Un cambio de clima



TomDispatch

El planeta se calienta; el movimiento por el clima, también

Introducción de Tom Engelhardt

No la llaméis “marcha”; ha sido una “toma de posición”. La primera, no la última. La Marcha Popular por el Clima, anunciada como la mayor manifestación por el clima de la historia, excedió ampliamente todas las expectativas y, en lo personal, fue una experiencia que no me abandona. Esa semana se informó de concentraciones record de gases de efecto invernadero en la atmósfera, con el sombrío añadido de que los océanos y las selvas –los mayores “glotones de carbono” del planeta– han empezado a absorber menos CO2. En estas circunstancias, yo tenía que dar todo de mí para hacer que la marcha fuera multitudinaria; así, organicé un grupo de 16 amigos y familiares de entre dos y 72 años. Los manifestantes nos reuniríamos en el Central Park de Nueva York, entre la calle 86 y la rotonda de Colón, en la 59, donde comenzaría la marcha exactamente a las 11.30. Cuando eran las 11.00, nuestro grupo llegó a la calle 72, que era el mejor lugar para el encuentro de niños, familias y “vejetes” como yo; en ese momento la ruta principal junto al Central Park estaba llena de gente y las calles transversales, como la nuestra, se estaban llenado rápidamente. 
En nuestra estrecha franja de hormigón, la concurrencia era muy heterogénea; había algunos perros pequeños, un enorme pingüino de plástico, carteles escritos a mano, incluso una banda de tambores y bombos que no paraba de bailar. En medio de los saludos, la música y la conversación, el tiempo pasaba sin detenerse. A pesar de que unos más jóvenes que yo llevaban unas cartillas que indicaban que la marcha se había iniciado según lo programado, era imposible moverse. Y entonces, caí en la cuenta: esta manifestación iba a ser tan grande, con tanta gente que continuaba llegando, que para muchos de nosotros “marchar” sería imposible. Tal como nos lo cuenta hoy con toda claridad Todd Gitlin, miembro regular de TomDispatch, estábamos en el centro mismo del nacimiento de un genuino movimiento. De hecho, nuestro grupito, a solo 13 manzanas al norte del punto de partida de la manifestación, durante una hora y media no fue capaz de avanzar un solo metro después de la hora oficial de inicio. 
Eso significaba la presencia de unos 400.000 manifestantes apretujados en un espacio de algo más de un kilómetro y medio de Nueva York, y acordonados por la policía –que, en su trabajo de controlar las calles, en realidad mantenía presa a la multitud–. Cuando por fin pude alcanzar el punto oficial de inicio de la marcha, en la calle 59, tres horas y media después de nuestra llegada, mis piernas casi no me respondían. De modo que me detuve junto con un amigo Peter Dimock para contemplar en todo su esplendor y juventud el paso de los manifestantes; aquello era un calidoscopio de carteles, vestimentas y demostraciones que se extendía por todas partes; aun así, no llegué a ver el final de la marcha. Fue la única manifestación, de las varias en que he participado, en la que, hablando oficialmente, no pude empezar. Esto representa un éxito de organización y es la prueba de una creciente preocupación por el estado y el destino de nuestra Tierra. 
Peter pasó allí buena parte del tiempo anotando los mensajes escritos en los muchos carteles que llevaban los manifestantes, la mayor parte redactados por ellos mismos para expresar la necesidad de hacer algo para parar la degradación del planeta; eran tantos, que hacer una lista –incompleta– demandarían una nota completa de TomDispatch. Peter solo pudo recoger una pequeña fracción de esos mensajes; he aquí algunos de ellos, solo para tener una idea de lo que puede haber sido, como sugiere Gitlin, un momento de esperanza en una época por otra parte bastante sombría: 
“Estar en la onda nunca ha sido algo tan caliente”, “Otra abuela para la justicia climática”, “Nuestro planeta es innegociable”, “Estoy seguro de que los dinosaurios también pensaban que tenían tiempo”, “No al fracking. Mujeres indígenas en campaña para defender nuestro planeta”, “Gravar el CO2”, “La respuesta, amigo mío, es soplar en el viento (con una imagen de un molino de viento)”, “También Princeton (cartel llevado por un grupo de estudiantes de ingeniería y tecnología)”, “No entréis en pánico: aprended a nadar”, “Evolución o disolución”, “No al crecimiento económico infinito; el planeta es finito”, “El gas natural no es la respuesta”, “El planeta B no existe”, “Estoy marchando por el único sitio habitable del Universo”, “Wall Street, tu reinado debe acabar”, “Salvad los muñecos de nieve”, “No hemos heredado la Tierra: nuestros nietos nos la han dejado en préstamo”.

