Discusión de transgénicos en Chile: un manual en peras y manzanas (o en peces y tomates)
Por Eduardo Osterling Dankers
El 29 de julio de 2013 la Comisión de Agricultura del Senado aprobó el “Proyecto de Ley que regula derechos sobre obtenciones vegetales y deroga la ley No. 9.432”. La consiguiente inminencia de la discusión y votación en el pleno del Senado de la llamada Ley Monsanto-Von Baer ha generado un aspaviento un tanto tardío pero siempre necesario, que en muchos casos ha sido mal canalizado en la opinión pública no especializada. Es esta vorágine de especulaciones, preocupaciones, miedos y dudas lo que convoca esta columna. Aquí no se quiere discutir nada nuevo, tan solo se trata de un breve manual que articula la discusión generada alrededor del cultivo y consumo de transgénicos. A lo largo del tiempo la discusión pública en cuestión de Organismos Genéticamente Modificados (OGM) se ha desarrollado sobre 4 ejes. Estos son la propiedad intelectual sobre organismos vivos, la preservación de especies nativas, el etiquetado de productos transgénicos y los efectos de estos en la salud de los consumidores.
La propiedad intelectual sobre organismos vivos nace de la manipulación genética de ellos, asociando especies distintas de modos que la naturaleza no ofrece. Eso lleva a que se entienda que una persona los “creó” (por encargo de una persona jurídica claro está). Permitiendo de este modo cobrar dinero por el uso de su creación. Esta “creación” toma las características que encuentra convenientes de distintas especies, así sean de diferentes reinos biológicos. Esto genera semillas resistentes al frío, a plagas específicas o a herbicidas (que los propios creadores venden). En ningún caso las modificaciones tienen una intención nutricional. Al tratarse de semillas, estas van a entrar a interactuar en el ecosistema en el que se planten. El viento y la polinización por aves e insectos llevarán las semillas modificadas también a campos que no han sido sembrados con ellas. Esto genera la dicotomía agricultores dependientes /agricultores ladrones.
Los primeros son quienes compran las semillas modificadas. En esa transacción dejan de lado las especies originarias cuyas semillas fueron seleccionadas por su eficiencia a lo largo de miles de años y se comprometen mediante un convenio a no seleccionar y sembrar las semillas que genere esa primera cosecha de OGMs en la siguiente siembra. Los segundos son quienes tienen en sus campos sembradas semillas genéticamente modificadas y no tienen pagada una patente vigente. Eso puede deberse al resembrado de semillas GM generadas a su vez por las adquiridas en un ciclo anterior, o por polinización desde campos vecinos.
Sea cual fuere el caso para los dueños de las patentes de estas semillas -léase Monsanto, DuPont/Pioneer, Syngenta, Bayer, etcétera- la agresión no habrá sido de parte de la semilla invasora sino del agricultor que, sabiéndolo o no, tiene creciendo semillas con derecho de autor que él no ha comprado. Esto lo expone a demandas con un alto riesgo económico como en los casos emblemáticos de Monsanto vs. Percy Schmeiser en Canada, vs. Vernon Bowman en Estados Unidos o vs. cualesquiera de los otros más de 140 granjeros estadounidenses. ¿Quien les paga a ellos por preservar las mejores semillas todo este tiempo?, ¿quién le paga a la Pachamama por generarlas?
La preservación de especies nativas se ve comprometida por dos caminos que se mezclan. El primero, por el cruce de las especies genéticamente modificadas con las preexistentes. El segundo, porque la eficiencia de una especie genéticamente modificada genere un atractivo mayor para el agricultor y desista de cultivar las especies que hasta ese punto de la historia seleccionó y sembró. Ambos caminos generan la potencial desaparición de esas especies originarias. Ya sea por contaminación degenerativa o por desaparición, desembocan en el estrechamiento de las opciones alimentarias.
