Autogestión, poder y lenguaje

El capitalismo en su fase neoliberal, con sus características particularmente picantes, ha consistido en una colonización del inconsciente colectivo de larga duración, que ha constado, entre otras cosas, de una invasión lingüística, conceptual, imaginaria, que imprimiera en las mentes de la gente común el principio de valorización capitalista de los objetos y los deseos, la naturalización del aprecio por el beneficio económico en las mentes de todos y todas las que, medio siglo atrás, sostuvieron la cultura antagonista al capitalismo.

Xavi López


Desde hace ya muchos años (a grandes rasgos, unos treinta), una pesada batería de conceptos, imágenes, expresiones y vocablos se ha estado filtrando en el lenguaje popular cotidiano desde los lugares donde se fabrican las visiones del mundo destinadas a permear sobre el imaginario colectivo. 
Comprar un armario es una “inversión”. Gastar más dinero en un producto equivale a obtener “calidad”. Fuera del lugar de trabajo, facturas, tarifas, y hasta oscilaciones bursátiles de índices hipotecarios adquirieron importancia creciente en la vida diaria, así como los “gastos” y los “beneficios”, y en general las nociones de “interés” y de “deuda”, omnipresentes en los discursos públicos, pero también en los juegos de apuestas online o en las plataformas digitales de compra-venta de productos. En el ámbito laboral, todo el mundo se acostumbró a que se valorase su trabajo según los criterios de oferta y demanda, según los índices de productividad, el grado de competencia que puede soportar, la importancia capital del cliente con quien tiene que tratar, el grado de eficiencia que es capaz de alcanzar. Por mucho que diéramos por supuesto que vivimos en una democracia, se entiende, como idea del “sentido común”, que en el lugar de trabajo esa democracia no existe ni debe existir. Se hace lo que dice el jefe.

Porque de eso se trata. El capitalismo en su fase neoliberal, con sus características particularmente picantes ha consistido en una colonización del inconsciente colectivo de larga duración, que ha constado, entre otras cosas, de una invasión lingüística, conceptual, imaginaria, que imprimiera en las mentes de la gente común el principio de valorización capitalista de los objetos y los deseos, la naturalización del aprecio por el beneficio económico en las mentes de todos y todas las que, medio siglo atrás, sostuvieron la cultura antagonista al capitalismo. ¿Para qué? No sólo para hacer lo que dice el jefe, sino para pensar y sentir como él. Para desear un coche lujoso con el que circular, solos, por carreteras lejanas; para desear maquillajes caros o aparatos de aire acondicionado de alta calidad; para desear la propiedad de un inmueble como algo “natural”. Y de este modo, naturalizar el dominio, a través, ya no de una creación de lenguaje, sino de una supresión del mismo, dirigida a mantener el tabú del dominio. Éste queda protegido, así, cada vez que un compañero o compañera tratan de espolearnos para que nos movilicemos contra las malas prácticas y tratos de un jefe o compañía y el resto nos quedamos callados; pero es sólo un ejemplo. Habría que buscar, y no sería difícil encontrar, las situaciones en las que, desde la escuela, el dominio se instala dentro de nosotros como un cáncer con el que deberemos convivir “desde la cuna hasta la sepultura”. No estamos hablando de teoría, sino de la práctica diaria y de la relación que establecemos (o que nos dejamos establecer) entre nosotras mismas, el lenguaje y el poder.

