La agrobiodiversidad y calidad ambiental de zonas protegidas en España peligran ante el afán de crecimiento





Por Alfredo Jesús Escribano Sánchez

Los reductos de biodiversidad protegida, abundantes en la Península Ibérica y las islas españolas, están amenazados debido al afán de crecimiento económico que no entiende de costes que no sean económicos e incluso de costes económicos a medio y largo plazo. La incapacidad de las mentes pensantes por buscar y escuchar soluciones alternativas a las que tradicionalmente han aportado beneficios y puestos de trabajo, agravan los problemas contra los que supuestamente quieren luchar.


España una de las zonas europeas con mayor biodiversidad y mayor superficie de espacios naturales, sin embargo, esta conservación histórica parece estar en la cuerda floja debido a una serie de decisiones que pretenden un mayor “desarrollo” y que conllevarán una serie de costes ecológicos.
Parece que necesitamos igualarnos con las zonas o países que ya crecieron o que son más avanzados, y no nos damos cuenta de que esos países están cambiando su forma de vivir, están orientando sus investigaciones y políticas en otro sentido debido a que cometieron una serie de fallos, en un intento de recuperar lo irrecuperable, de dar marcha atrás. Sin embargo, en lugar de aprender, estamos cometiendo los mismos fallos que esos países ya sufrieron. En zonas de espacios protegidos, Zonas Especiales de Protección de Aves, Parques Naturales, Parques Nacionales, zonas protegidas por la Red Natura (España posee en torno al 40% de la superficie protegida) se quieren implantar instalaciones como nuevas autovías, vías de trenes de alta velocidad, industrias contaminantes como las refinerías y las térmicas, un urbanismo voraz e incontrolado que deslocaliza la población (despoblando el centro de las ciudades y los pueblos, aumentando el gasto energético), obras hidráulicas, aeropuertos y centrales y cementerios nucleares. Éste es el modelo territorial al que se aspira, basado en la concentración urbana, la hipermovilidad y el despilfarro energético, como el de las grandes ciudades.
Por tanto, en lugar de beneficiarnos de que los costes los pagaron otros, aprender de su errores y utilizar el auge de lo natural (esperemos que no sea una moda) y nuestro supuesto menor desarrollo (que yo diría que es un desarrollo en otro sentido, por otras vías: turismo, naturaleza, gastronomía, sanidad y ciencia en algunas ramas) como base para mejorar nuestra salud, economía y nuestra cultura manteniendo la biodiversidad, se pretende ir a lo “seguro”, es decir, a lo que ha dado dinero tradicionalmente.