* * *

El movimiento por el clima gana intensidad 

Han pasado menos de dos semanas* pero ya podemos decir que la Marcha Popular por el Clima ha cambiado el mapa social; de hecho, unos cuantos mapas porque han sido cientos de manifestaciones más pequeñas las que han tenido lugar en 162 países. La marcha de Nueva York, tan espectacular como fue, con sus 400.000 participantes; tan alegre como fue y moviéndose como se movió (muy lentamente, en realidad, ya que llenó casi dos kilómetros de anchas avenidas e innumerables calles a su lado), no fue espectáculo de un día. Significó el surgimiento de algo mucho más importante: un auténtico movimiento por el clima de ámbito mundial. 
La primera vez que oí la expresión “movimiento por el clima” –hace un año– y yo era un recién llegado a esta historia en desarrollo, me dio la impresión de que era algo extravagante, una ilusión. Después de todo, yo ya había visto unos cuantos movimientos en mi tiempo (y participado en varios). Ya sabía algo sobre lo que se siente en esos casos y el aspecto que tienen; pero esta vez sentí que no era así. 
Sabía, por supuesto, que había organizaciones ambientalistas que trabajaban por el clima, manifestaciones, proyectos, libros, revistas, tweets; aficionado como yo era, estaba razonablemente bien leído e informado sobre “los temas”. Pero nunca había visto, oído ni sentido esa intangible, polimorfa y transformadora presencia que confiere autenticidad y potencialidad a un movimiento de cambio social. 
Entonces, la cuestión se hizo suficientemente clara: buena parte de mi vida había estado sin toparme con ella. Ahora, llamadme converso, pero la cosa está aquí; es grande, es real, es importante. 
Hoy día hay un movimiento por el clima como una vez hubo uno por los derechos civiles, y uno contra la guerra, y uno por la liberación de las mujeres, y uno por los derechos de los homosexuales; cada uno de ellos mucho más que sus acciones, eslóganes, propuestas, nombres, proyectos, temas, exigencias (o, como decimos hoy, que ya somos más correctos, “pedidos”); cada uno de ellos una fuerza política, tanto en el sentido más amplio como en el más estrecho; cada uno de ellos generador tanto de las esperanzas más locas como de las más profundas decepciones. Ahora, el del cambio climático es uno de ellos: un pujante hecho social. 
El extraordinario ámbito etario y la diversidad exhibidos por la Marcha Popular por el Clima –étnica, de clase, de género, llamadle como queráis; si habéis estado allí, lo habéis visto– es lo decisivo. Los grupos sindicales, de pueblos originarios o confesionales, y todo tipo de activistas de Nueva York crearon una inmensa mezcla. Había cientos y cientos de grupos de militantes de base que se movían, o se vieron obligados a mantenerse quietos durante horas a la espera de que la inmensa multitud, cercada por las vallas de la policía, encontrara un sitio por donde avanzar; solo que la dejaran marchar. Al menos en la zona que pude observar –estuve caminando con el grupo Divest de Harvard, al lado de Mothers Our Front– la oposición al fracking parecía ser el tema dominante. Y el único mensaje audible a un político que llegué a oír fue el clamor para conseguir que el gobernador Andrew Cuomo prohíba el fracking en el estado de Nueva York. 