El etiquetado, o no, de los vegetales transgénicos y los productos hechos en base a ellos es el tercer eje del debate. Por un lado está el derecho a tener información de lo que estamos consumiendo. Por otro, el potencial alejamiento de los consumidores sin saber si los OGM hacen daño o no a quienes los consumen. De esto último se desprende el siguiente eje. Antes de pasar a él, cabe resaltar que en Chile el 11 de junio de 2002 los Senadores Horvath y Prokurica presentaron un Proyecto de Ley “que establece la obligación de etiquetar productos alimenticios genéticamente modificados, indicando su calidad de tales”. Al 21 de julio de 2005 se esperaba el segundo informe de la comisión de Salud y se decide que pase también a la comisión de Agricultura. No se dijo más.
El siguiente eje de discusión consiste en los efectos del consumo de OGM sobre la salud. Aquí se presenta una paradoja. La falta de etiquetado hace imposible saber qué alimentos de los consumidos son o contienen transgénicos, por ende también imposibilita saber cuánto se consume y con qué frecuencia. Esto dificulta un registro sistemático que permita saber si son perniciosos para la salud humana y en qué medida. El tiempo es el que dirá qué efectos tienen sobre los consumidores.
Los argumentos mostrados hasta este punto son los usados por quienes están en contra o a favor de la producción y el consumo de transgénicos. Quien esté a favor tiene los argumentos claros: eficiencia, productividad, potencial masivo y producción asegurada. Quien esté en contra debe definir un enfoque más complejo. Puede priorizar defender los argumentos de potencial daño a la salud y esperar decenas o tal vez cientos de años para que sus nietos digan con absoluta certeza que tuvo razón. Puede priorizar defender el derecho de información del consumidor. Y/o puede enfocarse en el daño a la biodiversidad y las formas de coerción ejercidas a los agricultores, que se llevan a cabo diariamente.
Las injusticias, los daños irreparables y los beneficios, productivos y económicos, son comprensibles para cualquiera. Los bandos difieren en su moral y prioridades. Sin embargo, existe una instancia aún anterior a todos los razonamientos expuestos. Un pez no puede ni debe follar con un tomate.
Fuente: elciudadano.cl - Imagenes: jnn-digital.blogspot.com - elquintopoder.cl
El 29 de julio de 2013 la Comisión de Agricultura del Senado aprobó el “Proyecto de Ley que regula derechos sobre obtenciones vegetales y deroga la ley No. 9.432”. La consiguiente inminencia de la discusión y votación en el pleno del Senado de la llamada Ley Monsanto-Von Baer ha generado un aspaviento un tanto tardío pero siempre necesario, que en muchos casos ha sido mal canalizado en la opinión pública no especializada. Es esta vorágine de especulaciones, preocupaciones, miedos y dudas lo que convoca esta columna. Aquí no se quiere discutir nada nuevo, tan solo se trata de un breve manual que articula la discusión generada alrededor del cultivo y consumo de transgénicos. A lo largo del tiempo la discusión pública en cuestión de Organismos Genéticamente Modificados (OGM) se ha desarrollado sobre 4 ejes. Estos son la propiedad intelectual sobre organismos vivos, la preservación de especies nativas, el etiquetado de productos transgénicos y los efectos de estos en la salud de los consumidores.
La propiedad intelectual sobre organismos vivos nace de la manipulación genética de ellos, asociando especies distintas de modos que la naturaleza no ofrece. Eso lleva a que se entienda que una persona los “creó” (por encargo de una persona jurídica claro está). Permitiendo de este modo cobrar dinero por el uso de su creación. Esta “creación” toma las características que encuentra convenientes de distintas especies, así sean de diferentes reinos biológicos. Esto genera semillas resistentes al frío, a plagas específicas o a herbicidas (que los propios creadores venden). En ningún caso las modificaciones tienen una intención nutricional. Al tratarse de semillas, estas van a entrar a interactuar en el ecosistema en el que se planten. El viento y la polinización por aves e insectos llevarán las semillas modificadas también a campos que no han sido sembrados con ellas. Esto genera la dicotomía agricultores dependientes /agricultores ladrones.
