Por qué marchamos



Una marcha por nuestro futuro

Eddie Bautista, 
LaTonya Crisp-Sauray y 
Bill McKibben
TomDispatch.com

Introducción de Tom Engelhardt

Fue el 12 de junio de 1982. Mi hija todavía usaba el andador y mi hijo todavía no había nacido, cuando mi esposa y yo, seis amigos y otro niño en su andador nos sumamos a una manifestación (estimada en un millón de participantes) en la ciudad de Nueva York, la mayor protesta antinuclear de la historia, Todos los adultos de nuestro grupo habíamos crecido en un mundo de incierto futuro que transitaba un camino de una sola dirección: por primera vez, Armagedón se había convertido en un acontecimiento posible en el siglo. El final de los tiempos ya no era una opción divina sino nuestra, muy nuestra. Parecía que no había error posible: después de 30 años de Guerra Fría, la escalada nuclear de las dos superpotencias había desembocado en lo que nos era presentado como “destrucción mutua asegurada”, con todo lo gráfica que la expresión puede sonar en relación con el fin de la civilización; esto por supuesto, tiene su acrónimo que, al menos para nosotros, en lugar de una sigla parecía más un sarcasmo: MAD (loco, en inglés. N. del T.).
En 1979, una cuasi-catástrofe en la planta nuclear de la isla Three Mile, Pennsylvania, ayudó a plasmar otra aparición del movimiento antinuclear. Al principio, este movimiento estaba centrado en un poder nuclear “pacífico”; después –en medio de una renovada carrera armamentística de las potencias– en la amenaza de una posible destrucción a escala planetaria como consecuencia de una conflagración MAD. En el clima de ese momento, nos veíamos a nosotros mismos viviendo con la sensación de que el mundo podía ya no ser nuestro ni de nadie durante muchísimo tiempo.
El primer artefacto nuclear había sido detonado en el campo de pruebas de White Sands, Nuevo México, el 16 de julio de 1945, justo cuatro días antes de que yo llegara a la vida, con toda su carga de temores por el fin del mundo y de sueños entretejidos en mi vida. Fue así que, con una hija propia, sentí que lo más correcto era que yo estuviera en esa gigantesca manifestación, marchando cerca de un importante grupo de hibakusha –supervivientes– de las bombas atómicas arrojadas contra Hiroshima y Nagasaki, quienes, gracias al “arma de la victoria” de Estados Unidos, habían encontrado un sitio en la era nuclear.
En 1991, solo nueve años más tarde, la Unión Soviética, la otra superpotencia, habría de desaparecer. Si entonces me hubierais contado, con un Muro de Berlín convertido en escombros y ningún enemigo a la vista, que casi un cuarto de siglo más tarde –con dos de los compañeros de la marcha de 1982 ya fallecidos– la mayor parte del resto de nosotros estaríamos planeando un encuentro para volver a marchar, nofuera a ser que nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos se quedaran sin un mundo en el que vivir, ciertamente mi sorpresa habría sido muy grande. Mi sorpresa no habría sido menor al saber que Estados Unidos y Rusia todavía conservan, actualizan y mejoran sus monstruosos arsenales nucleares en los que se almacenan suficientes armas como para destruir varios planetas del tamaño de la Tierra, ni al enterarme de que ese tipo de armas continúan proliferando en todo el mundo, ni al saber –como lo sabemos ahora, ya que conocemos el fenómeno llamado “invierno nuclear”– que incluso un “modesto” conflicto nuclear regional entre India y Pakistán podría derivar en un acontecimiento de inimaginable horror para la humanidad. De haber sabido esto, sin duda me hubiera preguntado adónde habían ido a parar los tan llevados y traídos “beneficios de la paz” del periodo posterior a al Guerra Fría.
Se me hubierais contado que hoy estaría con mi esposa planeando encontrarme el 21 de septiembre de 2014 con mis viejos amigos, mi hijo, mi hija, mi yerno y mi nieto en la ciudad de Nueva York para esta vez manifestarnos contra la segunda muy posible apocalipsis ocasionada por la actividad humana, y que eso ya estaría ocurriendo en una suerte de “cámara lenta”, me habría quedado pasmado. 
Y sin embargo, las cosas son así. Por eso, estaré en la Marcha Popular Contra el Cambio Climático, y no estaría en ningún otro sitio ese día. En algún momento del futuro, no debería ser triste decirlo, que el mayor logro de la humanidad fue el aprovechamiento al máximo de dos fuentes de energía –el átomo y los combustibles fósiles– capaces de destruir la base misma no solo de nuestra vida sino también la de la mayor parte de la vida existente en la Tierra. Qué extraño, y posible, epitafio para la humanidad: “Lo que estamos quemando nos quema también a nosotros”.
Cerca de mis 70 años, este mundo no será mío durante mucho tiempo más; la cuestión no es mi vida o mi planeta, pero solo me basta mirar a mi nieto para saber qué es lo que está en juego, para saber que este mundo en el que vivimos no es el mundo que él y sus pares se merecen. Dejarle el calentamiento global como herencia podría ser el crimen más grande de la historia; esto significa que quienes llevan adelante el enorme negocio de la energía (y con ellos sus socios de los países productores de crudo) serán los máximos criminales.
Ninguna marcha por sí sola, por supuesto, modificará la corriente –tal vez debería decir los gases de efecto invernadero– de la historia, pero es necesario empezar de alguna manera en algún sitio (y no parar después). Para hacer esto, debemos convencernos de que la capacidad destructiva del ser humano no es lo mejor que podemos ofrecer y recordarnos nuestra capacidad de protestar, de tener esperanza, de soñar, de actuar y de decir NO a los criminales de la historia y SÍ a los niños por venir.

