La trampa del crecimiento


Diego Estin Geymonat - Blivet

En un artículo imprescindible, el imprescindible John Michael Greer plantea una línea de análisis que  pone de cabeza y dispara al corazón del paradigma hegemónico de la economía moderna tanto a derecha como a izquierda. ¿Qué es el progreso? se pregunta. Y responde: “lo que hace que un cambio califique como progreso” (entendido como complejización, crecimiento y desarrollo económico y tecnológico), “es que aumenta la externalización de los costos.” Al poner el foco en las externalidades (“los costos [económicos, sociales y ambientales] de una actividad económica que no son pagados por ninguna de las partes en un intercambio, sino que le son cargados a la cuenta de otros”), Greer revela que éstas son condición necesaria para el progreso, ya que si las “partes involucradas” (productores o consumidores, por ejemplo) se hicieran cargo de los costos totales, llegaría un punto de complejidad tecnológica a partir del cual las actividades económicas a ella asociadas dejarían de ser rentables. El progreso, entonces, sólo es posible cuando no se hace cargo de parte de sus costos e impactos sobre los sistemas en los que se produce, costos e impactos que se traducen necesariamente en una degradación creciente de sociedades y ecosistemas, que por ello terminarían colapsando (ya que su capacidad de carga y regeneración tiene un límite) y con esto poniendo fin al propio progreso.

