Frente a un mundo distópico: construyamos el futuro climático que necesitamos
Vivimos una época de distopías a la carta. Ya se trate de Black Mirror o Los juegos del hambre, no hay límite que sacie nuestros deseos de oscuras visiones apocalípticas del futuro. Por desgracia, la experiencia más escalofriante no tiene que ver con el mundo de lo imaginario; solo requiere leer lo último sobre climatología.
Nick Buxton
Nick Buxton
En un texto sobre este tema publicado en julio de 2017, New York Magazine consiguió juntar los peores escenarios climáticos posibles en un extenso artículo titulado The Uninhabitable Earth (traducido como La Tierra inhabitable aquí). A través de entrevistas con climatólogos, presentaba un mundo lleno de plagas bacterianas que se liberaban por el deshielo, sequías e inundaciones devastadoras tan frecuentes que se denominan simplemente ‘tiempo’, e imágenes bíblicas de naciones enteras desplazándose. El texto es más desolador que la ciencia ficción más tenebrosa, porque no se puede minimizar como si fuera mera ficción.
Enfrentarnos a nuestros miedos en torno a la crisis climática es uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos las personas activistas. No pasa ni una semana sin que nos lleguen advertencias sobre un “apocalipsis de hielo” o un “punto de no retorno”. Se nos bombardea con visiones desoladoras del futuro. Y es un desafío que nos sigue planteando dudas y que encaramos principalmente con demandas de acción. Durante mucho tiempo, la respuesta consistió en sugerir acciones fáciles que la gente pudiera realizar con el fin de sentirse empoderada. Pero pronto se hizo evidente que, por muchas bombillas de bajo consumo que instalemos, no conseguiremos detener al gigante capitalista. La respuesta ahora, al menos desde la izquierda, es que debemos hacer frente al capitalismo para vencer al cambio climático, aunque es evidente que no será una victoria fácil y que no disipará nuestros miedos a un futuro peligroso.
En este vacío de ansiedad, hemos dejado de abordar o cuestionar las visiones del futuro descritas por climatólogos y ecologistas. Y no me refiero a cuestionar la ciencia, sino a evaluar sus expectativas en torno a la respuesta de la humanidad a esos impactos climáticos. ¿Describen acertadamente cómo se comportan las personas frente a las catástrofes? ¿Contemplan la idea de que la gente pueda reaccionar de un modo que no encaje con el modelo distópico de un mundo despiadado? ¿Es posible que sus expectativas sirvan en realidad a los fines de los poderes resueltos a reprimir los futuros alternativos?
Relatos apocalípticos
Enfrentarnos a nuestros miedos en torno a la crisis climática es uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos las personas activistas. No pasa ni una semana sin que nos lleguen advertencias sobre un “apocalipsis de hielo” o un “punto de no retorno”. Se nos bombardea con visiones desoladoras del futuro. Y es un desafío que nos sigue planteando dudas y que encaramos principalmente con demandas de acción. Durante mucho tiempo, la respuesta consistió en sugerir acciones fáciles que la gente pudiera realizar con el fin de sentirse empoderada. Pero pronto se hizo evidente que, por muchas bombillas de bajo consumo que instalemos, no conseguiremos detener al gigante capitalista. La respuesta ahora, al menos desde la izquierda, es que debemos hacer frente al capitalismo para vencer al cambio climático, aunque es evidente que no será una victoria fácil y que no disipará nuestros miedos a un futuro peligroso.
En este vacío de ansiedad, hemos dejado de abordar o cuestionar las visiones del futuro descritas por climatólogos y ecologistas. Y no me refiero a cuestionar la ciencia, sino a evaluar sus expectativas en torno a la respuesta de la humanidad a esos impactos climáticos. ¿Describen acertadamente cómo se comportan las personas frente a las catástrofes? ¿Contemplan la idea de que la gente pueda reaccionar de un modo que no encaje con el modelo distópico de un mundo despiadado? ¿Es posible que sus expectativas sirvan en realidad a los fines de los poderes resueltos a reprimir los futuros alternativos?
Relatos apocalípticos
Empecé a plantearme estas preguntas después de estudiar las estrategias militares y empresariales para lidiar con los impactos del cambio climático; su lenguaje apocalíptico refleja en muchas ocasiones el del texto de New York Magazine. En 2007, el Pentágono presentó un informe titulado Age of Consequences, que planteaba diversas hipótesis de cambio climático basadas en distintos aumentos de temperatura. La hipótesis de nivel medio predijo que naciones de todo el mundo se verían “abrumadas por la escala del cambio y los retos perniciosos, tales como enfermedades pandémicas”. Advirtió también que “el conflicto armado entre naciones por recursos como el río Nilo y sus afluentes es algo probable y la guerra nuclear, posible. Las consecuencias sociales abarcan desde un mayor fervor religioso al caos absoluto”. Un año después, el gigante petrolero Shell publicó un informe, Scramble and Blueprint, que predijo una pelea maltusiana por los recursos muy parecida.