Todo esto tiene algo que ver con el concepto de autogestión. Gerentes de toda ralea han invadido los ayuntamientos y otros entes públicos y privados, haciéndose “responsables” de las vidas y recursos de otros y otras. Hasta las pequeñas asociaciones de comerciantes o de vecinos, y muchas cooperativas sin una vocación clara de transformación social (que las hay y muchas, aunque por fortuna esto está cambiando), se ven obligadas, cuando no lo hacen de buen grado, a dilapidar una enorme cantidad de energía y capital social en la “gestión económica” de sus entidades, de modo que en multitud de casos contratan a terceros que realizan ese trabajo (las famosas “gestorías” inmobiliarias que se han apropiado de la gestión de las comunidades de vecinos, por ejemplo). De tal manera que mucho dinero va a parar a las manos de estos “intermediarios” que hinchan precios y cuentas corrientes. La vida de barrio, que no hay que mitificar ni mucho menos, pero antaño tan llena de actos y lenguajes que no pertenecían al universo de la “gestión”, también se ha “financiarizado”: todo el mundo se ve obligado a prestar una atención inusual a sus “equilibrios presupuestarios” (léase “llegar a fin de mes”, en una versión profana de los libros de cuentas de las élites económicas).
La observación diaria de todos estos fenómenos, mediante los cuales el lenguaje y los actos de la “gente común” han perdido originalidad, creatividad y fuerza moral y material (lo que el historiador E. P. Thompson llamaba “economía moral” del pueblo), nos puede llevar a contraponerlos a otra alternativa existencial posible, y de hecho, real: la autogestión. A mucha gente no familiarizada con la tradición libertaria, con el lenguaje de los “comunes”, con la economía cooperativa e incluso con el marxismo más popular de los años 60 y 70, la palabra podrá sonarle a concepto meramente económico. Pero resulta que la autogestión es un concepto principalmente antropológico, es decir, a medio camino entre lo ideal y lo real, entre lo que pensamos y lo que hacemos: es una práctica y una teoría al mismo tiempo, es una cultura y es una acción, que se opone, punto por punto, a cualquier sistema social basado en la dominación desde arriba: económica, social, racial, patriarcal, e incluso, según se mire, también especista.
Existe la costumbre de utilizar el lenguaje de los economistas “profesionales” (léase “capitalistas”), costumbre tan arraigada que incluso llegamos a “gestionar” nuestras emociones, tal y como hacen los psiquiatras (y muchos psicólogos) que trabajan para las administraciones públicas. Utilizamos la palabra “gestión” como sinónimo de administración, dirección, es decir, dominio, ejercicio de autoridad. El gestor siempre es una especie o sub-especie de cargo. Si la miramos de determinada manera, la autogestión podría no significar sino un auto-dominio, es decir, un “ser uno mismo su propio jefe”. Es así como la definen algunos teóricos capitalistas. Pero esa es también la noción de “autónomo” que los gobiernos, y las grandes empresas, han promocionado, y no expresa el significado de transformación social que lleva adherido, desde sus primeros usos allá por los años 50, el concepto de autogestión. Para los teóricos capitalistas, autogestión tiene el sentido del “self-control”, en el sentido puramente individual, que le daría la ética protestante; también, a veces, encontramos una variante del “yo me lo guiso, yo me lo como”, un poco como pretenden que nos sintamos esos empresarios suecos que nos ofrecen que nos montemos, alegremente, nuestros propios muebles. Gobiernos y grandes empresas no necesitan la autogestión en sentido colectivo, pues quieren tener la certeza de que no nos vamos a organizar; de que no nos vamos a quejar, de que no tendremos convicciones políticas ni compromisos éticos más allá de los “tolerables” (familia, amigos…), sentido comunitario ni vocaciones que impliquen algún tipo de transformación en sentido social. De que no exigiremos un trato digno ni una excesiva voluntad de “pensar por nosotros mismos”. De que seremos “flexibles” y podremos desplazarnos por autopistas y rotondas allí donde nos necesiten (las rotondas son al tráfico rodado lo que las ETTs, llegadas en los años 90 a nuestro país, al mundo laboral: una forma de envolvernos en una rueda que nunca deja de girar, de acomodarnos a lo imprevisible, a lo que no podemos calcular, una forma de generalizarnos la ansiedad, de tratarnos como fichas de Monopoly sujetas a contratos temporales y turbulencias constantes). Por eso, de autogestión colectiva, no, ni hablar; ya quedó dicho en los pactos de la Moncloa que nunca podríamos pasar de largo de las instituciones existentes, preocupadas siempre por prevenirnos de actuar por nosotras mismas.
“Colin Ward recuerda que no existe ninguna teoría técnica que demuestre que la autogestión resulta imposible; lo que sí es una realidad, y que constituye un obstáculo para practicarla, son los intereses de privilegio creados en la distribución del poder y de la propiedad”. Como el mismo Ward afirmaba, cargado de una fina y juguetona ironía, las guerras, el poder económico, la explotación y el autoritarismo son “pequeños contratiempos” para la autogestión. Ésta ha existido, probablemente, desde siempre. El antropólogo Pierre Clastres, estudiando a las sociedades mal llamadas “primitivas” del Amazonas en los años 60, llegó a la conclusión de que la guerra fue inventada no por corporaciones burocráticas, o Estados, para conquistar más territorio o reafirmarse, sino por la propia población, para evitar que surgieran, dentro de las comunidades, estas corporaciones de individuos parasitarios cargados de privilegios que pretendían “gestionar” a personas y recursos desde sus aulas secretas. Lo cual nos lleva a la, tal vez, algo temeraria conclusión, de que debería existir algún tipo de contra-poder que haga posible la autogestión, alguna forma social primigenia que esté encargada de prevenir la emergencia de grandes concentraciones de poder como son los Estados, las multinacionales, los imperios, las monarquías, las dictaduras e incluso casi todas las repúblicas. El concepto que podríamos proponer es el de la autogestión entendida como el ejercer un control sobre todos los aspectos de nuestras vidas, en tanto que individuos-que-formamos-parte-de-una-comunidad, sin contar con ninguna autoridad superior, y sin convertirnos nosotras mismas en una autoridad superior. La autogestión no es, no debería ser, la absurda negación del poder y del liderazgo; implica, de forma diferente, la idea de dispersar el poder, como diría Raúl Zibechi, en múltiples “nódulos” o “nudos”. Ante la objeción que dice que siempre habrá un gran poder central dispuesto a aplastarnos en nuestras prácticas autogestionarias, debemos concluir que es una objeción más que razonable; la libertad para las comunidades de organizarse como mejor les convenga siempre será una libertad en peligro; y sin embargo, la autogestión se reproduce insistentemente: “El mundo contemporáneo está lleno de esos espacios anárquicos, y cuanto más éxito tienen, menos oímos hablar de ellos. Ni tan solo cuando se acaba violentamente con ellos nos llegan noticias de su existencia”.
La autogestión no sólo niega y combate la propiedad privada o estatal de los medios de producción. Marx puso demasiado énfasis en su idea de que la propiedad de los medios de producción era el origen de la dominación. La dominación reside, más profundamente, en la propiedad privada o estatal de los medios de decisión. Lo cual, en los regímenes más conocidos de inspiración marxista de la guerra fría, condujo inevitablemente a una dictadura de los dirigentes por encima de los ejecutantes y los productores. Es decir, que se re-creó la sociedad de clases en un nuevo sentido (lo que ya estaba contemplado en la teoría marxista como primer paso para el establecimiento de una sociedad sin clases). Por lo tanto, la expropiación de los medios de producción de las manos de sus poseedores burgueses no conduce por ella misma a una sociedad igualitaria. La revolución social en la Barcelona del 36, con sus errores, excesos y lacras, fue una revolución social que no se jugó sólo en la expropiación de los medios de producción, sino, y sobre todo, en el intento de expropiación obrera de los medios de decisión. Es curioso constatar cómo el proceso “estatalizador”, mediante el cual las instituciones burguesas republicanas y los nuevos partidos creados al calor de la situación se rehicieron y retuvieron el poder en sus manos haciendo frente a los avances revolucionarios, se jugó en gran medida en retener (o no) los medios de decisión: los medios de producción, colectivizados al principio de la guerra, fueron recuperados paulatinamente, mediante los decretos que iban un paso atrás respecto de las colectivizaciones. Debemos tener claro que la autogestión implica no sólo la posesión de unos medios para satisfacer necesidades humanas colectivas, sino la posesión de la toma de decisiones por parte de los y las mismas que producen y que consumen.

