Sistema de cerdos: Un llamamiento a la alimentación sin carnes

Si bien en los últimos años se ha avanzado en leyes de «bienestar animal», esas normas están lejos de proteger a los seres vivos del sufrimiento. La necesidad de obtener carne, leche o huevos a bajo precio para centenas de millones de seres humanos fomenta formas de explotación animal particularmente crueles. Un cambio en los hábitos alimentarios podría modificar de manera más radical la situación.

Por: Bernd Ladwig

¿Podría imaginarse usted comiendo un golden retriever? ¿No? ¿Por qué no? ¿Porque no le resultaría rico? Habría que probarlo. ¿Porque es un perro lindo? ¿Intentaría entonces al menos con un pug o un bull terrier? ¿Tampoco? ¿Acaso porque se trata de perros, porque los perros son una compañía y no un alimento? ¿Porque los vemos como animales domésticos y no como animales de explotación? No se puede negar que es eso lo que hacemos, aun cuando algunas voces contemporáneas esclarecidas agreguen que se trata de algo relativo según la cultura; basta con ver lo que sucede en China. Pero, sobre todo, surge una pregunta: ¿existe una justificación moral para hacer una distinción, por ejemplo, entre un perro y un cerdo?
Instrumentalizamos a los animales en cantidades inmensas: solamente en los mataderos de Alemania se faenan casi 628 millones de pollos y más de 58 millones de cerdos al año1. Sin embargo, lo que genera indignación en decenas de miles de personas es la suerte corrida por Marius, una jirafa que fue sacrificada y ofrecida como alimento a los leones en el zoológico de Copenhague. No sería demasiado arriesgado suponer que algunos de esos indignados también consumen carne. La indignación es un sentimiento moral. Quien se entrega voluntariamente a ese sentimiento reclama su validez. Cree que su sentimiento está fundamentado y que esos fundamentos morales deben ser compartidos por todos los posibles destinatarios de la norma2.
Distinto es si se trata de una mera cuestión de gustos: a ti te gustan los animales; a mí, en cambio, me agrada atormentarlos y matarlos. No parece surgir aquí la pregunta en torno de esos fundamentos universalmente compartibles. Pero si alguien se indigna, se le plantea esa pregunta. ¿Es posible que haya fundamentos universalmente compartibles para indignarse por la suerte corrida por la jirafa Marius y, al mismo tiempo, relamerse con una salchicha? 
¿Qué argumento podría esgrimirse, sin recurrir a la arbitrariedad, para hacerles a los cerdos precisamente eso que jamás les haríamos a los perros o a las jirafas?
Cabría pensar que todo se funda en nuestras propias preferencias humanas: dado que muchas personas quieren a los perros y se maravillan con las jirafas, no deberíamos comer perros ni dar jirafas como alimento a los leones, al menos no a la vista de todos. Por lo tanto, lo determinante es que mucha gente sufriría al saber que los animales amados o sus congéneres son sacrificados para servir de alimento a otras especies o para ser procesados como salchichas. En cambio, a pocos les quita el sueño el hecho de saber, al menos de manera abstracta, que millones de cerdos se convierten en embutidos3. ¿No es ese más bien el sino normal de los cerdos? ¿No fueron creados acaso con ese fin? Como dijo el ex-ministro socialdemócrata alemán de Alimentación y Agricultura Karl-Heinz Funke: «El destino del cerdo es la chuleta»4.
Si el único fundamento para asignar nuestros sentimientos de indignación e indiferencia fueran nuestras preferencias con respecto a los animales, entonces estos no tendrían per se ningún estatus moral. No serían dignos de atención por sí mismos, sino a partir de la intervención de los seres humanos. Se podría comparar su posición en el ámbito de la moral con la de un dibujo: si hubiera sido hecho con torpeza o proviniera de una aficionada ignota que no conservara nada de su producción, probablemente nadie lamentaría demasiado la destrucción de ese dibujo; pero si fuera obra de una artista eximia, muchos protestarían en el nombre del arte. Se exigiría respeto por el dibujo, pero no por el dibujo en sí, sino por los amantes del arte, para quienes el dibujo podría significar algo. Solamente los amantes del arte tendrían un estatus moral, no el dibujo.
Hoy, sin embargo, prevalece legítimamente la convicción de que los animales tienen un estatus moral propio. Atormentar de manera innecesaria a un animal es algo incorrecto desde el punto de vista moral y el argumento más directo para sostener esta posición alude a su propio sufrimiento. No necesitamos en tal caso dar un rodeo que recurra a los intereses o sensaciones de los seres humanos que poseen u observan a los animales.