Lo que llama la atención de todas estas previsiones sobre el futuro es el sentimiento aplastante de impotencia que provocan. Esto es consecuencia, en parte, de las narrativas basadas en el miedo que, como demuestran algunos estudios en ciencias del comportamiento, tienden a generar desesperanza. Pero es también consecuencia de ignorar por completo las estructuras políticas en las que tienen lugar los impactos del cambio climático, además de las posibilidades de que las personas vuelvan a construir esos sistemas.
Como una película de catástrofes de Hollywood, este tipo de escenarios tratan el cambio climático como una amenaza en el horizonte que todo lo envuelve y nos amenaza a todos, en la que nadie es responsable de lo que ocurrirá a continuación y nadie puede prepararse para sus impactos ni cambiarlos. Por ejemplo, sus visiones de un futuro en el que millones de personas morirán de hambre a consecuencia del incremento de las temperaturas ignoran la realidad de que el actual sistema global de producción y distribución de alimentos, muy concentrado, genera más que suficiente para alimentar a todo el mundo, pero a día de hoy deja a 815 millones de personas hambrientas. Ignoran también cómo una reestructuración radical de nuestro régimen mundial de alimentos podría crear un sistema mucho más resiliente y eficaz para producir y distribuir con justicia las necesidades vitales durante un período en que se intensificará la inestabilidad climática.
En resumen, los futuros climáticos que describen ocultan el hecho de que el impacto del cambio climático no vendrá determinado, en última instancia, por los niveles de CO2, sino por las estructuras de poder. En otras palabras, el impacto exacto de una catástrofe climática dependerá de las decisiones políticas, la riqueza económica y los sistemas sociales.
Siria: ¿una guerra climática?
La guerra civil que se vive hoy en Siria es un ejemplo representativo de los peligros que entraña imaginar futuros climáticos sin tener en cuenta el factor del poder. En los últimos años, se ha puesto de moda hablar de Siria como de una “guerra climática” y una muestra del tipo de conflictos que podemos esperar en el futuro. La narrativa es que la sequía extrema de mediados de la década de 2000, causada por el cambio climático, desencadenó la migración de agricultores, pastores y otros moradores rurales hacia las grandes ciudades de Damasco y Homs, con lo que se generó una gran tensión sobre las infraestructuras urbanas y una gran rivalidad por los puestos de trabajo. Esto, a su vez, sembró las semillas del descontento, la inestabilidad y, por último, la guerra civil. Este relato —con diversos matices— fue adoptado de manera generalizada, por organizaciones que van desde las fuerzas militares estadounidenses hasta Amigos de la Tierra.
Además del hecho de que hay muy pocas pruebas que respalden esta hipótesis, muchas crónicas de la corriente dominante obvian, muy oportunamente, factores como el papel de las políticas económicas neoliberales del gobierno sirio en la creación de las divisiones sociales. Pero el mayor problema es que esta explicación desvía la atención de cómo Assad decidió responder ante dicho descontento, es decir: la represión indiscriminada de las protestas —inicialmente pacíficas—, que llevó a que muchos grupos recurrieran a la violencia.
El cambio climático tendrá, sin duda, una influencia desestabilizadora en la producción de alimentos, la disponibilidad de agua y el sustento de las personas, pero si alguno de estos factores se convierte en conflicto dependerá de cómo respondan las estructuras políticas. Un estudio reciente que analiza once conflictos en el Mediterráneo, Oriente Medio y el Sahel confirma este planteamiento, al demostrar que, más que el cambio climático, lo que generó el conflicto fue la forma en que los gobiernos respondieron, tanto política como económicamente, a las crisis sociales y ambientales, además de la falta de participación democrática.
En el caso de Siria, las personas que huyeron del país a raíz de la guerra civil se enfrentaron a mayores niveles de vulnerabilidad y sufrimiento como refugiados. Y una vez más, no fue el clima lo que causó los peores impactos, sino el régimen de fronteras hostil de la Unión Europea. Como prácticamente no había ninguna vía legal y segura para llegar a Europa, los refugiados, desesperados, se vieron obligados a poner en riesgo su propia vida para poder migrar. Esta situación ha dado lugar a una espeluznante cifra de personas muertas, y los legisladores europeos han consentido en convertir el Mediterráneo en un cementerio, con el supuesto propósito de disuadir a otras personas de emprender el mismo camino. Dado que es probable que la migración sea una forma básica de adaptación en el futuro, el hecho de que los países más ricos del mundo no estén tratando con justicia a las actuales personas refugiadas y ni siquiera estén acatando las leyes internacionales en materia de derechos humanos representa un precedente inquietante.
Mientras tanto, diez países de fuera de la Unión Europea ?que suman menos del 2,5 % del PIB mundial? han acogido a más de la mitad de las personas refugiadas del mundo, poniendo de manifiesto que los recursos económicos no son lo que más determina el apoyo social y la solidaridad.
¿Seguridad para quién?
