportamiento pensando en el planeta? Consumir más es fácil, sólo existe la limitación del dinero disponible para ello. Consumir menos y hacerlo con patrones diferentes (menos dañinos) requiere en primera instancia altruismo, entrega, ser capaz de ver más allá del propio ombligo. Los beneficios son básicamente individuales, como entramos más adelante, pero esta circunstancia es difícilmente aceptable para alguien que considera el consumo como uno de los pilares de su vida.
Los inconvenientes son reales. Sin embargo, a diferencia de aquéllos a los que se enfrenta la propuesta del crecimiento, en este caso la superación es viable. Es importante el ejemplo de quienes ya lo están procurando, mostrando que el decrecimiento no es un sacrificio, sino una liberación.
 


8. Decrecer no es “un problema de los países en vías de desarrollo”

“Países en vías de desarrollo” es cualquier cosa menos una expresión inocente. La idea contenida en ella es que hay países desarrollados que han elaborado una buena manera de vivir. Otros países todavía no, pero están en ello. Llegará un día en que todos estaremos plenamente desarrollados.

Hay dos mentiras en la expresión que tienen consecuencias en la concepción del decrecimiento. La primera es suponer que el estilo de vida de los países llamados desarrollados es imitable. En absoluto. La huella ecológica, de nuevo, añade luz al respecto. Así, por ejemplo, la de Afganistán no llega a 1, mientras que la de EEUU ronda las 10 hectáreas (Venetoulis & Talberth, 2005). Es imposible que todos los países del mundo puedan aspirar a una huella ecológica cuyo mantenimiento requiere unos cinco planetas. Sólo tenemos éste.

La otra mentira es que los países estén en “vías de”. Dado que no es viable que todos los rincones dañemos con la misma intensidad pues la capacidad de daño es limitada, tampoco es cierto que nos estemos acercando. Las estadísticas de organismos internacionales como la OMS o la FAO muestran que mientras unos países de la franja más pobre aumentan sus niveles en varios índices, otros las disminuyen. Hablamos de las medidas al uso: renta per cápita, inflación, deuda externa, inversión en educación, esperanza de vida, seguridad alimentaria, etc.

La huella ecológica ayuda a concluir que el sistema actual mantiene el nivel de desarrollo de unos gracias al subdesarrollo de otros. No es cuestión de darle la vuelta a la tortilla o turnar en los puestos de opresores y oprimidos. Es cuestión de terminar con los desequilibrios. En contra de la opinión de que el decrecimiento es sólo para los ricos y que los pobres deben crecer primero (Passet, 2005), el decrecimiento es también la mejor opción para estos países, con matizaciones. Se requiere construir un sistema de desarrollo diferente, donde se recupere la soberanía alimentaria, se reduzcan las injerencias y se practiquen procedimientos de producción y consumo controlados localmente. Se requiere una revolución conceptual e ideológica. Se requiere crear otra economía (Leff, 2008). Si eso no existe, si los países empobrecidos siguen ejerciendo de despensa de materias primas, depósitos para desechos, conejillos de indias y mano de obra esclava, no tiene sentido hablar ni de decrecimiento ni de desarrollo.

 

9. El decrecimiento es un camino inteligente

La imagen de la persona que opta por añadir su grano de arena en la aventura del decrecimiento puede ser la de un ermitaño que no hace nada por temor a dañar algo o a alguien. No se trata de eso.

El decrecimiento es una maravilla de invento. Es una apuesta tan individual como colectiva y planetaria, tan ambiental como social. Hasta el momento se puede llegar a la conclusión de que la idea requiere un alto nivel de abnegación y sacrificio por parte de quienes trabajan por ella. Han de luchar en contra de su propio bienestar a cambio de construir un mundo mejor. Nada más lejos de la realidad. Apostar por el decrecimiento es una opción individual especialmente felicitante, un acto de liberación, de recuperación de control sobre la propia vida.

Nuestra experiencia directa e indirecta está llena de ejemplos al respecto. Rescato alguno de ellos.

Un buen amigo tuvo la desagradable experiencia de perder a su padre. A nombre de mi amigo figuraba la abundante renta que el padre había acumulado a lo largo de una intensa vida. Los herederos pululaban alrededor. Mi amigo tenía ya su existencia resuelta: un trabajo más que aceptable que le permitía tiempo libre y unos ingresos suficientes para vivir con dignidad. Tenía también una linda casita con una pequeña porción de terreno donde contaba con un huerto casi simbólico y un par de árboles frutales. Viajó a su país de origen para hacerse cargo de la gestión de la herencia de su padre, oficialmente en sus manos. Cuando volvió me contó lo ocurrido. “Vicente, no puedes imaginar la satisfacción que sentí al desembarazarme de todo y la sensación de tristeza al ver a mis hermanos y hermanas aspirar a todo”. Mi amigo me contaba los quebraderos de cabeza que implicaba hacerse cargo de los bienes inmuebles que había dejado su padre. Con claridad veía a su familia autoesclavizada, voluntariamente cargando sobre sus espaldas preocupaciones de las que podrían librarse si quisieran. Mi amigo volvió con mayor convencimiento de su propia y consciente opción vital. Su tiempo se encuentra repartido entre el trabajo, que no le implica muchas horas, y disfrutar de su casa, de su familia y de sus amigos. Pasa mucho tiempo observando, disfrutando de los acontecimientos. Ha alcanzado un nivel de felicidad, de madurez, fuera del ámbito de sus hermanos y hermanas, a quienes imagino ahora con un sueño difícil de conciliar y un tiempo altamente comprometido.

