No subestimen el peligro para la democracia que son los monopolios: La Historia nos demuestra que la concentración económica ha sido una puerta de entrada para el fascismo. 

Después de la Segunda Guerra Mundial, se presentó una pregunta apremiante: ¿cómo podemos evitar que se vuelva a dar el ascenso del fascismo? Si a través de los años esa pregunta se convirtió en una de interés principalmente histórico, con el creciente éxito de los movimientos populistas de derecha, nacionalistas e incluso neofascistas en todo el mundo, ha vuelto a ser una cuestión urgente.

Por Tim Wu

Las respuestas comunes enfatizan la importancia de una prensa libre, el Estado de derecho, gobierno estable, instituciones civiles sólidas y decencia común. Pero a pesar de lo indudablemente importantes que son estos factores, a menudo también pasamos por alto la amenaza que representan para la democracia el monopolio y la concentración corporativa excesiva —lo que Louis Brandeis, Juez de la Suprema Corte de Estados Unidos, llamó la “maldición del gran tamaño”. No debemos olvidar los orígenes económicos del fascismo, o nos arriesgamos a repetir el error más calamitoso del siglo XX.
Observadores de la posguerra como el senador Harley M. Kilgore, de West Virginia, argumentaban que la estructura económica de Alemania, dominada por monopolios y cárteles, fue esencial para la consolidación de poder de Hitler. Alemania en aquel momento, explicaba Kilgore, “acumuló una gran serie de monopolios industriales en acero, caucho, carbón y otros materiales. Los monopolios pronto obtuvieron el control de Alemania, llevaron a Hitler al poder y forzaron a prácticamente todo el mundo a la guerra”.
No hubo una causa única responsable del ascenso del fascismo. La Gran Depresión, el antisemitismo, el temor al comunismo e instituciones políticas débiles también tuvieron la culpa. Pero como han detallado escritores como Diarmuid Jeffreys y Daniel Crane, la concentración económica de hecho crea condiciones óptimas para la dictadura.
Es una historia que debería sonar incómodamente conocida: una crisis económica produce sufrimiento económico generalizado, lo que aviva un apetito por un líder nacionalista y extremista. El líder llega al poder con la promesa de un regreso a la grandeza nacional, liberación del sufrimiento económico y la derrota de enemigos externos e internos (lo que incluye a los grandes negocios). No obstante, en realidad, el líder busca alianzas con empresas enormes y los grandes monopolios, dado que cada uno tiene algo que el otro quiere: el líder obtiene lealtad de ellos, y ellos evitan la rendición de cuentas democrática.
Hay muchas diferencias entre la situación en los 30 y nuestra situación actual. Pero en vista de lo que sabemos, es difícil evitar la conclusión de que estamos en el medio de un peligroso experimento económico y político: hemos optado por debilitar las leyes —las leyes antimonopolio— que buscan resistir la concentración de poder económico en EE.UU. y en todo el mundo.
Desde una perspectiva política, hemos optado con imprudencia por tolerar monopolios y oligopolios globales en finanzas, medios, aerolíneas y telecomunicaciones, sin mencionar el creciente tamaño y poder de las plataformas tecnológicas importantes. Al hacerlo, hemos rechazado las salvaguardas que se suponía que protegen a la democracia de una peligrosa unión entre poder privado y público.
Hay una razón por la que líderes extremistas y populistas como Jair Bolsonaro de Brasil, Xi Jinping de China y Viktor Orban de Hungría han adquirido un papel protagónico, todos siguiendo alguna versión del mismo guión. Y en EE.UU., hemos presenciado la ira surgida de ciudadanos comunes y corrientes que han perdido casi toda influencia sobre la política económica —y por extensión, sobre sus vidas. La clase media no tiene influencia política sobre sus salarios estancados, la política fiscal, el precio de bienes esenciales o el cuidado de la salud. Esta impotencia genera un sentimiento poderoso de indignación.
Tras la caída del Tercer Reich, los aliados desintegraron a los principales monopolios nazis, específicamente para que no pudieran ser “usados por Alemania como instrumentos de agresión política o económica”, en las palabras de la ley utilizada para hacerlo. EE.UU. también tomó una cucharada de su propia medicina: en 1950, el Congreso aprobó la Ley Antimonopolio para frenar concentraciones política y económicamente peligrosas. Facultaba al Departamento de Justicia y a la Comisión Federal de Comercio para bloquear o deshacer fusiones cuando el efecto era “reducir sustancialmente la competencia o con inclinación a crear un monopolio”.
Sería comprensible que uno supusiera que la Ley Antimonopolio ha sido abolida. Pero sigue en vigor. Simplemente ha sido eludida, erosionada y enflaquecida. Por consiguiente, durante las últimas dos décadas, EE.UU. ha permitido oleadas sucesivas de fusiones que convierten a la ley de 1950 en objeto de burla y han concentrado poder económico en formas que son peligrosas para el sistema de gobierno.
Hay un vínculo directo entre la concentración y la distorsión del proceso democrático. Mientras más concentrada esté una industria —cuanto menos miembros tenga— más fácil es que coopere para lograr sus objetivos políticos.
Un grupo como la clase media es desesperanzadamente desorganizado y tiene influencia limitada en el Congreso. Pero a las industrias concentradas, como la farmacéutica, les parece fácil organizarse y despojar al público para su propio beneficio.
Necesitamos descubrir cómo el antídoto clásico para el gran tamaño —las leyes antimonopolio y otras— puede ser recuperado y actualizado para abordar los retos de nuestra era. Para empezar, el Congreso debería aprobar una nueva Ley Antimonopolio que reafirme lo que decía en 1950, y crear nuevos niveles de escrutinio para megafusiones como la unión propuesta por T-Mobile y Sprint.
Pero también necesitamos jueces que entiendan mejor los objetivos políticos, así como económicos, de las leyes antimonopolio. Necesitamos fiscales dispuestos a litigar grandes casos con el valor de rompe monopolios que tenía Theodore Roosevelt, quien puso en línea a los imperios de J.P. Morgan y John D. Rockefeller, y con la sofisticación económica de aquellos que desafiaron a AT&T y Microsoft en los 80 y 90. Europa también necesita obstaculizar más fusiones, sobre todo aquellas como la reciente adquisición de Monsanto por parte de Bayer, que amenazan con poner industrias globales enteras en pocas manos.
EE.UU. fue pionero de un tipo de ley —antimonopolio— que, en las palabras de Roosevelt, le enseñaría “a los amos de las corporaciones más grandes en el país que no estaban, y no se les permitiría considerarse a sí mismos, por encima de la ley”. Hemos olvidado que la ley antimonopolio no sólo tenía un objetivo económico, que se creó como una salvaguarda constitucional, un control frente a los peligros políticos del poder privado que no rinde cuentas.
Como advirtió Robert Pitofsky, abogado y defensor del consumidor, en 1979, no debemos olvidar los orígenes económicos del totalitarismo, que el “poder económico masivamente concentrado, o la intervención del Estado inducida por ese nivel de concentración, es incompatible con la democracia liberal y constitucional”.

Ilustración de Felix Decombat para The New York Times. Fuente: 2018 The New York Times

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