Es evidente que un relato que deja al margen la importancia de la política sirve un propósito: fortalecer la posición de quienes ostentan el poder e invisibilizar nuestra capacidad de acción colectiva para construir otro mundo. Las estrategias de seguridad del Pentágono y la Unión Europea, basadas en estos escenarios apocalípticos, consideran que el cambio climático es un “multiplicador de amenazas” que exacerbará los conflictos, el terrorismo y la inestabilidad. Desde esa perspectiva de la seguridad nacional, nunca cuestionan la estructura injusta de las relaciones de poder que llevaron a la crisis climática. Por el contrario, sus planes buscan proteger este orden injusto de la inestabilidad que él mismo ha creado.
El relato de sus escenarios de juegos de guerra convierte a las víctimas en una masa amorfa, por lo general durmiente, pero que en caso de cambio climático puede agitarse y transformarse en amenaza. Las víctimas del cambio climático se convierten así en “amenazas”, es decir, en causa de probable inestabilidad y conflicto o de migraciones en masa que podrían inundar las fronteras de los países más ricos del mundo. Esto agrava aún más la profunda injusticia que constituye una pieza clave del cambio climático: las personas que menos han contribuido a él serán las que más lo sufran. Ahora, cuando la respuesta al cambio climático se basa en la “seguridad”, las víctimas se enfrentan a una injusticia más, porque son consideradas como amenazas que se deben manejar, controlar o eliminar. Este enfoque parece destinado a consolidar una inquietante tendencia mundial de los gobiernos a “tratar la protesta, en el mejor de los casos, como un inconveniente que hay que controlar o desincentivar y, en el peor, una amenaza que se debe sofocar”.
En cambio, un relato que sí considerara las relaciones de poder, contemplaría en seguida las actuales causas estructurales del cambio climático. Explicaría, por ejemplo, que las dimensiones de la inmensa máquina de guerra imperialista de los Estados Unidos la convierten en la entidad que consume más petróleo del mundo, y que 90 grandes empresas son responsables de la emisión de dos tercios del dióxido de carbono presente en la atmósfera. Articularía que resulta imposible dar una respuesta justa al cambio climático sin abordar estas causas subyacentes. En vez de esto, al vaticinar la escasez y prometer seguridad en tiempos de caos, el poder corporativo se mantiene intacto y los sobredimensionados ejércitos del mundo recibirán aún más fondos para garantizar un orden mundial injusto.
No debería sorprender a nadie que las estrategias de seguridad en torno al clima dictadas por los estamentos militares sean el único vestigio de la política climática que ha sobrevivido en el régimen de Trump. Este solo prosigue una dinámica dominante de la política estadounidense que ha centrado su atención en el control de los impactos del cambio climático en vez de abordar soluciones válidas basadas en la reducción ambiciosa y radical de los gases de efecto invernadero.
Más allá del catastrofismo de la izquierda
La izquierda no ha sido inmune a estas corrientes culturales que hablan de fatalidades desalentadoras. Hay muchos escritores ambientalistas y de la izquierda que parecen entusiasmados con la catástrofe que se nos viene encima. Tomemos como ejemplo esta cita del periodista estadounidense Chris Hedges: “Estamos al borde de uno de los períodos más desoladores en la historia de la humanidad, cuando las luces brillantes de una civilización se apagarán y nos hundiremos durante décadas, si no siglos, en la barbarie”. La cita no es solo nihilista, sino misantrópica en su visión de la humanidad.
Los autores de Catastrophism: The Apocalyptic Politics of Collapse and Rebirth revelan cuántos escritores recurren a una política maltusiana (durante mucho tiempo la tribulación de algunos ecologistas) o una ideología estructuralmente determinista que considera que los escenarios apocalípticos son una prueba del derrumbe inminente del capitalismo. “Los catastrofistas tienden a creer que una retórica cada vez más intensa del desastre que se avecina despertará a las masas de su letargo, siempre que el fallo mecánico del sistema no haga superfluas las luchas”, escribe Sasha Lilley.
En la otra cara de la moneda, muchos ecologistas rehuyen a veces de todo debate sobre los futuros climáticos. Es posible que esto se deba al miedo de mirar con sinceridad hacia el futuro o, más bien, porque sugiere implícitamente la imposibilidad de abordar la tarea más urgente de evitar un empeoramiento del cambio climático. Sin embargo, al actuar así, hemos dejado el futuro en manos de los antiutópicos climáticos. La verdad es que no podemos eludir enfrentarnos a los futuros climáticos porque se están desplegando ya ante nosotros. Vemos con crudeza algunas consecuencias en la televisión, como los huracanes que barrieron el Caribe el pasado verano o la ola de calor en Irán, que alcanzó un récord de 54 grados. Pero hay muchas otras cosas que están sucediendo silenciosamente y fuera de la vista, como el impacto gradual que está teniendo el aumento del calor sobre la producción de alimentos, sobre todo en las zonas tropicales.
