El nuevo orden verde

La transición energética es un proceso que no tiene vuelta atrás, aunque a pesar de ser inevitable, hay dos grandes cuestiones abiertas, que es el «cómo» y el «cuándo» va a realizarse. Ambas muy relevantes, y que convierten esta insoslayable transición energética en un proceso lleno de incertidumbres. Cómo se va a realizar esta transición energética es, quizá, la pregunta clave y lo que definirá la sociedad del futuro. La transición energética representa un cambio de paradigma; un cambio económico y social histórico que va a alumbrar una nueva sociedad. Por tanto, va a redefinir las relaciones económicas existentes, la estructura geopolítica del planeta, la naturaleza del empleo y las relaciones laborales, e incluso la ética social que impere en el mundo en el que vivirán las próximas generaciones.

Por Pedro Fresco Torralba

Como sucede ante todos los cambios históricos, los primeros que saben verlos son quienes mejor se adaptan a ellos y quienes se colocan en una posición ventajosa para que esta redefinición del funcionamiento del mundo les beneficie. Cuando vemos que muchos sectores económicos se están adaptando al nuevo paradigma sostenible tenemos que entender que lo hacen esencialmente para poder mantener su posición en este nuevo escenario. Si no lo hiciesen, si la iniciativa privada no fuese capaz de ofrecer al mundo el cambio de paradigma que este necesita, probablemente acabaría siendo víctima de una nueva estructura económica que garantizase ese cambio. Más allá de cuestiones éticas, es pura inteligencia: quieren ganar el futuro.
Obviamente no todas las empresas están haciendo esto. Siempre hay quienes actúan en fase de negación y pretenden paralizar las transformaciones que les perjudican. Sin embargo, cada vez son más las que se ajustan a la situación y menos las que se resisten al cambio. Esta «inteligencia adaptativa» que se observa en el mundo empresarial se puede extender a otros ámbitos, pero no en todos ellos se está siendo tan ágil, lo que puede llevar a que los rezagados lo acaben pagando. Algunos países han entendido la inevitabilidad de este cambio y quieren liderarlo y aprovecharlo, mientras otros se sitúan en posiciones negacionistas, tratando de paralizarlo, o al menos ralentizarlo. A nivel social ocurre algo parecido, con fuerzas políticas y sociales expectantes ante lo nuevo, muchas veces desde la pasividad y la resistencia, lo cual constituye un malísimo planteamiento. El cambio va a acabar llegando, por lo que la postura inteligente es tratar de aprovechar las transformaciones, alinearse con ellas, y hacer que la nueva sociedad que nazca sea lo más parecida posible a la sociedad a la que se aspira.
Hace un tiempo tuve un encuentro casual con Pepe Álvarez, secretario general de la Unión General de Trabajadores (UGT), y nos pusimos a hablar sobre los vehículos eléctricos. Pepe y yo teníamos cierta conexión en este tema, porque habíamos participado en los mismos programas de televisión cuando, allá por noviembre de 2018, el gobierno español anunció que se prohibirían las ventas de vehículos de combustión a partir de 2040. En aquellos programas defendíamos posiciones diferentes. Él sostenía que el anuncio ponía en entredicho la industria de automoción en España y, por tanto, ponía en riesgo los empleos. Además, creía que no debía ser España quien liderase el cambio al vehículo eléctrico. Yo defendía lo contrario: que ante una transformación inevitable, nuestro país debía ponerse a la vanguardia, precisamente para poder liderar en el futuro la fabricación de dichos vehículos. En esa conversación tampoco nos pusimos de acuerdo. Pepe miraba a corto plazo, por los trabajadores y sus empleos en los próximos años, y yo lo enfocaba a largo plazo, tratando de ganar ese futuro a la vuelta de un par de décadas. Ambas visiones son importantes y estoy convencido de que pueden ser complementarias, aunque creo que es esencial que el enfoque no sea a la defensiva sino proactivo, viendo venir el cambio, aceptándolo y, finalmente, aprovechándolo para fortalecer las posiciones.