Un paso al frente por un planeta en peligro

El domingo 21 de septiembre una enorme multitud marchará en el centro de Manhattan. Por cierto, será la mayor manifestación contra el cambio climático de la historia de la humanidad, y una de las más grandes protestas políticas en muchos años en Nueva York. Más de 1.000 grupos –por la justicia medioambiental, de tipo confesionales o sindicales– están coordinando la marcha de modo que no haya necesidad de llamar a un solo policía. La marcha está diseñada para que sea un fuerte y claro recordatorio para nuestros gobernantes –que ese día estarán reunidos en Naciones Unidas para discutir sobre el calentamiento global– y decirles que el movimiento de los ciudadanos del planeta ha puesto el foco en nuestra supervivencia y en su patética inacción.
Los pocos organizadores de la marcha (entre los que me cuento), podemos transmitir algo de por qué marcharemos; unas palabras que pensamos que pueden ser compartidas por muchos de quienes se reunirán en la rotonda de Colón (NY) para dirigirnos al centro de Manhattan.
Marchamos porque el mundo ha dejado atrás el Holoceno: los científicos nos dicen que ya hemos elevado la temperatura del planeta en alrededor de 1 ºC y estamos en camino de alcanzar los 4 ó 5 ºC hacia el final del siglo XXI. Marchamos porque el huracán Sandy inundó el metro de Nueva York con agua de mar para recordarnos que hasta una de las ciudades más poderosas del mundo ya es vulnerable al paulatino aumento del nivel del mar. 
Marchamos porque aunque sabemos que el cambio climático nos afecta a todos, también sabemos que ese impacto no es sentido del mismo modo por todos: aquellos que más han contribuido a esta crisis son lo menos afectados, en Estados Unidos y en todo el mundo. Las comunidades que están en la primera línea del calentamiento global ya están pagando un alto precio, en algunos casos perdiendo su propia tierra, la tierra donde viven. Para el oso polar, esto no es justo.
Pero como los osos polares no se pueden manifestar, nosotros lo hacemos también por ellos, y por el resto de la creación, que vive envenenada y al borde de lo que los biólogos llaman “la sexta extinción de alcance planetario”, algo sin parangón desde que un enorme asteroide se precipitó sobre la Tierra hace 66 millones de años. 
Y marchamos por las generaciones futuras, por nuestros hijos, por nuestros nietos y por los hijos de nuestros nietos, cuya vida está siendo sistemáticamente empobrecida y degradada. Es la primera vez que un siglo está destruyendo las expectativas de vida de los próximos mil años, y esto nos desquicia tanto que decidimos marchar.
También marchamos con esperanza. Vemos en todo el mundo algunos buenos ejemplos de la presteza con que podríamos hacer la transición a las energías renovables. Sabemos que si ha habido días en este verano en los que Alemania generó cerca del 75 por ciento de su electricidad usando energías renovables, también podríamos hacerlo todos nosotros, especialmente en los países más pobres de las regiones ecuatoriales que necesitan más energía desesperadamente. Y también sabemos que las energías renovables, por necesitar mucha labor humana, aportarán muchos más puestos de trabajo que la industria del carbón, del gas y del petróleo, basadas sobre todo en los grandes capitales.
