Hecho para tirar


Serge Latouche

Desde hace algún tiempo, mi ordenador, que hasta ahora me daba entera satisfacción, se bloquea sin que consiga volver a ponerlo en marcha. Acudo al vendedor y técnico que ya me lo había reparado con ocasión de anteriores incidencias. Tras el examen, diagnostica la muerte del disco duro y añade que, vista la edad de la «máquina», no es extraño en absoluto, dado que el disco en cuestión fue concebido para tener una duración de vida de tres años.

Lo mismo ocurre con los objetos más inesperados. Así, un día se suelta una patilla de la montura de mis gafas. El óptico de siempre, que tengo la suerte de tener muy cerca de casa, me propone adaptar una patilla equiparable que encuentra en sus reservas, lo que me va muy bien. Pero a la semana siguiente es la segunda patilla la que se suelta. De vuelta al óptico, me hago el sorprendido: «¿Hay algún truco?». Y me reconoce: «¿No lo sabía? Está previsto que este tipo de gafas dure dos años». Todos hemos conocido experiencias parecidas, unos con la lavadora, otros con el aparato de televisión.
Todos hemos tenido que enfrentarnos, aunque fuera sin saberlo, al fenómeno de la obsolescencia programada. El punto de partida de la obsolescencia programada es la adicción al crecimiento de nuestro sistema productivo.
Nuestra sociedad ha unido su destino a una organización fundada sobre la acumulación ilimitada. Lo queramos o no, estamos condenados a producir y a consumir siempre más. En cuanto el crecimiento se ralentiza o se detiene, llega la crisis, el pánico, incluso. Esta necesidad hace del crecimiento un «corsé de hierro», según la célebre expresión de Max
Weber. El empleo, el pago de las pensiones, la renovación del gasto público (educación, seguridad, justicia, cultura, transportes, salud, etc.) suponen el constante aumento del producto interior bruto (PIB), considerado, sin razón, por la mayoría de los comentaristas como el barómetro de nuestro bienestar, cuando no de nuestra felicidad. Producir más implica necesariamente consumir más. Vivimos, por lo tanto, en sociedades de crecimiento.
La sociedad de consumo es el resultado de estas. La sociedad de crecimiento puede definirse como una sociedad dominada por una economía de crecimiento, y tiende a dejarse absorber por esta. El crecimiento por el crecimiento se convierte, así, en el objetivo primordial, incluso único, de la economía y de la vida. No se trata de crecer para satisfacer unas necesidades reconocidas —lo que estaría bien— sino de crecer por crecer. Hacer crecer indefinidamente la producción y, por lo tanto, el consumo, y suscitar con ello nuevas necesidades hasta el infinito, pero también, al final —lo que nos guardaremos de decir en una hora de gran audiencia—, hacer crecer la contaminación, los residuos y la destrucción del ecosistema planetario: esta es la ley de hierro del sistema. «¿Ese sistema de automantenimiento contribuirá de una manera u otra a la prosperidad? —se pregunta Tim Jackson—.
¿Acaso no existe un punto para el “¡Basta quiere decir basta!”, un momento en que deberíamos dejar de producir y de consumir tanto? Sin duda alguna, la dependencia estructural del sistema de crecimiento continuo es uno de los factores que impiden que un guion así pueda desarrollarse. La obligación de vender más bienes, de innovar permanentemente, de fomentar un nivel siempre más alto de demanda de consumo es alimentada por la búsqueda del crecimiento. Pero ese imperativo es a partir de ahora tan poderoso que parece minar los intereses de aquellos a los que se supone debe servir.»
Desde sus inicios, la sociedad de crecimiento se ha enfrentado al problema de los mercados. Solo puede generar beneficios comprimiendo a la clase trabajadora buscando compradores para los excedentes de producción. De forma periódica (cada diez años aproximadamente), la industria sufre una grave crisis de superproducción. Sismonde de Sismondi fue uno de los primeros en denunciar y analizar este fenómeno. Se convirtió al socialismo; según él este constituía la única solución capaz, a largo plazo, de eliminar el fenómeno del subconsumo obrero crónico y de la saturación periódica de los mercados. La economía capitalista lo consigue mejor o peor escogiendo otra vía, de la que muestra los límites: la expansión del sistema y la apertura de los mercados exteriores para la exportación del excedente. En una economía productivista de bajos salarios, el aumento de la producción no viene tan exigido por la demanda interior como por la de los países extranjeros, cuyos mercados se han de conquistar, aunque sea a cañonazos.