Si lo que sigue suena repetitivo, pues que suene: se produce un movimiento social cuando una masa crítica de gente siente su propia existencia y actúa a partir de la pertenencia que se establece. Estas personas empiezan a tener la sensación de una cultura compartida, con sus propios héroes y villanos, símbolos y eslóganes y consignas. El humor de esta masa crítica sube y baja junto con su devenir. La compañía del otro es fuente de placer. Se añora cada nuevo encuentro. Y las personas con su modo de ser –las amistosas, las indiferentes, y también las hostiles–, todas se percatan de ello y sienten algo que las mueve, toman partido, hacen números, se esfuerzan por levantar la moral o por obstaculizar o por canalizar la acción. Todo esto se mueve en el espacio mental de cada persona. 
El movimiento por el clima, desde luego, es plural, un manojo de tendencias. Están quienes ponen el énfasis en la justicia climática –“imparcialidad, equidad, arraigo ecológico” en una formulación– y quienes no. El titular en algún medio político se refería a 350.org y otros organizadores de la marcha como “alborotadores verdes”, para distinguirlos de los antiguos grupos ambientalistas con base en Washington. Mi opinión es que estos grupos no son tan alborotadores sino antes bien descentralizados por principio, es decir, que el abanico de sus enfoques y estilos es muy amplio. Este es un rasgo característico de todos los grandes movimientos sociales de nuestro tiempo. 
Unidades y diversidades 
Los grados de militancia también varían; una vez más, esto es típico de los movimientos de masa. Un día después de la marcha tuvo lugar la demostración Flood Wall Street sit-downs (la gran sentada de Wall Street); pequeña, en comparación, y mucho más enfocada hacia unos enemigos específicos: las corporaciones empresariales del sector de los combustibles fósiles que introducen cada día cantidades record de carbono en la atmósfera y los bancos que las financian. Estas manifestaciones tienen sus propias formas –perturbadoras pero sorprendentemente civiles– de desobediencia, y habrá más en los meses venideros, como también muchas campañas más en distintos sitios: una contra la explotación de las arenas bituminosas de South Portland, Maine; en granjas y campus de Nebraska, y entre los evangelistas de Texas; contra el fracking en muchos estados, entre ellos el de Nueva York. Algunos son muy militantes y otros, más reposados; algunos de base muy amplia y otros, más pequeñas. Aparecerán facciones –algo inevitable en un movimiento tan vasto como para albergar multitudes– pero también la aguda conciencia de las coincidencias, entre las cuales no es la menor el reconocimiento de que el tiempo se agota para la civilización, que parece desconcertantemente preocupada por incendiar la casa en la que vive. 
“¿Habéis estado en Nueva York el 21 de septiembre de 2014?” será la pregunta que nos harán las generaciones futuras, del mismo modo que quienes hoy tienen algunos años podrían preguntar: “¿Habéis estado en la Marcha de Washington del 28 de agosto de 1963?” (en ambos casos, la misma propensión a tomar una manifestación por la totalidad de un movimiento). 
Los cínicos mirarán las fotos de la multitud, observarán la enorme variedad de carteles y pancartas, y concluirán que los 400.000 participantes –en un loable acto de legitimación, la cifra fue certificada por Fox News– eran tan dispares que ni siquiera podían ponerse de acuerdo en qué era lo que querían. Eso no podría ser más indiscutible, hasta cierto punto, pero en última instancia es algo bastante trivial y, ciertamente, de ninguna manera tan importante como quizás imaginan los críticos. 
Lo mismo podría haberse dicho de las multitudinarias movilizaciones de finales de los sesenta –cuyos participantes iban desde los pacifistas cuáqueros y los liberales del Partido Demócrata hasta los veteranos de Vietnam, los partidarios del Viet Cong y más ramas de socialistas revolucionarios que las fábricas de cereales de General Mills–, sin olvidar a los primeros grupos feministas. El movimiento por los derechos civiles adoptó para sí mismo la denominación tan poco específica de “movimiento por la libertad”, y tanto sus partidarios como sus adversarios sabían muy bien qué significaba esa expresión. La casa del movimiento climático tendrá muchas salas (y probablemente también algunos tugurios), pero en relación con los diferentes acentos, incluso conflictos en temas particulares, habrá un gran acuerdo básico acerca de una cuestión: hasta hoy, las instituciones gubernamentales han desertado, y la depredación producida por las corporaciones y los gobiernos debe ser parada. Ahora. 