Y marchamos con cierta frustración: ¿por qué nuestras sociedades no han respondido en 25 años a las serias advertencias de los científicos? No somos ingenuos; sabemos que la industria de los combustibles fósiles es el 1 % del 1 %. Pero algunas veces pensamos que no debería ser necesario que nos manifestemos. Si nuestro sistema funcionara del modo que debería funcionar, hace tiempo que el mundo habría realizado las acciones obvias recomendadas por los economistas y gurús políticos, empezando por fijar gravámenes fiscales acordes con el daño causado para financiar una enorme transición –de magnitud similar a la del Plan Marshall– a las energías limpias.
Pero marchar no es todo lo que hacemos. También abogamos y recomendamos; trabajamos para instalar paneles solares; promocionamos un tránsito sustentable. No obstante, somos conscientes de que la historia nos muestra que generalmente es necesario manifestarse, ya que es muy raro que la razón prevalezca por sí misma (y también sabemos que a veces salir a la calle para marchar no alcanza; hemos estado en la cárcel y es probable que volvamos a estar).
Estamos cansados de ganar en las discusiones y de perder en las luchas. Por eso, marchamos. Nos manifestamos por las playas y por los barrios. Y por esos veranos en los que la brisa tibia llega al atardecer. Marchamos porque Exon gasta cada día 100 millones de dólares para buscar más hidrocarburos, a pesar de que los científicos nos dicen que ya tenemos muchas más reservas de crudo y gas natural de las que podemos quemar sin hacernos daño. Nos manifestamos por quienes están demasiado débiles por el dengue o la malaria para estar con nosotros en la marcha. Marchamos porque California ha perdido unos 240.000 millones de metros cúbicos de agua subterránea debido a una feroz e interminable sequía y porque los glaciares del Himalaya –el techo del mundo– están desapareciendo. Nos manifestamos porque en abril los investigadores nos dijeron que la capa de hielo antártico en la parte occidental de la Tierra de Palmer ha comenzado a derretirse de manera “irreversible”, porque el hielo que cubre Groenlandia puede seguirle muy pronto y porque más pronto que tarde el agua proveniente de esos hielos inundará los litorales marítimos del mundo y buena parte de sus grandes ciudades.
No marchamos porque haya alguna garantía de que eso funcionará. Si fuéramos jugadores, es posible que dijerais que solo tenemos una modesta esperanza de darles una paliza al poderío financiero de los barones del petróleo y el gas, y al gobierno a ellos subordinado. Obviamente, es demasiado tarde para detener el calentamiento global pero no es demasiado tarde para ralentizarlo, y tampoco es demasiado tarde para simplemente echar una mirada sobre lo que estamos perdiendo: un mundo de enorme belleza, complejidad y equilibrio que ha cobijado y alimentado a la humanidad durante muchos miles de años.
Hay un mundo –también un futuro– por el que vale la pena manifestarse. La verdad sea dicha: la única pregunta que cabe hacerse es por qué alguien no marcharía el 21 de septiembre.
Eddie Bautista es director ejecutivo del New York City Environmental Justice Alliance . LaTonya Crisp-Sauray es secretaria de grabaciones de la Transport Workers Union Local 100 . Bill McKibben es fundador de 350.org y miembro regular de TomDispatch.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175894/ - Traducido del inglés por Carlos Riba García - Imagenes: lavanguardia.es-pongamosquehablodemadrid.com

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