Todo lo que podamos hacer para reducir las emisiones ahora reducirá la intensidad de las consecuencias negativas. Sin embargo, necesitamos también proponer una agenda radical clara sobre cómo lidiar con el cambio climático inevitable que ya está presente, centrando la atención en temas como la redistribución de la riqueza y los recursos, algo fundamental para una respuesta justa. Es aquí donde resulta especialmente oportuno un análisis anticapitalista y antimilitarista, ya que las grandes empresas transnacionales —cuya razón de ser se halla en el lucro— y las fuerzas militares y policiales —cuya razón de ser está en proteger el sistema establecido— son las últimas instituciones a las que cualquier persona sensata confiaría la gestión justa de los impactos del cambio climático. Esta es la razón por la que es tan importante apoyar a movimientos como Movement for Black Lives, que cuestionan la violencia del Estado y exigen que las fuerzas policiales respondan por sus acciones o sean sustituidas. Al fin y al cabo, en tiempos de inestabilidad climática —como siempre—, se movilizará de forma desproporcionada a una policía cada vez más militarizada contra las comunidades marginadas para proteger la riqueza y los bienes.
Como argumenta el activista ambiental Tim DeChristopher, “cuando las cosas se ponen feas y el acceso a los recursos se complica, queremos creer que las personas que toman las decisiones actuarán con justicia y no solo favorecerán a los fuertes… En un momento en que encaramos tiempos difíciles, necesitamos empezar a establecer unas estructuras de poder que compartan nuestros valores”.
Justicia global: la única solución
Lo que llama la atención de todas estas previsiones sobre el futuro es el sentimiento aplastante de impotencia que provocan. Esto es consecuencia, en parte, de las narrativas basadas en el miedo que, como demuestran algunos estudios en ciencias del comportamiento, tienden a generar desesperanza. Pero es también consecuencia de ignorar por completo las estructuras políticas en las que tienen lugar los impactos del cambio climático, además de las posibilidades de que las personas vuelvan a construir esos sistemas.
Como una película de catástrofes de Hollywood, este tipo de escenarios tratan el cambio climático como una amenaza en el horizonte que todo lo envuelve y nos amenaza a todos, en la que nadie es responsable de lo que ocurrirá a continuación y nadie puede prepararse para sus impactos ni cambiarlos. Por ejemplo, sus visiones de un futuro en el que millones de personas morirán de hambre a consecuencia del incremento de las temperaturas ignoran la realidad de que el actual sistema global de producción y distribución de alimentos, muy concentrado, genera más que suficiente para alimentar a todo el mundo, pero a día de hoy deja a 815 millones de personas hambrientas. Ignoran también cómo una reestructuración radical de nuestro régimen mundial de alimentos podría crear un sistema mucho más resiliente y eficaz para producir y distribuir con justicia las necesidades vitales durante un período en que se intensificará la inestabilidad climática.
En resumen, los futuros climáticos que describen ocultan el hecho de que el impacto del cambio climático no vendrá determinado, en última instancia, por los niveles de CO2, sino por las estructuras de poder. En otras palabras, el impacto exacto de una catástrofe climática dependerá de las decisiones políticas, la riqueza económica y los sistemas sociales.
Siria: ¿una guerra climática?
La guerra civil que se vive hoy en Siria es un ejemplo representativo de los peligros que entraña imaginar futuros climáticos sin tener en cuenta el factor del poder. En los últimos años, se ha puesto de moda hablar de Siria como de una “guerra climática” y una muestra del tipo de conflictos que podemos esperar en el futuro. La narrativa es que la sequía extrema de mediados de la década de 2000, causada por el cambio climático, desencadenó la migración de agricultores, pastores y otros moradores rurales hacia las grandes ciudades de Damasco y Homs, con lo que se generó una gran tensión sobre las infraestructuras urbanas y una gran rivalidad por los puestos de trabajo. Esto, a su vez, sembró las semillas del descontento, la inestabilidad y, por último, la guerra civil. Este relato —con diversos matices— fue adoptado de manera generalizada, por organizaciones que van desde las fuerzas militares estadounidenses hasta Amigos de la Tierra.
Además del hecho de que hay muy pocas pruebas que respalden esta hipótesis, muchas crónicas de la corriente dominante obvian, muy oportunamente, factores como el papel de las políticas económicas neoliberales del gobierno sirio en la creación de las divisiones sociales. Pero el mayor problema es que esta explicación desvía la atención de cómo Assad decidió responder ante dicho descontento, es decir: la represión indiscriminada de las protestas —inicialmente pacíficas—, que llevó a que muchos grupos recurrieran a la violencia.
El cambio climático tendrá, sin duda, una influencia desestabilizadora en la producción de alimentos, la disponibilidad de agua y el sustento de las personas, pero si alguno de estos factores se convierte en conflicto dependerá de cómo respondan las estructuras políticas. Un estudio reciente que analiza once conflictos en el Mediterráneo, Oriente Medio y el Sahel confirma este planteamiento, al demostrar que, más que el cambio climático, lo que generó el conflicto fue la forma en que los gobiernos respondieron, tanto política como económicamente, a las crisis sociales y ambientales, además de la falta de participación democrática.