“¡Cómo!”, nos dirán nuestros jerarcas, “¡eso no es posible! Y de hecho, ya votáis cada cuatro años para que nosotros os gestionemos la vida”. David Graeber ha explicado la historia del voto en el siglo XIX como la de un mecanismo mediante el cual, de forma aparentemente paradójica, las élites europeas capitalistas despojaron el voto de su implicación realmente democrática mediante la idea de la representación política en lugares como los parlamentos. Despojar a la gente de la posibilidad de tener voz, y voto, en todo lo que les afecta. ¿Cómo se hace eso? ¿Cómo podríamos votar en todo lo que nos afecta? A través de instituciones cercanas a la población. Antiguamente existieron los concejos abiertos; pero las asociaciones de vecinos, las cooperativas, las empresas y las tierras colectivizadas, incluso los municipios, concebidos no como delegaciones del poder estatal sino como su antítesis, son, hoy en día, posibilidades de acercar a la gente la gestión de los recursos locales. Actualmente, con una nueva y mucho más devastadora crisis del sistema estatal-capitalista asomando por el horizonte, las propuestas autogestionarias parecen las únicas que aportan aire al sofocante destino de las generaciones venideras. Las únicas que pretenden acostumbrar a la gente a pensar y actuar por sí misma, a organizarse sin contar con todos aquellos y aquellas cuya responsabilidad en la situación actual es palmaria y evidente. Que, como sabemos, son los menos. Para ello, hay que empezar por reapropiarnos del lenguaje, por abrir perspectivas socio-psicológicas para el común de las gentes. Derribar hábitos de pensamiento (y, por tanto, de acción, o de in-acción) instalados en el inconsciente colectivo desde las guerras europeas de 1936-1945.
Las costumbres mentales de la guerra fría persisten, pues, muchos años después de la caída de la URSS. La burguesía occidental sigue creyendo (o haciendo ver que cree) que la historia sólo tiene dos salidas: o la burguesía propietaria, es decir, ella misma (tratando, como hemos visto, de que todo el mundo la imite al moldear el lenguaje y los deseos humanos a su imagen y semejanza), o una improbable burocracia de partido y “dictatorial”. “O yo, o el abismo”, parece decirnos. El neoliberalismo como expansión cultural de la burguesía triunfante ha “confirmado” que la primera opción es la que vale (aunque también la ineficiencia de los partidos comunistas de todo el globo durante los años 70 y 80). La autogestión, como la entiendo aquí, viene a decirnos que este dilema es falso. La autogestión (con otros nombres) fue la gran derrotada de la guerra española y de la segunda guerra mundial. En aquellos tiempos estaba representada, en nuestro país, por la amplia adhesión del movimiento obrero español al anarquismo y al anarcosindicalismo en todas sus facetas. Hoy en día no podemos mirar a otro lado, fingiendo que no sabemos cuál es la palabra mágica que empieza por A. Es un paso para poner en evidencia cada vez para un público más amplio, que una práctica de la autogestión empieza por imaginar las posibilidades que se nos abren si optamos por reapropiarnos de los mecanismos de toma de decisiones. Pero eso no será posible si antes no nos reapropiamos del lenguaje, poniendo cabeza abajo el imaginario que nos han

Fuente: El Salto - Imagenes: ‪graffitimundo.com‬

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