Los primeros son quienes compran las semillas modificadas. En esa transacción dejan de lado las especies originarias cuyas semillas fueron seleccionadas por su eficiencia a lo largo de miles de años y se comprometen mediante un convenio a no seleccionar y sembrar las semillas que genere esa primera cosecha de OGMs en la siguiente siembra. Los segundos son quienes tienen en sus campos sembradas semillas genéticamente modificadas y no tienen pagada una patente vigente. Eso puede deberse al resembrado de semillas GM generadas a su vez por las adquiridas en un ciclo anterior, o por polinización desde campos vecinos.
Sea cual fuere el caso para los dueños de las patentes de estas semillas -léase Monsanto, DuPont/Pioneer, Syngenta, Bayer, etcétera- la agresión no habrá sido de parte de la semilla invasora sino del agricultor que, sabiéndolo o no, tiene creciendo semillas con derecho de autor que él no ha comprado. Esto lo expone a demandas con un alto riesgo económico como en los casos emblemáticos de Monsanto vs. Percy Schmeiser en Canada, vs. Vernon Bowman en Estados Unidos o vs. cualesquiera de los otros más de 140 granjeros estadounidenses. ¿Quien les paga a ellos por preservar las mejores semillas todo este tiempo?, ¿quién le paga a la Pachamama por generarlas?
La preservación de especies nativas se ve comprometida por dos caminos que se mezclan. El primero, por el cruce de las especies genéticamente modificadas con las preexistentes. El segundo, porque la eficiencia de una especie genéticamente modificada genere un atractivo mayor para el agricultor y desista de cultivar las especies que hasta ese punto de la historia seleccionó y sembró. Ambos caminos generan la potencial desaparición de esas especies originarias. Ya sea por contaminación degenerativa o por desaparición, desembocan en el estrechamiento de las opciones alimentarias.
El etiquetado, o no, de los vegetales transgénicos y los productos hechos en base a ellos es el tercer eje del debate. Por un lado está el derecho a tener información de lo que estamos consumiendo. Por otro, el potencial alejamiento de los consumidores sin saber si los OGM hacen daño o no a quienes los consumen. De esto último se desprende el siguiente eje. Antes de pasar a él, cabe resaltar que en Chile el 11 de junio de 2002 los Senadores Horvath y Prokurica presentaron un Proyecto de Ley “que establece la obligación de etiquetar productos alimenticios genéticamente modificados, indicando su calidad de tales”. Al 21 de julio de 2005 se esperaba el segundo informe de la comisión de Salud y se decide que pase también a la comisión de Agricultura. No se dijo más.
El siguiente eje de discusión consiste en los efectos del consumo de OGM sobre la salud. Aquí se presenta una paradoja. La falta de etiquetado hace imposible saber qué alimentos de los consumidos son o contienen transgénicos, por ende también imposibilita saber cuánto se consume y con qué frecuencia. Esto dificulta un registro sistemático que permita saber si son perniciosos para la salud humana y en qué medida. El tiempo es el que dirá qué efectos tienen sobre los consumidores.
Los argumentos mostrados hasta este punto son los usados por quienes están en contra o a favor de la producción y el consumo de transgénicos. Quien esté a favor tiene los argumentos claros: eficiencia, productividad, potencial masivo y producción asegurada. Quien esté en contra debe definir un enfoque más complejo. Puede priorizar defender los argumentos de potencial daño a la salud y esperar decenas o tal vez cientos de años para que sus nietos digan con absoluta certeza que tuvo razón. Puede priorizar defender el derecho de información del consumidor. Y/o puede enfocarse en el daño a la biodiversidad y las formas de coerción ejercidas a los agricultores, que se llevan a cabo diariamente.
Las injusticias, los daños irreparables y los beneficios, productivos y económicos, son comprensibles para cualquiera. Los bandos difieren en su moral y prioridades. Sin embargo, existe una instancia aún anterior a todos los razonamientos expuestos. Un pez no puede ni debe follar con un tomate.
Fuente: elciudadano.cl - Imagenes: jnn-digital.blogspot.com - elquintopoder.cl