En el caso de Siria, las personas que huyeron del país a raíz de la guerra civil se enfrentaron a mayores niveles de vulnerabilidad y sufrimiento como refugiados. Y una vez más, no fue el clima lo que causó los peores impactos, sino el régimen de fronteras hostil de la Unión Europea. Como prácticamente no había ninguna vía legal y segura para llegar a Europa, los refugiados, desesperados, se vieron obligados a poner en riesgo su propia vida para poder migrar. Esta situación ha dado lugar a una espeluznante cifra de personas muertas, y los legisladores europeos han consentido en convertir el Mediterráneo en un cementerio, con el supuesto propósito de disuadir a otras personas de emprender el mismo camino. Dado que es probable que la migración sea una forma básica de adaptación en el futuro, el hecho de que los países más ricos del mundo no estén tratando con justicia a las actuales personas refugiadas y ni siquiera estén acatando las leyes internacionales en materia de derechos humanos representa un precedente inquietante.
Mientras tanto, diez países de fuera de la Unión Europea ?que suman menos del 2,5 % del PIB mundial? han acogido a más de la mitad de las personas refugiadas del mundo, poniendo de manifiesto que los recursos económicos no son lo que más determina el apoyo social y la solidaridad.
¿Seguridad para quién?
Es evidente que un relato que deja al margen la importancia de la política sirve un propósito: fortalecer la posición de quienes ostentan el poder e invisibilizar nuestra capacidad de acción colectiva para construir otro mundo. Las estrategias de seguridad del Pentágono y la Unión Europea, basadas en estos escenarios apocalípticos, consideran que el cambio climático es un “multiplicador de amenazas” que exacerbará los conflictos, el terrorismo y la inestabilidad. Desde esa perspectiva de la seguridad nacional, nunca cuestionan la estructura injusta de las relaciones de poder que llevaron a la crisis climática. Por el contrario, sus planes buscan proteger este orden injusto de la inestabilidad que él mismo ha creado.
El relato de sus escenarios de juegos de guerra convierte a las víctimas en una masa amorfa, por lo general durmiente, pero que en caso de cambio climático puede agitarse y transformarse en amenaza. Las víctimas del cambio climático se convierten así en “amenazas”, es decir, en causa de probable inestabilidad y conflicto o de migraciones en masa que podrían inundar las fronteras de los países más ricos del mundo. Esto agrava aún más la profunda injusticia que constituye una pieza clave del cambio climático: las personas que menos han contribuido a él serán las que más lo sufran. Ahora, cuando la respuesta al cambio climático se basa en la “seguridad”, las víctimas se enfrentan a una injusticia más, porque son consideradas como amenazas que se deben manejar, controlar o eliminar. Este enfoque parece destinado a consolidar una inquietante tendencia mundial de los gobiernos a “tratar la protesta, en el mejor de los casos, como un inconveniente que hay que controlar o desincentivar y, en el peor, una amenaza que se debe sofocar”.
En cambio, un relato que sí considerara las relaciones de poder, contemplaría en seguida las actuales causas estructurales del cambio climático. Explicaría, por ejemplo, que las dimensiones de la inmensa máquina de guerra imperialista de los Estados Unidos la convierten en la entidad que consume más petróleo del mundo, y que 90 grandes empresas son responsables de la emisión de dos tercios del dióxido de carbono presente en la atmósfera. Articularía que resulta imposible dar una respuesta justa al cambio climático sin abordar estas causas subyacentes. En vez de esto, al vaticinar la escasez y prometer seguridad en tiempos de caos, el poder corporativo se mantiene intacto y los sobredimensionados ejércitos del mundo recibirán aún más fondos para garantizar un orden mundial injusto.
No debería sorprender a nadie que las estrategias de seguridad en torno al clima dictadas por los estamentos militares sean el único vestigio de la política climática que ha sobrevivido en el régimen de Trump. Este solo prosigue una dinámica dominante de la política estadounidense que ha centrado su atención en el control de los impactos del cambio climático en vez de abordar soluciones válidas basadas en la reducción ambiciosa y radical de los gases de efecto invernadero.
Más allá del catastrofismo de la izquierda
La izquierda no ha sido inmune a estas corrientes culturales que hablan de fatalidades desalentadoras. Hay muchos escritores ambientalistas y de la izquierda que parecen entusiasmados con la catástrofe que se nos viene encima. Tomemos como ejemplo esta cita del periodista estadounidense Chris Hedges: “Estamos al borde de uno de los períodos más desoladores en la historia de la humanidad, cuando las luces brillantes de una civilización se apagarán y nos hundiremos durante décadas, si no siglos, en la barbarie”. La cita no es solo nihilista, sino misantrópica en su visión de la humanidad.
Los autores de Catastrophism: The Apocalyptic Politics of Collapse and Rebirth revelan cuántos escritores recurren a una política maltusiana (durante mucho tiempo la tribulación de algunos ecologistas) o una ideología estructuralmente determinista que considera que los escenarios apocalípticos son una prueba del derrumbe inminente del capitalismo. “Los catastrofistas tienden a creer que una retórica cada vez más intensa del desastre que se avecina despertará a las masas de su letargo, siempre que el fallo mecánico del sistema no haga superfluas las luchas”, escribe Sasha Lilley.