Las quejas por la naturaleza dispar del movimiento, su radical “horizontalismo”, su carencia de “exigencias” también pasan por alto la gran coordinación puesta en evidencia en la marcha. A las 12.58 de ese domingo en Nueva York, se inició un silencio que duró dos minutos; había sido anunciado previamente mediante mensajes de texto y correos electrónicos, y se extendió desde la rotonda de Colón hasta la parte oeste del Central Park por toda la bulliciosa muchedumbre –una multitud de multitudes–. Súbitamente, cesó la algarabía de la gente y las bandas, y el silencio cubrió disciplinadamente todo el espacio. Era posible escuchar el murmullo del resto de la ciudad. Y después brotó el clamor, manzana tras manzana, los gritos y los bocinazos y las bandas de la marcha, un rugido cuyo significado era sencillo, inconfundible y gigantesco: “¡Aquí estamos!”. 
Los izquierdistas más drásticos se quejarán; ya lo han hecho un poco y han tildado la marcha de “corporativa” (http://www.counterpunch.org/2014/09/19/how-the-peoples-climate-march-became-a-corporate-pr-campaign/ y http://wattsupwiththat.com/2014/09/20/the-peoples-climate-march-just-another-corporate-multi-million-dollar-fundraiser-by-350-org-and-avaaz/), o declarado que la marcha está vendida al capitalismo porque recaudó 220.000 dólares para cubrir el metro de carteles que anunciaban la manifestación y que algunos grandes grupos ambientalistas tienen unas políticas de financiación decididamente poco “ecológicas”. Está claro que para hacer cualquier progreso sustancial debe haber una revolución contra el capitalismo a escala global, pero de qué debe renegar esta revolución no está del todo claro: ¿de los mercados? En un sentido más amplio, ¿de las corporaciones, o algo así? ¿De todo lo ligado con el beneficio económico? 
La cuestión de las formas recomendables de organización social es bastante poco clara. El eslogan “de brocha gorda” es un cebo que atrae mucho a aquellos que se arropan confortablemente en la historia de las revoluciones izquierdistas, pero borra importantes distinciones entre personas capitalistas y formas del capitalismo. Hay un mundo entre ExxonMobil y BPS, que hacen todo lo posible para extraer hasta el agotamiento cada una de las últimas reservas de combustibles fósiles, y las empresas que utilizan la energía solar, la eólica y otras sustentables. También hay un mundo entre el estilo verticalista de gestión de la corporación estadounidense y el estilo alemán de cogestión, un sistema en el que los trabajadores eligen a casi la mitad del directorio de la empresa. 
Gorras y congelación 
Los críticos apuntarán con exactitud que a este nuevo movimiento le falta un propósito; no hay una convergencia en una exigencia única o un pequeño conjunto de demandas como lo hacía en los sesenta y principios de los setenta el movimiento contra la guerra de Vietnam, o el movimiento por el congelamiento nuclear de los ochenta, el responsable de la única protesta en Nueva York (Central Park, en 1982) que superó en número a la Marcha Popular por el Clima. Algunos activistas por el clima piensan que una tasa sobre las emisiones de carbón podría ser un denominador común; incluso algunos conservadores apoyan esto. Y algunos pasos recientes de empresas del sector de los combustibles fósiles sugieren que la creación de un impuesto a la emisión de carbón es solo cuestión de tiempo. Otras dudan de que Estados Unidos esté preparado para nuevos impuestos, más allá del nombre que adopten. 
Cuáles son las políticas y la terminología que pongan el acento en las verdades que la energía basada en el carbón de ningún modo es “barata” y de que lleva en sí la amenaza de poner en peligro la vida y la economía del planeta es un tema de controversia. Por ejemplo, hay una gran presión del Banco Mundial para que “se ponga precio al carbón”. 