Lo mismo sucede en el terreno de la política. Este cambio de paradigma abre multitud de oportunidades para las fuerzas políticas a la hora de estructurar estrategias públicas que acompañen a la transición energética. En concreto, la necesidad de modificaciones impositivas, la conveniencia de una mayor igualdad de renta, el papel del estado en la economía o incluso la estructura de la propiedad de las nuevas fuentes energéticas o desarrollos tecnológicos. Cómo vaya a realizarse este cambio es un terreno totalmente abierto a muchas posibilidades: ¿lo liderará la inversión pública o privada? ¿Llevará a más o menos desigualdad? ¿Lo capitaneará Asia u Occidente? Las posibilidades son enormes, y la forma en la que va a suceder no está escrita en tablas de piedra: dependerá de lo que hagamos y de que seamos capaces de situarnos en la cresta de la ola del cambio. Quien la niegue; quien trate de detenerla con un débil dique, acabará siendo embestido por un tsunami que le arrastrará a una posición subalterna que probablemente no desee.
El cómo está íntimamente relacionado con la otra gran pregunta, el cuándo. Porque dependiendo del momento en que hagamos esta transición energética, las consecuencias sociales de la misma serán unas u otras. Dentro de las fuerzas sociales que intentan paralizar el cambio están los negacionistas climáticos, quienes pretenden detener cualquier política climática en base a un supuesto escepticismo sobre la evidencia científica del cambio climático. Estos negacionistas realmente no tienen ni una tesis ni un argumento concretos: van seleccionando distintas «hipótesis» en función de cómo sirvan a su objetivo. A veces niegan que el planeta se esté calentando; otras veces no lo rechazan, pero aducen que se debe a causas naturales. En ocasiones aceptan el calentamiento antropogénico, pero dicen que no tiene por qué ser malo, y si hace falta aceptan el consenso. Eso sí: diciendo que ya es tarde para hacer nada. No hay lógica ni coherencia en sus argumentos. En el fondo, todo responde a una indisimulada oposición a las políticas climáticas por cuestiones meramente ideológicas. Quienes defienden esas posiciones suelen abrazar una ideología ultraliberal en lo económico, y un rechazo visceral al papel del estado como regulador. Y eso es lo que les lleva a negar la ciencia y las políticas climáticas, ya que constituye una amenaza para su ideología.
Además de este grupo, mediáticamente relevante pero políticamente inane, están los partidos de extrema derecha o derecha populista, que generalmente suelen coquetear con el negacionismo. Muchos de ellos, en realidad, porque también abrazan esta ideología ultraliberal en lo económico —aunque autoritaria en lo político—; pero otros por rechazo al «globalismo», a lo que consideran imposiciones del exterior, o por pura cultura tradicionalista anclada en el pasado. No obstante, algunos partidos de derecha populista están comenzando a aceptar la crisis climática y la aprovechan para intentar fortalecer sus mensajes sobre la patria, la independencia nacional o el proteccionismo económico. Incluso muchos en el populismo de derechas entienden la inevitabilidad de este cambio y lo intentan aprovechar a favor de sus tesis.
En todo caso, estas derechas populistas suponen, probablemente, el principal peligro político para una transición energética rápida y útil para frenar los peores escenarios de cambio climático. Muchos gobernantes de esta familia política —o con el apoyo de estos movimientos—, han llegado al poder, y su política climática ha sido claramente obstruccionista en muchos casos, con una visión nacionalista, conspiranoica y egoísta en lo que respecta a los intereses de la humanidad. Su naturaleza de fuerzas reaccionarias que rechazan los cambios y que idealizan un supuesto pasado de orden y sin incertidumbre, les hace abrazar las energías tradicionales como el carbón y el gas en aquellos casos donde estos recursos son «nacionales», y sienten un desprecio a las normativas medioambientales, pues consideran que les resta competitividad frente a otros países. Bajo la lógica política de este populismo de extrema derecha, la necesaria cooperación internacional para una transición energética rápida se haría trizas, las autolimitaciones para no generar externalidades negativas desaparecerían, los cambios estructurales y culturales se verían arrinconados, y la consecuencia de todo ello sería ralentizar o paralizar la transición energética sine die, lo que haría inviable cumplir los compromisos de París y nos abocaría a una situación de cambio climático catastrófico en pocas décadas.

Extracto del prólogo de El nuevo orden verde (Barlin Paisaje, 2020), escrito por Pedro Fresco, analista y experto en energía. - Pedro Fresco Torralba es licenciado en Químicas por la Universidad de Valencia. Es autor de ‘El futuro de la energía en 100 preguntas’. Profesor-colaborador en el máster en Energías Renovables de la Universidad Internacional de Valencia (VIU).
Fuente: https://www.climatica.lamarea.com/el-nuevo-orden-verde-pedro-fresco/ - Imagen de portada: El País.es


 

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