En la otra cara de la moneda, muchos ecologistas rehuyen a veces de todo debate sobre los futuros climáticos. Es posible que esto se deba al miedo de mirar con sinceridad hacia el futuro o, más bien, porque sugiere implícitamente la imposibilidad de abordar la tarea más urgente de evitar un empeoramiento del cambio climático. Sin embargo, al actuar así, hemos dejado el futuro en manos de los antiutópicos climáticos. La verdad es que no podemos eludir enfrentarnos a los futuros climáticos porque se están desplegando ya ante nosotros. Vemos con crudeza algunas consecuencias en la televisión, como los huracanes que barrieron el Caribe el pasado verano o la ola de calor en Irán, que alcanzó un récord de 54 grados. Pero hay muchas otras cosas que están sucediendo silenciosamente y fuera de la vista, como el impacto gradual que está teniendo el aumento del calor sobre la producción de alimentos, sobre todo en las zonas tropicales.
Todo lo que podamos hacer para reducir las emisiones ahora reducirá la intensidad de las consecuencias negativas. Sin embargo, necesitamos también proponer una agenda radical clara sobre cómo lidiar con el cambio climático inevitable que ya está presente, centrando la atención en temas como la redistribución de la riqueza y los recursos, algo fundamental para una respuesta justa. Es aquí donde resulta especialmente oportuno un análisis anticapitalista y antimilitarista, ya que las grandes empresas transnacionales —cuya razón de ser se halla en el lucro— y las fuerzas militares y policiales —cuya razón de ser está en proteger el sistema establecido— son las últimas instituciones a las que cualquier persona sensata confiaría la gestión justa de los impactos del cambio climático. Esta es la razón por la que es tan importante apoyar a movimientos como Movement for Black Lives, que cuestionan la violencia del Estado y exigen que las fuerzas policiales respondan por sus acciones o sean sustituidas. Al fin y al cabo, en tiempos de inestabilidad climática —como siempre—, se movilizará de forma desproporcionada a una policía cada vez más militarizada contra las comunidades marginadas para proteger la riqueza y los bienes.
Como argumenta el activista ambiental Tim DeChristopher, “cuando las cosas se ponen feas y el acceso a los recursos se complica, queremos creer que las personas que toman las decisiones actuarán con justicia y no solo favorecerán a los fuertes… En un momento en que encaramos tiempos difíciles, necesitamos empezar a establecer unas estructuras de poder que compartan nuestros valores”.
Justicia global: la única solución
Hay bastantes pruebas que apuntan a que instaurar estructuras de poder más democráticas no solo garantizará una respuesta más justa, sino también más resiliente a los impactos del cambio climático. Estudios realizados en comunidades que ya hacen frente al cambio climático demuestran que aquellas que maximizan la participación y la inclusión tienen muchas más probabilidades de generar la flexibilidad, creatividad y fortaleza colectiva necesaria para lidiar con numerosos y rápidos cambios y tensiones. En cambio, las sociedades injustas son mucho menos resilientes, ya que les falta confianza interpersonal y sus vínculos sociales son débiles, lo que dificulta la organización colectiva. Además, hay cada vez más evidencia de que la igualdad de género es especialmente importante para encontrar soluciones pacíficas a los desafíos que nos presentan los recursos.
La memoria histórica de lo ocurrido con catástrofes naturales o relacionadas con el tiempo en el pasado nos sugiere que es mucho más probable que los desastres y las crisis, lejos de dar lugar a una lucha distópica por los recursos —tal y como sugieren los estrategas militares— den pie a un alud de muestras de apoyo, solidaridad y esfuerzos creativos de las comunidades. Rebecca Solnit, en A Paradise Built in Hell, examina cinco grandes catástrofes naturales del siglo XX y relata historias asombrosas de personas sin recursos que hicieron esfuerzos heróicos por proteger a sus vecinos vulnerables, desarrollando geniales sistemas colectivos para reconstruir comunidades y, lo que es más sorprendente, disfrutando mientras tejían nuevas y valiosas relaciones en medio de la catástrofe.
De hecho, Solnit demuestra cuántas catástrofes conducen a la construcción de ‘miniutopías’ por parte de las personas más afectadas. El pánico y el miedo son expresados principalmente por las élites, que presuponen que la mayoría es peligrosa y una amenaza para ellas, de lo que da fe el alarmismo de los medios al mostrar los ‘saqueos’ que se producen después de cada desastre. Por supuesto, esto no significa que demos la bienvenida a los desastres, con sus cifras mortales de víctimas y su impacto desproporcionado sobre las personas más vulnerables. Pero sí podemos dar la bienvenida al revolucionario espíritu humano que surge en tales situaciones. “Si el paraíso surge ahora en el infierno”, escribe Rebecca Solnit, “es porque mientras el orden habitual queda en suspenso y la mayoría de los sistemas falla, tenemos libertad para vivir y actuar de otra manera”.