Desde esta perspectiva, la discusión en torno a las bondades del desarrollo y el crecimiento económico debería ser reformulada. El 4 de marzo, en el debate “Riqueza y pobreza en el Uruguay” que contó con la participación de Andrea Vigorito, Fernando Isabella, Rodrigo Alonso y Gabriel Delacoste, los tres últimos, protagonistas de una reciente polémica sobre el asunto en la diaria y Brecha, Isabella continuó su defensa del crecimiento económico como algo si no bueno, al menos necesario (además de inevitable) para el progreso social. En este sentido, al considerar los problemas ambientales del desarrollo económico, si bien expresó que no es su intención “minimizarlos”, puso la prioridad en el “máximo desarrollo de las fuerzas productivas”. Y aquí está el problema de este enfoque, ya que, como mencionábamos antes, éste desarrollo implica una abierta contradicción con la pervivencia de los soportes bio-sociales que lo hacen posible.
Podemos suponer que para Isabella, preocuparse por el problema ambiental mientras se tienen como norte el progreso y el crecimiento económico, implica el uso de tecnologías “limpias”, leyes que controlen y penalicen la contaminación a partir de cierto nivel, etc., es decir, lo que se llama “desarrollo sustentable”. El problema con esto es que el crecimiento económico es por definición insostenible (no se puede crecer infinitamente en un planeta finito), y porque como fue señalado al principio, a mayor complejidad, mayores externalidades.
Así, la mejor solución para el problema de la contaminación no es desarrollar tecnologías cada vez más complejas para remediar las externalidades causadas por formas de producción y tecnologías cada vez más complejas (una espiral absurda), sino el uso de tecnología apropiada que no destruya los ciclos naturales o, mejor aún, que los utilice en su favor.
La termoeconomía explica que eso que llamamos “producción” no es más que la transformación y el pasaje de materia y energía de la naturaleza a la economía de las sociedades humanas (siendo los desechos y la polución el proceso inverso). Como decíamos, los ecosistemas poseen sus ciclos de regeneración y una determinada capacidad de carga, de modo que pueden “absorber” y procesar cierto nivel de disrupción sin que su normal funcionamiento (su conservación) se vea demasiado alterado. Pero llega un momento en que, si la presión sobrepasa cierto umbral, los ciclos se rompen y los sistemas eventualmente colapsan.
Esto es precisamente a lo que conduce el máximo desarrollo de las fuerzas productivas, y por eso mismo el discurso izquierdista debería replantearse seriamente tal principio fundacional suyo. Es la historia de nuestra civilización industrial: a mayor progreso, mayor disrupción ecológica, hasta el punto culminante y global del caos climático que ya está aquí.
Bien puede usarse el caso uruguayo como ejemplo de todo lo expuesto. Nadie puede dudar que nuestro crecimiento económico ha ido acompañado de una degradación igualmente creciente de nuestro ecosistema, siendo la contaminación del agua quizás el caso más paradigmático. Pero la contaminación y destrucción de los suelos vía monocultivos forestales y sojeros (éstos, con la aplicación indiscriminada del cancerígeno glifosato y otros agrotóxicos) es también alarmante, con graves consecuencias sobre nuestro tejido económico y social, como la sangría constante de miles de pequeños y medianos productores rurales, muchos de ellos productores de alimentos que luego debemos importar a precios inflados, en un éxodo rural producto de una expansión del latifundio y una concentración de la tierra como no se han visto aquí en 300 años.
Mientras tanto, el PBI crece, y crece la recaudación fiscal. El Estado puede redistribuir parte de ella para beneficio de la sociedad, y cabe suponer que una porción se destina a paliar los peores efectos de la destrucción ambiental, ya sea invirtiendo cada vez más en potabilizar un agua cada vez menos potable o elevando el gasto para la atención de problemas de salud derivados de la contaminación. Pero es un ciclo perverso (e insostenible) pues, ¿no vale más prevenir que curar? ¿Realmente estamos dispuestos como sociedad a ponerle un precio en dólares a nuestra salud colectiva? ¿Estaría usted dispuesto a dejarse cortar un brazo si eventualmente se lo reemplazan por uno mecánico de última generación?
Isabella sostiene que podemos crecer con un impacto positivo sobre el ambiente, y pone como ejemplo los molinos eólicos para la generación de electricidad, pero se equivoca. Porque el problema no es esta o aquella tecnología particular, sino el rol que cumple en el funcionamiento de todo el sistema del que es parte. Dejando de lado que la extracción de la materia prima, la fabricación, el traslado, la instalación y el mantenimiento de dichos molinos son actividades contaminantes que se realizan con tecnología industrial basada en energías fósiles, los molinos se instalan para generar más energía, es decir para crecer más, lo cual en términos absolutos empuja al alza la demanda y el consumo de más materia y energía (principalmente energía fósil), aumentando así la degradación ambiental ya descrita (el mismo proceso observable en nuestra historia para la hidroelectricidad, nuestra tradicional fuente de energía renovable, cuya adopción creciente a lo largo del siglo pasado no significó una disminución del consumo de petróleo, sino todo lo contrario).
Más allá de este ejemplo, el problema no es la existencia de formas de crecimiento que impacten positivamente sobre el ambiente (obsérvese cómo, cuando se sostiene tal cosa, el “impacto positivo” que se defiende suele consistir en aliviar a los ecosistemas de otras cargas que nosotros mismos les hemos impuesto, v.g. la quema de combustibles fósiles), que por definición son inexistentes, sino el ser concientes de los límites biofísicos de nuestro medio y en desarrollar formas de vida justas que se mantengan dentro de ellos.
Se me dirá, ¿pero qué puede hacer un pequeño e insignificante país como Uruguay en el concierto de una civilización global que ha atado su suerte al crecimiento económico y del que no se apartará, probablemente, hasta que sea demasiado tarde para sí? Y respondo: dar el ejemplo. Marcar el rumbo de la transición hacia una sociedad más justa y armónica, consigo misma y con el medio del que depende para su vida. No sería la primera vez que nuestro pequeño país es pionero en señalar caminos hacia un mundo mejor.
Concretamente, esto significaría, primero que nada, junto con la búsqueda de formas de desconcentración de la propiedad rural, abandonar el modelo forestal-sojero e implementar uno agroecológico (lo que podría tener sentido incluso dentro de los parámetros del actual capitalismo global, al apuntar a la producción agrícola de calidad, para la que hay buenos mercados, como ya hemos hecho con la ganadería).
En el referido debate, Isabella afirmó que no conoce “ninguna experiencia de transformación profunda que haya sido exitosa en contextos de estancamiento” pero sí “unas cuantas que se han frustrado por la falta de crecimiento económico.” Lo que oculta esa afirmación es la multitud de “experiencias” que han colapsado y desaparecido en buena medida a causa del crecimiento económico, que ilustran y dan fundamento histórico al análisis de Greer: los rapa nui, los romanos, los mayas, los vikingos de Groenlandia, los anasazi, los cahokianos… Nuestra civilización industrial ya usa en un año los recursos que el planeta tarda un año y medio en regenerar. ¿Tendremos que agregarla a la lista?

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