Sobre transgénicos, agroecología, democracia y capitalismo
Sobreestimamos lo que sabemos –en una manifestación “de libro” de la ilusión de control que estudian los psicólogos— y las empresas buscan beneficios rápidos con aplicaciones de potentísimas tecnologías cuyas consecuencias se nos escapan todavía más… Nuestro lenguaje expresa ese exceso de confianza “estructural”, nuestro “ir sobrados”, apresados en la ilusión de control. Hablamos por ejemplo de cómo hemos “descifrado” el genoma humano (u otros genomas), pero nada de eso: sólo lo hemos secuenciado, vale decir descrito su estructura química. Aunque estamos lejísimos de saber cómo funciona, de comprender el significado de las letras y palabras (los genes, permítaseme la imprecisión) que componen ese genoma…
No está de más recordar un par de definiciones básicas. OGM: organismo vivo cuyas características genéticas iniciales han sufrido modificación no natural, añadiendo, suprimiendo o reemplazando al menos un gen. Más restringida es la noción de organismo transgénico, que porta en sí transgenes (genes extranjeros, provenientes de otra especie).
Christian Vélot insistía en desvelar todo lo que acarrean consigo las palabras (marcos cognitivos, construcciones ideológicas), sin que en general seamos conscientes de ello; y en cómo mucho de lo que se nos presenta como meras elecciones tecnológicas –y se disfrazan con eufemismos invisibilizadores— son de hecho opciones de sociedad. En este terreno, agroecología y soberanía alimentaria se enfrentan a agricultura transgénica industrial y control corporativo oligopólico sobre la agroalimentación.
Ah, la importancia de las metáforas… “Precisión quirúrgica” en la manipulación genética, se nos dice desde las empresas y la propaganda “tecnoentusiasta”: pero –subraya el profesor Vélot— “si los cirujanos manejasen lo quirúrgico como los biólogos moleculares manejamos las técnicas de ingeniería genética (los “cañones de genes” para transgénesis vegetal, por ejemplo), yo no aconsejaría a nadie que entrase en el quirófano jamás”.
Gilles Séralini, en el mismo sentido: no hablemos de fitosanitarios (que cuidarían a una planta) cuando tenemos que vérnoslas con biocidas (herbicidas que matan a las plantas, por ejemplo).
Se dan dos enormes diferencias de las aplicaciones agroalimentarias con respecto a las biomédicas (o de investigación básica), como nos recordaban Vélot y otros ponentes:
· Utilización en campo abierto frente a uso confinado
· OMG fin (producto que se busca por sí mismo) frente a OMG medio (para obtener productos útiles que no son OMG en sí mismos)
Con esto, nos hallamos ante un paisaje de riesgos completamente diferente… Es patente que la liberación de OMG al medio ambiente conlleva riesgos ambientales, socioeconómicos y sanitarios situados en un plano del todo diferente a la aplicación de estas tecnologías en laboratorio. Son dos mundos.
Hay ya una clase de maíz transgénico en Canadá (de Monsanto: Smart Stack, se nos ha dicho que se llama) que produce nada menos que cuatro proteínas insecticidas y tolera dos herbicidas diferentes (Roundup y Liberty). Se habla aquí de “cuarta generación”, pero seguimos dentro del mismo paradigma: agricultura de monocultivos espurreadora de biocidas. Un paradigma erróneo… No necesitamos más plaguicidas agrícolas sino menos. Y esta clase de transgénicos lleva en pocos años al empleo de más biocidas (por la vía de la aparición de resistencias), pese a las afirmaciones de las empresas en sentido contrario. No forman parte de la solución: forman parte del problema.
Rosa Binimelis mostraba cómo los impactos socio-económicos de los transgénicos (que pueden ser enormes) no son tenidos en cuenta en la evaluación de los mismos. Sólo en algún país, como Noruega, se han introducido estos aspectos socioeconómicos en la legislación: evaluación de sostenibilidad, interés público y ética, tanto en los países productores como los importadores. A partir de esta evaluación socioeconómica, Noruega no ha autorizado ningún transgénico.
Mª Carmen Jaizma, microbióloga, investigadora de la rizosfera, llamaba la atención sobre la importancia de la fertilidad de nuestros suelos, vinculada a la salud de los microorganismos que viven en ellos –y cómo se ven afectados por los OMG.
Michael Antoniou analizó con detalle muchos estudios científicos que arrojan una pesada sombra de duda acerca de las afirmaciones sobre la supuesta seguridad sanitaria de los alimentos transgénicos, y mostró por qué somos muy imprudentes al confiar en los resultados sesgados de la ciencia orientada por intereses corporativos que grandes empresas como Monsanto aportan a las autoridades reguladoras y a la sociedad. La “nueva genética” desvela un paisaje de extrema complejidad, mucho más allá de los supuestos reduccionistas sobre los que sigue basándose la industria (un gen, una proteína, una función). La tecnología de los transgénicos que hoy se cultivan (básicamente para alimentar una cabaña ganadera sobredimensionada e insostenible) se basa en un paradigma científico-técnico que hoy está superado.