La creencia de que es mejor que las comunidades busquen sus propias soluciones a las catástrofes y crisis que el cambio climático despliega significa que podemos adoptar un enfoque mucho más empoderador y proactivo frente a la alteración del clima, arraigado en los valores de la solidaridad en vez de los de la seguridad. Podemos aprender de Cuba, donde comités locales de defensa civil muy bien organizados —que cuentan con el respaldo de los recursos y las comunicaciones del Gobierno central— permanecen constantemente movilizados y preparados para el momento en que se dan condiciones meteorológicas extremas. Cuando los huracanes azotan la nación caribeña —como lo hacen con cada vez más frecuencia y ferocidad— estos comités se aseguran de que las personas más vulnerables estén a salvo y, a continuación, movilizan a toda la comunidad para albergar a las personas afectadas y reconstruir sus casas. Cuando el empobrecido país se enfrentó en 2017 al huracán más destructor de todos los tiempos, el Irma, murieron diez personas, en comparación con su riquísimo vecino, los Estados Unidos, donde el mismo huracán —ya debilitado en cuanto a la velocidad del viento— mató a más de 70 personas.
En los Estados Unidos, una alianza de organizaciones comunitarias de base busca poner en práctica una respuesta parecida, impulsada por la comunidad, y prepararse para el cambio climático. La alianza está liderada por grupos de base que defienden la justicia comunitaria en primera línea del cambio climático, como el movimiento multirracial Gulf South Rising, que aglutina desde cooperativistas afroamericanos a vietnamitas que se dedican a la pesca en la costa del Golfo. En su opinión, una resiliencia climática justa solo surgirá si las ciudades van más allá de las consultas y evaluaciones de vulnerabilidad y se dedican a identificar las causas sistémicas de esta y abrazar el liderazgo y las soluciones que ofrecen las comunidades más propensas a sufrir los impactos del clima.
Taj James, un líder de la alianza, apunta que la verdadera resiliencia comunitaria se construye cuando hay un “sentimiento colectivo y compartido de hacia dónde desea ir la comunidad, un sentimiento de que son dueñas de su propio destino y gozan de capacidad de acción… [lo que incluye el apoyo] de otras comunidades que están trabajando por su propia autodeterminación y comprenden los límites de la biorregión en la que actúan”.
Caminar y cuestionar juntos
Todo esto no significa que el futuro sea un lecho de rosas o que podamos dejar de lado nuestros miedos. Necesitamos sinceridad y transparencia para avanzar. Una evaluación honesta demuestra que la desestabilización climática de las próximas décadas trastocará de forma insólita el medio ambiente del que dependemos. Será un desafío formidable superar a los poderes establecidos que aprovecharán la ocasión para construir un ‘eco-apartheid’ militarizado. Sabemos también que representará un alto coste para millones de personas, de forma desproporcionada en el Sur Global, que se enfrentarán a las consecuencias más graves. Esto implica aprender cómo hacer frente a las emociones reales y bastante racionales de miedo y ansiedad, a la vez que se desentrañan las estructuras e ideologías que se han apropiado de ese miedo.
No obstante, uno de los puntos de partida pasa por oponerse a las visiones desempoderadoras del futuro que nos deparan estrategas militares o ambientalistas. Debemos reivindicar nuestra capacidad para incidir en el futuro, sabiendo que la crisis climática ha expuesto de forma más evidente que nunca la gran crisis del capitalismo y el poder imperialista. Y que esta es, por tanto, una ocasión crítica para cambiar de rumbo, tanto para impedir una crisis mayor como para responder mejor a sus impactos. Se necesitará la articulación de una política que se enfrente de forma consecuente al capital y al poder militar, y que busque devolver el poder al pueblo. Nada de esto garantiza un futuro mejor, pero sí alimenta la esperanza, que, como dijo una vez el desaparecido John Berger, es “una forma de energía y, con mucha frecuencia, esa energía es más potente en circunstancias muy sombrías”.
Fuente: https://www.lamarea.com/2018/02/12/la-marea-frente-a-un-mundo-distopico-construyamos-el-futuro-climatico-que-necesitamos/ - Traducción: Christine Lewis Carroll - Imagen: Manifestación contra el cambio climático en EEUU.
La memoria histórica de lo ocurrido con catástrofes naturales o relacionadas con el tiempo en el pasado nos sugiere que es mucho más probable que los desastres y las crisis, lejos de dar lugar a una lucha distópica por los recursos —tal y como sugieren los estrategas militares— den pie a un alud de muestras de apoyo, solidaridad y esfuerzos creativos de las comunidades. Rebecca Solnit, en A Paradise Built in Hell, examina cinco grandes catástrofes naturales del siglo XX y relata historias asombrosas de personas sin recursos que hicieron esfuerzos heróicos por proteger a sus vecinos vulnerables, desarrollando geniales sistemas colectivos para reconstruir comunidades y, lo que es más sorprendente, disfrutando mientras tejían nuevas y valiosas relaciones en medio de la catástrofe.