El imperativo legal de proteger a los animales
Desde hace tiempo se trata de una cuestión no solo moral, sino también jurídica. La Ley de Protección Animal de Alemania, por ejemplo, en su artículo 1 prohíbe infligir «dolor, sufrimiento o daño a un animal sin causa razonable». Esto se deriva «de la responsabilidad del ser humano respecto al animal como criatura coexistente». Esta ley dispone incluso que no podemos matar sin causa razonable «a un animal vertebrado». Se suma así la muerte al daño; para infligirlos, al menos en el caso de un vertebrado, necesitamos una buena justificación si no queremos exponernos a sanciones. Aunque en última instancia pueda ser arbitraria, esta restricción indica por qué algunos animales cuentan con un estatus moral propio de mayor consideración en el marco legal.
Los vertebrados son más próximos a nosotros que otros animales desde una perspectiva biológica (a fin de cuentas, estamos incluidos en ese mismo grupo), pero además comparten con los humanos una característica fundamental y moralmente relevante: la capacidad de sufrimiento. Ocurre hasta en los peces, ya que se ha demostrado bastante bien que un gancho en la boca les provoca dolor5. No se descarta entonces que otros animales más simples, como insectos y moluscos, también puedan sentir algo; pero la Ley de Protección Animal fija por lo pronto un consenso mínimo, según el cual importan por sí mismos aquellos que no suscitan ninguna duda razonable en relación con su capacidad de sufrimiento. Quien los posee y los explota siempre debe considerar que subjetivamente tienen algo que perder: que puede molestarles lo que las personas hagan con ellos.
La Ley de Protección Animal agrega que no solo debemos considerar su posible bienestar, sino también su posible supervivencia como un fin en sí mismo. Esto significa, como cuestión de principio, que no basta con garantizar una vida venturosa hasta la muerte: la propia matanza debe estar justificada. La norma va así incluso más allá que varios filósofos comprometidos con la ética animal, aunque de ningún modo avanza lo suficiente. La idea general de protección aún no dice nada respecto a cómo establece la ley en esencia el estatus de los animales.
Resulta evidente, sobre todo, que la ley no determina el estatus de los animales con un carácter igualitario. Si lo hiciera, se aproximaría a la siguiente norma: «Se debe dar igual consideración a los intereses moralmente relevantes, ya sean de personas o de animales»6. Sin embargo, no es eso lo que prescribe la Ley de Protección Animal. Permite, más bien, que menoscabemos intereses fundamentales de los «animales de explotación» y también de los animales domésticos en favor de intereses humanos relativamente triviales. Según los términos de la ley, cualquiera puede ser una causa razonable siempre que ofrezca una comprensión intersubjetiva.
Constituyen causas razonables, por ejemplo, la demanda de carne barata y el afán de producirla a bajo costo. Sin embargo, la carne no es una de esas cosas que las personas necesitamos a toda costa en nuestras latitudes para alcanzar una alimentación sana, sabrosa, digna y asequible. Tenemos suficientes alternativas vegetarianas, y crecen también cada vez más las opciones veganas. Por lo tanto, no estamos obligados a comer carne. Si aun así lo seguimos haciendo, es por costumbre, por convención social o por una cuestión de paladar.
El escándalo de la ganadería porcina
¿Qué está en juego para los animales que están condenados a terminar sus días en nuestros platos? Literalmente todo, podría contestarse de inmediato, porque sin la vida lo demás no cuenta. Pero dejemos al margen en principio el tema de la matanza y observemos, en cambio, las condiciones de mantenimiento de los animales; por ejemplo, las que experimentan las cerdas de cría en Alemania.
Estas hembras de la especie porcina7 viven en establos sin luz natural, sobre un suelo total o parcialmente emparrillado, por lo general sin paja y encima de sus propios excrementos hediondos. Muchas veces los bordes metálicos filosos provocan graves lesiones. Las cerdas son inseminadas artificialmente y se mantienen en jaulas individuales. Los sitios en cuestión tienen entre 55 y 70 centímetros de ancho y entre 1,6 y 1,9 metros de largo, por lo que son apenas más grandes que los propios animales. Estos pueden levantarse, acostarse y extender sus extremidades; pero no pueden darse vuelta ni satisfacer su necesidad de caminar. Por cierto, la ley prevé una alternancia: cuatro semanas después de la inseminación, se debe trasladar a las cerdas al establo de espera, donde viven en grupos de 10 a 100. Cada una de ellas dispone allí de un espacio de hasta 2,5 metros cuadrados, aunque nuevamente carece de paja y de otras condiciones habituales para la vida porcina.