Encontramos aquí una tendencia recurrente en la historia del capitalismo moderno, que resurge hoy en día con las políticas de rigor y de austeridad. En esta gran competición, algunas economías, como Alemania, consiguen salir adelante, pero para el conjunto del mundo esta vía lleva a un callejón sin salida, ya que las exportaciones de unos son necesariamente las importaciones de otros. Es un juego que carece de interés. Decir que todos deben exportar para que la economía funcione es aún más absurdo que decir que todos deben endeudarse… A medida que la producción aumenta y que el capitalismo se generaliza en el planeta, el consumo se convierte entonces en un imperativo ineludible.
La producción en serie, de manera especial, necesita del consumo de masas para circular. Sin embargo, si bien el aumento de la productividad condena a consumir siempre más, también amenaza más el empleo. Como la reducción del horario laboral —que sería la solución sensata para paliar la desmesurada eficacia de las máquinas— no constituye un negocio para los capitalistas, esta no puede tener lugar, salvo que sea impuesta por los sindicatos y el Estado. Siempre susceptible de ser cuestionada, se ha vuelto prácticamente imposible con la mundialización y el libre intercambio. Las masivas deslocalizaciones hacia los países de salarios muy bajos, la generalización de la precariedad y del desempleo han aumentado tanto la competencia entre los trabajadores de los países occidentales que se convierten espontáneamente en adeptos del «trabajar más».
Peor aún, aceptan a la vez ganar menos. En esas condiciones, el único antídoto para el desempleo permanente es todavía más crecimiento, para que la producción circule, y más endeudamiento. Al final, el círculo virtuoso se vuelve un ciclo infernal… Para el trabajador, la vida «se reduce muy a menudo a la de un biodigestor que metaboliza su salario con las mercancías y las mercancías con el salario, transitando de la fábrica al hipermercado y del hipermercado a la fábrica», bajo la permanente amenaza del desempleo.
Por parte de los capitalistas, las cosas están más contrastadas. Unos, generalmente los más grandes, se reconvierten en financieros y se esfuerzan en enriquecerse especulando en los mercados; los otros, cada vez más estresados, ven cómo sus beneficios se funden con el descenso del precio de los productos, generado por su abundancia y por la exacerbada competencia para venderlos.
A principios del año 2012 también hemos asistido, en particular en el norte de Italia, a una verdadera epidemia de suicidios de directivos de pequeñas y medianas empresas, que no logran salir adelante. La naturaleza, por su parte, hacia la cual todos se esfuerzan en externalizar los costes y el sufrimiento del crecimiento, es explotada, saqueada y destruida sin piedad. Jamás los individuos habían alcanzado tal grado de desamparo. La industria de los «bienes de consolación» intenta en vano ponerle remedio. De esta manera, todos nos hemos vuelto «toxicodependientes» del crecimiento. Por otra parte, no se trata solamente de una metáfora. La toxicodependencia es polimorfa. A la bulimia consumidora de los adictos a los supermercados y a los grandes almacenes le corresponde el workalcoholism, la adicción al trabajo de los asalariados, alimentada, llegado el caso, por el consumo excesivo de antidepresivos e incluso, según unas investigaciones británicas, por el consumo de cocaína de los altos ejecutivos que quieren estar a la altura.
El hiperconsumo del individuo contemporáneo «turboconsumidor» desemboca en una felicidad herida o paradójica.7 El análisis gerencial de la adicción no es menos terrorífico. Según Andrew Grove, presidente de Intel Corporation, «el miedo a la competencia, el miedo a la quiebra, el miedo a equivocarse o el miedo a perder pueden ser poderosas motivaciones. ¿Cómo cultivar el miedo a perder entre nuestros empleados? Solo podemos hacerlo si lo experimentamos en nuestra propia piel». Sin entrar en el detalle de esas «enfermedades generadas por el hombre», solo podemos suscribir el diagnóstico del profesor Belpomme: «El crecimiento se ha convertido en el cáncer de la humanidad».
En los años cincuenta le preguntaron al presidente Eisenhower, con ocasión de una conferencia de prensa, qué debían hacer los ciudadanos para combatir la recesión. Él contestó:
¡Comprar!
¿Pero qué?
¡Cualquier cosa!

 Extraído del libro 'Hecho para tirar' de Serge Latouche - Imagenes: nosomosnadie.metro951.com - www.labioguia.com

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