Gilles Séralini, igual que otros y otras ponentes, subraya la necesidad de aproximaciones multi- e interdisciplinares… ¡Los biólogos moleculares no son “la voz de la ciencia” en este asunto! Por cierto que el libro de divulgación de Séralini, Ces OGM qui changent le monde (ed. Flammarion), está esperando aún su traducción al español.
Una cuestión regulatoria importante destacada por Séralini: con pruebas nutricionales en animales, no hay cultivos transgénicos rentables; sólo lo son si están exentos de tales pruebas… que sin embargo serían esenciales para poder hablar de seguridad sanitaria. Sólo se comercializan transgénicos porque la evaluación científica es deficiente.
¿Análisis de sangre de ratas de laboratorio como secreto comercial, y de Estado? “Estamos en una Edad Media del conocimiento”, denuncia Séralini.
Aparece en promedio un 9% de efectos inesperados significativos (toxicidad renal y hepática, por ejemplo), cuando uno analiza la sangre de los animales alimentados con OGM, a partir de los propios datos de la industria ---mantenidos en secreto hasta que las decisiones judiciales les obligan a revelarlos, y con experimentos que de todas formas son insuficientes… “Las pruebas aceptadas por nuestros gobiernos para aprobar los OGM son ridículas”, científicamente insustanciales o sesgadas, dice Séralini: “La EFSA [European Food Safety Authority, Agencia Europea de Seguridad Alimentaria] no es una autoridad científica, es un lobby. Y se lo hemos dicho a la cara, en el Parlamento Europeo”. Tenemos aquí un problema político enorme…
Y más allá de eso: el procedimiento incorrecto de evaluación de los OGM remite a los procedimientos incorrectos empleados con las moléculas químicas de síntesis –más de cien mil en el mercado— que se emplean desde hace decenios… ¡Y ahora se extienden también a las nanotecnologías! Si no se buscan efectos sobre la salud, uno no los encuentra; y los procedimientos de evaluación en vigor, sesgados a favor de la industria, están hechos en buena medida para no encontrar efectos.
Presión modernizadora: “Pioneer es quien más vende ahora, porque el gen de Syngenta es viejo y la gente siempre quiere lo último en tecnología”, dice un técnico de cooperativa (entrevista en la investigación de Rosa Binimelis). ¿Es esto lo que quiere la gente? Más bien es lo que induce una Megamáquina que necesita vender novedades constantemente (para que no se detenga la rueda de acumulación de capital). Julio César Tello nos instaba a distinguir entre modas comerciales y auténtico progreso (referido a bienes que pueden permanecer en el tiempo), y encarecía la importancia de la sostenibilidad y el principio de precaución como marco ético dentro del cual movernos. El marco ético debe encauzar el progreso.
Con frecuencia ha resonado, en el curso del debate sobre los transgénicos, la advertencia de que no deberíamos jugar a ser dioses. Es un consejo lleno de sentido como orientación moral general (nos llama la atención sobre la finitud humana), pero no debe entenderse como una prohibición de todo tipo de intervención tecnológica sobre una naturaleza sacralizada: al fin y al cabo, con cualquier operación quirúrgica avanzada de las que hoy se practican rutinariamente en los hospitales de nuestro país, en cierto modo, estamos “jugando a ser dioses”.
El problema con los transgénicos no está ahí, sino más bien –creo— en que, tal y como ha venido desarrollándose la política concreta de aprobación y comercialización de transgénicos desde los años noventa, lejos de “jugar a ser dioses”, estamos comportándonos como demiurgos irresponsables, ebrios de una potencia tecnocientífica que desborda nuestros recursos ético-políticos.
La ingeniería genética es a la vez (A) una tecnología potentísima, con un tremendo potencial de transformación de la realidad; (B) una tecnología intrínsecamente peligrosa, porque nos sitúa fuera de los equilibrios a que han llegado seres vivos y ecosistemas en la biosfera, después de muchos millones de años de coevolución; (C) una tecnología inmadura, como resulta obvio a tenor de la información científica expuesta en estas jornadas; y (D) una tecnología que, junto a sus grandes riesgos, es una importante herramienta de conocimiento para los genetistas, y promete útiles y valiosas aplicaciones (algunas de las cuales son ya realidades, sobre todo en lo que atañe a la investigación biomédica).
Lo que esta combinación de rasgos exige es precaución, prudencia, lentitud y rigor científico. Pero lejos de ello, las transnacionales agroquímicas (rebautizadas por ellas mismas como “empresas de ciencias de la vida”) está lanzando a la biosfera miles de millones de organismos transgénicos sin las condiciones necesarias para ello. Ni los riesgos de contaminación genética (por difusión incontrolada de los transgenes en la biosfera), ni los de incremento de la contaminación química (por el previsible aumento del uso de biocidas), ni los efectos “en cadena” en los ecosistemas (daños en aves e insectos beneficiosos), ni la posible pérdida de biodiversidad agrícola y silvestre, ni siquiera los efectos sobre la salud humana se están teniendo en cuenta adecuadamente a la hora de dar luz verde a los transgénicos. Por no hablar de los graves daños económicos y sociales que se concentran, sobre todo, en los países del Sur (pero desde luego no les afectan sólo a ellos)...