De adolescente acompañé a mis padres a una sesión de persuasión. Un matrimonio les intentaba convencer que implicaran el tiempo que tenían libre para dedicarlo a un quehacer que, según decían, reportaba muchos beneficios. Ellos mismos se ponían de ejemplo. Vestían con trajes caros y el discurso de ostentación rozaba lo insoportable. “¿Quién no quiere un coche mejor, una casa mejor, una vida mejor?” Ahí se encontraba la confusión. Este matrimonio que vivía para trabajar, que vi sin hijos y sin tiempo para disfrutar de la vida o de ellos mismos, medía la vida mejor mediante la posesión de objetos más caros, con más prestaciones, más ostentosos. Eran unos infelices. Por suerte, mis padres se asustaron.

Ir ligero de equipaje, evitar ser poseído por las cosas, es una experiencia altamente felicitante. Cada vez es más difícil apreciar el valor de comportamientos que no requieren consumo. Éste se ha imbricado en tal medida en nuestra vida que hay muchas personas incapaces de imaginar otra cosa. ¿Se puede vivir sin automóvil o sin móvil? Parece ser que no sólo es viable, sino además que se vive estupendamente, siempre y cuando la no posesión sea una opción voluntaria y no un estado vivido con pesadumbre mientras se desea apasionadamente poseer.

De aquí surge el lema del decrecimiento: consumir menos para vivir mejor.

También es cierto que una cosa es el estado y otra el proceso. Quien fuma y desea dejarlo sabe que accedería a un estado mejor de vida, pero el proceso que debe atravesar para alcanzarlo lo juzga demasiado desagradable para su voluntad. Optar por el decrecimiento individual puede implicar un proceso laborioso, pues ha de poner en marcha la desintoxicación, la pérdida de dependencias, la liberación de esclavitudes. No tiene por qué ser fácil, por muy placentero que se dibuje el estado de llegada. Pero tampoco hay que atragantarse. Una buena decisión es plantearse, a partir de ahora, meditar el consumo y dar pasos convencidos, tal vez tímidos pero aceptables, para reducir poco a poco el equipaje que arrastramos en el viaje de la vida.


10. Decrecer para crear una nueva sociedad

El decrecimiento plantea importantes beneficios sociales. No sólo se ciñe a mantener vivo y en buen estado el planeta que habitamos. El decrecimiento deriva necesariamente en el robustecimiento de las relaciones interpersonales. Implica trabajar menos horas, ganar por tanto menos dinero, lo que es viable con una reducción del consumo y una opción por hacerlo más consciente y responsable. El resultado es más ocio personal, más tiempo para disfrutarlo en tareas que ahora nos pueden parecer imposibles, en cosas que ahora nos parecen inútiles. Es una apuesta por el placer, donde las cosas se hacen por el placer de disfrutarlas y no por el rédito que suministran o por la inversión que suponen. Es evitar una vida en continuos medios, en la inmersión en instrumentos y herramientas, a cambio de centrarse más en los fines, en los objetivos felicitantes. Recordemos los mejores momentos de nuestra vida ¿en qué medida el consumo tiene que ver en ellos?

Hay muchos movimientos ligados a este espíritu que participan en la comunidad planetaria del decrecimiento: reducción de consumo, consumo responsable, comercio justo, ciudades lentas, comidas lentas, comunidades de reutilización, etc. Por encima de todo ello, uno de los aspectos que me resultan más atractivos del decrecimiento es su papel en la construcción de un mundo más justo por ser un mundo con menos desequilibrios de poder, con más dificultades para establecer relaciones de opresión. Las relaciones entre opresión/liberación y crecimiento/decrecimiento son suficientemente sugerentes como para apoyar en ellas buena parte de la fuerza que tiene el movimiento por el decrecimiento en la construcción de un mundo mejor porque es un mundo más digno y felicitante.
 
 
[1] El simbolismo queda especialmente contundente en los comportamientos de consumo, puesto que éstos se sustentan en las características intangibles más que en otras. Las personas consumimos símbolos (Bocock, 1995; Cortina, 2002) antes que productos, bienes o servicios.
http://sustentabilidades.siderpco.org/revista/index.php/2010061675/Publicacion-02/decrecimiento-y-poder.html

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