De hecho, Solnit demuestra cuántas catástrofes conducen a la construcción de ‘miniutopías’ por parte de las personas más afectadas. El pánico y el miedo son expresados principalmente por las élites, que presuponen que la mayoría es peligrosa y una amenaza para ellas, de lo que da fe el alarmismo de los medios al mostrar los ‘saqueos’ que se producen después de cada desastre. Por supuesto, esto no significa que demos la bienvenida a los desastres, con sus cifras mortales de víctimas y su impacto desproporcionado sobre las personas más vulnerables. Pero sí podemos dar la bienvenida al revolucionario espíritu humano que surge en tales situaciones. “Si el paraíso surge ahora en el infierno”, escribe Rebecca Solnit, “es porque mientras el orden habitual queda en suspenso y la mayoría de los sistemas falla, tenemos libertad para vivir y actuar de otra manera”.
La creencia de que es mejor que las comunidades busquen sus propias soluciones a las catástrofes y crisis que el cambio climático despliega significa que podemos adoptar un enfoque mucho más empoderador y proactivo frente a la alteración del clima, arraigado en los valores de la solidaridad en vez de los de la seguridad. Podemos aprender de Cuba, donde comités locales de defensa civil muy bien organizados —que cuentan con el respaldo de los recursos y las comunicaciones del Gobierno central— permanecen constantemente movilizados y preparados para el momento en que se dan condiciones meteorológicas extremas. Cuando los huracanes azotan la nación caribeña —como lo hacen con cada vez más frecuencia y ferocidad— estos comités se aseguran de que las personas más vulnerables estén a salvo y, a continuación, movilizan a toda la comunidad para albergar a las personas afectadas y reconstruir sus casas. Cuando el empobrecido país se enfrentó en 2017 al huracán más destructor de todos los tiempos, el Irma, murieron diez personas, en comparación con su riquísimo vecino, los Estados Unidos, donde el mismo huracán —ya debilitado en cuanto a la velocidad del viento— mató a más de 70 personas.
En los Estados Unidos, una alianza de organizaciones comunitarias de base busca poner en práctica una respuesta parecida, impulsada por la comunidad, y prepararse para el cambio climático. La alianza está liderada por grupos de base que defienden la justicia comunitaria en primera línea del cambio climático, como el movimiento multirracial Gulf South Rising, que aglutina desde cooperativistas afroamericanos a vietnamitas que se dedican a la pesca en la costa del Golfo. En su opinión, una resiliencia climática justa solo surgirá si las ciudades van más allá de las consultas y evaluaciones de vulnerabilidad y se dedican a identificar las causas sistémicas de esta y abrazar el liderazgo y las soluciones que ofrecen las comunidades más propensas a sufrir los impactos del clima.
Taj James, un líder de la alianza, apunta que la verdadera resiliencia comunitaria se construye cuando hay un “sentimiento colectivo y compartido de hacia dónde desea ir la comunidad, un sentimiento de que son dueñas de su propio destino y gozan de capacidad de acción… [lo que incluye el apoyo] de otras comunidades que están trabajando por su propia autodeterminación y comprenden los límites de la biorregión en la que actúan”.
Caminar y cuestionar juntos
Todo esto no significa que el futuro sea un lecho de rosas o que podamos dejar de lado nuestros miedos. Necesitamos sinceridad y transparencia para avanzar. Una evaluación honesta demuestra que la desestabilización climática de las próximas décadas trastocará de forma insólita el medio ambiente del que dependemos. Será un desafío formidable superar a los poderes establecidos que aprovecharán la ocasión para construir un ‘eco-apartheid’ militarizado. Sabemos también que representará un alto coste para millones de personas, de forma desproporcionada en el Sur Global, que se enfrentarán a las consecuencias más graves. Esto implica aprender cómo hacer frente a las emociones reales y bastante racionales de miedo y ansiedad, a la vez que se desentrañan las estructuras e ideologías que se han apropiado de ese miedo.
No obstante, uno de los puntos de partida pasa por oponerse a las visiones desempoderadoras del futuro que nos deparan estrategas militares o ambientalistas. Debemos reivindicar nuestra capacidad para incidir en el futuro, sabiendo que la crisis climática ha expuesto de forma más evidente que nunca la gran crisis del capitalismo y el poder imperialista. Y que esta es, por tanto, una ocasión crítica para cambiar de rumbo, tanto para impedir una crisis mayor como para responder mejor a sus impactos. Se necesitará la articulación de una política que se enfrente de forma consecuente al capital y al poder militar, y que busque devolver el poder al pueblo. Nada de esto garantiza un futuro mejor, pero sí alimenta la esperanza, que, como dijo una vez el desaparecido John Berger, es “una forma de energía y, con mucha frecuencia, esa energía es más potente en circunstancias muy sombrías”.
Fuente: https://www.lamarea.com/2018/02/12/la-marea-frente-a-un-mundo-distopico-construyamos-el-futuro-climatico-que-necesitamos/ - Traducción: Christine Lewis Carroll - Imagen: Manifestación contra el cambio climático en EEUU.