¿Hay que concluir que los organismos transgénicos son peligrosos? Son peligrosos para nuestro medio ambiente, porque se ha elegido lanzarlos a la biosfera sin conocimiento suficiente sobre cómo van a comportarse en ella; y son peligrosos para nuestras perspectivas de seguridad alimentaria, reducción del abismo Norte-Sur y autonomía personal, porque su objetivo fundamental no son las supuestas mejoras agronómicas o ventajas para los consumidores (ni por supuesto “acabar con el hambre en el mundo”, eso es un chiste), sino proporcionar a un puñado de transnacionales autobautizadas como "de ciencias de la vida" un control que tiende al monopolio sobre cada vez más eslabones de la cadena alimentaria (valiéndose de una abusiva legislación sobre propiedad intelectual que permite privatizar los recursos genéticos y el conocimiento). Incluso si no fueran peligrosos para la salud humana –eso está aún por ver--, sin duda lo son para la democracia y para la sostenibilidad.
“Hay que ir de la ciencia ecológica a la conciencia ecológica”, nos decía Juana Labrador. En general, necesitamos ciencia con conciencia. El importante trabajo de la red European Network of Scientists for Social and Environmental Responsibility (ENSSER), a la que pertenecen varios de los científicos participantes, nos llama la atención sobre la escasa implicación democrática de los científicos y tecnólogos en España… Y ésta es una deficiencia muy importante. El movimiento ecologista, o los campesinos que defienden la soberanía alimentaria, necesitan aliados entre los científicos… No se trata sólo de una “maquinaria de descrédito” (como decía Angelika Hilbeck) más eficiente aquí en España que en otros países del mundo, quizá... ¡También hemos de mirar hacia nosotros mismos, hacia nuestra cultura política! Como decía Ana Carretero: no atendamos sólo a lo que ellos pueden y hacen –el poder de estas empresas transnacionales por ejemplo--, sino a lo que nosotros podemos, y lo que podríamos y no hacemos. El siguiente congreso internacional de ENSSER se celebrará en Madrid, del 16 al 18 de mayo de 2012: será una buena ocasión para enlazar con los debates de estos días.
Angelika Hilbeck razonaba: hemos de interrogarnos sobre las estrategias de evaluación de riesgos: ¿estrecha o amplia? Según como formulamos los problemas, en muchos casos, llegaremos a conclusiones diferentes. Si de entrada excluyo de la investigación cierta clase de posibles efectos adversos, no obtendré, desde luego, evidencia respecto a los mismos. Por ejemplo, consideraré o no los efectos sobre la biodiversidad de los herbicidas de amplio espectro, como el glifosato asociado a la agricultura transgénica; o los efectos crónicos, subletales, o indirectos de la proteína insecticida Bt que expresan muchas variedades de plantas transgénicas… Hoy la estrategia que emplean las empresas vendedoras de transgénicos (y las autoridades reguladoras aceptan) es una evaluación estrechísima de riesgo. Pero ello equivale a ponernos una venda ante los ojos…
Las evaluaciones de riesgo se han hecho mal : hay que volver sobre ellas, recomendaba Séralini, como estrategia sociopolítica con base jurídica en la normativa europea existente. No deberíamos ponernos a negociar normas de coexistencia de imposible cumplimiento, sino insistir en la “mala ciencia” que estuvo en la base del proceso de aprobación.
Externalización de riesgos, socialización de costes, privatización de beneficios: Gilles Séralini se refería a esta dinámica en relación con la agricultura transgénica, pero ¿no nos remiten a un marco más amplio?
Concluyo. Quizá el argumento “macro” más sólido y evidente que podemos aducir para mostrar que las instituciones de esta sociedad (capitalismo neoliberal para abreviar; pero habría que matizar que más que neoliberal es neoconservador y neocaciquil, si vamos al sentido real de las palabras), el argumento más obvio, como decía, para mostrar la inadecuación de muchas instituciones básicas de esta sociedad es la crisis financiera que comenzó en 2007, originada en una demencial “gestión de riesgos” por parte de las empresas supuestamente especializadas en ello --comenzando por las grandes compañías de seguros. Esto debería enseñarnos algo sobre la “cultura del riesgo” que prevalece en nuestra sociedad. Uno no puede dejar de pensar que no solamente tenemos que salir de la agricultura transgénica: tenemos que salir del capitalismo. Pero esto, sin duda, nos introduciría en otro debate, de manera que concluyamos las conclusiones aquí.
Reflexiones para concluir las jornadas “Los transgénicos en el ámbito científico, agrícola, medioambiental y de la salud”, Escuela de Organización Industrial (Madrid), 10 y 11 de noviembre de 2011
11 de noviembre de 2011
Jorge Riechmann es Profesor titular de Filosofía Moral de la UAM y miembro de Ecologistas en Acción