Después de la marcha, Eva Bosody-Das, una activista del grupo Divest de alumnos de Harvard se preguntaba si acaso podría conseguirse la unidad mediante la preocupación común de un “congelamiento del carbón”. Tendría que diseñarse según el modelo de la propuesta –de principios de los ochenta– de “congelamiento nuclear” para un acuerdo EEUU-URSS que parara los ensayos, la producción y el despliegue de armas nucleares. El escritor y psiquiatra Robert Jay Lifton, un veterano de ese movimiento, propuso la expresión “congelamiento del clima”, que significa “una exigencia transnacional de una reducción de las emisiones de carbono”. En opinión de Lifton, del público en general y de la élite, se está produciendo un “viraje climático” que podría estar arando el terreno para avances en la política. 
¿Qué significarían esos congelamientos? ¿Cómo podría medirse un avance en esa dirección? ¿Serían suficientes? Estos son temas para futuros debates que deberían surgir, si fueran posibles, en el interior del movimiento. Sin embargo, los movimientos sociales muy grandes no son cubos de respuestas sino espacios en los que las personas convergen porque se preguntan cosas. Son espacios en los que debates evolucionan. En ellos crecen las expectativas, pero también las decepciones. En esos espacios se ganan batallas, pero también se las pierde. Llegan personas; hay personas que se queman, y personas que desaparecen. Hay personas que se hartan de los demás, otras que acusan a los demás de dejarse comprar, de venderse, de dar sermones y, sin ninguna duda en el caso de este movimiento, de actitudes que ninguno de nosotros ha imaginado todavía. 
No olvidéis esto: el movimiento está aquí; esto es un hecho. Y, según aumente la crisis del cambio climático y deserten las instituciones que tienen el poder, necesitará crecer si tenemos alguna esperanza de mantener donde está –en el subsuelo– la parte del león de las reservas hasta hoy conocidas de carbón (la cifra que se maneja de lo que debe quedar en el subsuelo –sin explotar– de esas reservas es el 80 por ciento). 
Ciertamente, sería prematuro sugerir que este movimiento podría conseguir algo en poco tiempo, por mucho que lo deseara, o que tendría éxito en la reducción del consumo de los derivados de los combustibles fósiles y en la extinción de especies animales y en la acidificación de los mares y en la producción se fenómenos climáticos extremos y en el ascenso del nivel medio de los mares. Pero la Marcha Popular por el Clima sí sugiere que ha nacido a la vida algo acorde con la magnitud de la crisis climática global. 
El gran boom de los últimos 250 años se ha producido cuando el industrialismo se ha hecho cargo de la continuidad de lo que quedaba de las formas de vida anteriores –¡de los combustibles fósiles, por cierto!– para impulsar la más rápida, productiva y destructiva transformación de la historia. Los protagonistas de la industria transformaron el planeta y, mientras lo hacían, lo destrozaban. Con todas sus realizaciones, el mundo que ellos construyeron está en el camino de agotar sus recursos. 
La naturaleza y la historia han respondido. En un breve lapso, los combustibles a base de carbón que hicieron posible el enorme avance industrial se han convertido en una amenaza para toda la civilización. En la Marcha Popular por el Clima es el indicio de que la civilización puede estar a la altura del desafío y quizás llegue a tiempo para evitar la catástrofe total. Después de la marcha, la palabra que más he oído es esperanza.  
Nota:
* La fecha de publicación del original de esta nota es 2 de octubre de 2014. (N. del T.) 
Todd Gitlin, profesor de Periodismo y Sociología y presidente del programa de Doctorado en comunicaciones de la Universidad de Columbia, es miembro regular de TomDispatch y autor de 15 libros, entre ellos, The Whole World Is Watching,The Sixties: Years of Hope, Days of Rage y Occupy Nation: The Roots, the Spirit, and the Promise of Occupy Wall Street. 
Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García.

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