Es una pena pensar que la calidad del aire que respiro se va a ver mermada por una serie de instalaciones que, a pesar de prometer un esperanzador futuro de puestos de trabajo y que aseguran que no habrá deterioro de la calidad ambiental, no son un buena solución ante el perenne panorama de crisis ambiental. Considero que se podrían llevar a cabo otra serie de iniciativas aprovechando este gran patrimonio cultural y natural que existe en la España.
Estrategias como la agricultura y ganadería ecológicas ligadas al agro o ecoturismo, que además de ser desarrollo, se conformarían como importantes alternativas que permiten la puesta en práctica de una actividad económica rentable y sostenible (económica, social y medioambientalmente) que permitiría la creación de puestos de trabajo (se ha visto que la producción ecológica requiere más manos de obra), dando soluciones al difícil problema del desarrollo y éxodo rural, ya que parece ser que el sector primario ecológico atrae más a los jóvenes, ya que pueden llevar su actividad de manera autogestionada y su papel se ve dignificado, porque su actividad revierte en beneficios para la sociedad.
De este modo, pueden optar a un mejor nivel de vida (un precio justo por sus productos, reduciendo las presiones que ejercen sobre ellos la industria y la distribución), les permite ser autónomos y más libres, pudiendo ellos planificar sus cuentas y estableciendo sus precios de venta. Además, es importante la satisfacción que manifiestan los productores ecológicos convencidos, ya que para ellos, la profesión se ve dignificada, porque pasan de ser meros productores de alimentos (cuestión muy digna y vital de por sí) a ser conservadores del medioambiente, de la salud del ser humano, de la calidad y seguridad de los alimentos que ingerimos y además, es guardián de estirpes locales, de culturas y de conocimientos tradicionales que, unidos a las nuevas técnicas y conocimientos agrícolas, es posible conservar; si no, se perderían.
Además de esto, la producción fuera del modelo convencional es una buena opción para evitar situaciones tan detestables como las que suceden en países como los latinoamericanos, donde las multinacionales expulsan de las tierras a los campesinos que las han trabajado durante generaciones, imponiendo su modelo de producción, desterrando y mermando la salud y tradiciones de los productores, o en la India, donde cierto producto (“de cuyo nombre no quiero acordarme”) utilizado para el tratamiento del algodón, ha arruinado a pueblos y ha hecho enfermar a sus ciudadanos.
Además, considero que la creación de estos puestos de trabajo es contraproducente para lograr los objetivos de las políticas de desarrollo rural, ya que estos puestos de trabajo serán más fáciles de llevar a cabo y posiblemente mejor remunerados, pero conllevarán unos costes difícilmente calculables (aunque elevados) y provocarán una migración de la población (aún más) hacia zonas más urbanizadas y se despoblará aún más el campo, disminuyendo la producción de alimentos de calidad y seguros, ligados a tierra, que hacen posible que se produzca y a la vez se conserve.
Se dejará pues “a la intemperie” nuestras dehesas, que necesitan la mano del hombre y de las bajas cargas ganaderas para su mantenimiento y conservación, pues fue de esta forma como evolucionaron desde el bosque Mediterráneo. Esto, supondrá una pérdida de biodiversidad y de cultura importante, aumentando también la necesidad de adquirir alimentos en otras zonas, disminuyendo la calidad de nuestros alimentos y los beneficios que se derivan de los métodos de producción que aquí se realizan, reduciendo también el turismo y, con todo ello, la economía local.
Es realmente difícil, cada vez más, poder vivir tranquilos y disfrutar de un aire de calidad sin sentirse aislado en la soledad de los desiertos pueblos. No parece fácil entender porqué se desean implementar este tipo de “mejoras” si no dan soluciones nada más que de tipo económico a corto y medio plazo (a largo plazo nos gastaremos todo el dinero en sanidad y en intentos por reconvertir lo destruído). Resulta fácil sentir la fuerte resaca del sistema socioeconómico, que te insinúa que para vivir en sociedad dignamente y sin ser un disidente, debes formar parte de él o, si no, si deseas vivir de otro modo, te deja de lado, junto con los reductos de idealistas, como si fuesen apestados.
Es muy triste que a estas alturas se siga pensando que la ecología es una ideología, la preocupación de unos pocos muy ruidosos, y que no se den cuenta de que es un problema que afecta a todos, que es una ciencia y una realidad que básicamente explica un equilibrio natural del que todos dependemos, que afecta a la sociedad en todo su conjunto: en la seguridad de obtener alimentos en cantidad y calidad, en la salud, en la economía y en la cultura. Aún así, nos seguimos creyendo que tenemos un buen nivel de vida, que la nuestra, es la sociedad del bienestar, y eso es lo que importa. Un supuesto bienestar, porque nuestra sociedad está enferma, pese a que la medicina permita alargar la esperanza de vida. Los agrotóxicos, los pseudonutrientes, la contaminación medioambiental, el ritmo de vida y, en resumen, los frutos de la sociedad moderna del bienestar, son las que provocan el surgimiento de nuevas enfermedades y la incidencia de las mismas en edades cada vez más tempranas. Son enfermedades provocadas, como se diría en veterinaria: “enfermedades zootécnicas o “enfermedades yatrogénicas”, es decir, creadas por el mismo sistema, absurdas y voluntarias.

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