Pero este «lujo» se termina una semana antes del nacimiento de los lechones. Durante las cinco semanas siguientes, la cerda permanece en una paridera, que es apenas más ancha que la jaula y le devuelve la conocida sensación de estrechez. El contacto natural entre la madre y los recién nacidos se ve impedido por la presencia de una valla metálica. Las crías tienen acceso a las ubres, aunque la madre no puede cuidarlas, jugar con ellas ni aportarles nada. Después de cuatro semanas se separa por completo a los lechones de su progenitora, que regresa a la jaula para volver a ser inseminada aproximadamente a los cinco días. Tras un promedio de dos años y medio, con cinco o seis partos, estas cerdas de cría tienen su salud destrozada. Entonces están listas para ir al matadero.
Este es el destino legalmente permitido para grandes mamíferos sociales tan inteligentes como nuestros perros. ¿Cuál es aquí la causa razonable que exige la ley? La demanda de carne asequible por parte de seres humanos. ¿Y cuál es el costo para los cerdos? ¿A qué deben renunciar? A la luz solar, los suelos naturales, los lodazales, un entorno estimulante para los sentidos, el movimiento libre, el comportamiento social en formas adecuadas a su predisposición y finalmente, al término de esta mísera existencia, a la propia supervivencia.
¿Se respeta aquí en esencia el principio de igual consideración de intereses? La pregunta es retórica. Según la Ley de Protección Animal alemana, las causas que consideremos absolutamente indiscutibles desde la perspectiva humana son «razonables» para atormentar y matar a los animales. Esto se debe al propósito de la norma. La ley en cuestión no apunta a prohibir, sino a regular las correspondientes prácticas de uso y consumo, que presuponen que los animales solamente están aquí para servir a nuestros propósitos. Y ni siquiera es necesario que esos propósitos tengan relevancia moral; basta con que permitan la comprensión intersubjetiva, como la producción de grandes cantidades de carne a precios asequibles. La Ley de Protección Animal solo prohíbe determinadas prácticas en relación con los mencionados propósitos. Por ejemplo, califica un tormento como desmesurado cuando es innecesario o incluso contraproducente en materia económica. Desautoriza el exceso, pero no la situación normal de explotación.
Por qué el especismo no es una opción
¿Qué consecuencias se derivan de todo esto? ¿Se debe modificar la Ley de Protección Animal conforme al principio de igual consideración de intereses? Una simple reflexión apoya esta idea. El precepto formal fundamental de la moral exige que se dé igual tratamiento a casos esencialmente iguales. Dos individuos con estatus moral solo pueden ser tratados de manera desigual si se diferencian entre sí en aspectos moralmente relevantes. Existe la posibilidad de que sean, por ejemplo, necesidades o intereses distintos.
Desde luego, desde el punto de vista conceptual, los intereses de los seres humanos y los de los cerdos difieren en todos los aspectos posibles. No obstante, al menos debe ser factible satisfacer algunos intereses para alcanzar en ambos casos una vida mínimamente buena. Una persona puede necesitar margen de acción para tomar decisiones autónomas; un cerdo, oportunidades para revolcarse en el lodo. Pero también hay cosas esenciales que son comunes, por así decirlo, a las diferentes criaturas. 
Entre ellas se cuenta el significado del vínculo madre-hijo para los recién nacidos y para la propia progenitora, el placer de la luz, el aire, el juego y el movimiento, así como el sufrimiento por un dolor intenso y persistente.
Un precepto mínimo de no arbitrariedad consistiría, por ejemplo, en otorgar igual consideración a dolores iguales, independientemente de a quién afecten. ¿Por qué en la relación entre personas y animales no se respeta este principio? Se termina respondiendo que consideramos a los distintos seres de manera desigual sencillamente porque pertenecen a diferentes especies biológicas. Refiere a esto un concepto de poca elegancia lingüística pero objetivamente exacto: «especismo». Se alude con él a una discriminación, un trato desigual injustificado comparable con el racismo o el sexismo. El trato desigual es injustificado porque solo puede explicarse a partir de una característica que no reviste un significado moral. En el caso del racismo, es una construcción racial (más que discutible desde el punto de vista científico); en el caso del sexismo, el sexo biológico; y en el caso del especismo, precisamente la barrera biológica de las especies.
¿Pero dónde reside la importancia moral del adn humano? Pensemos en el clásico del cine El planeta de los simios: debido a la estupidez autodestructiva del ser humano, la Tierra cae bajo el dominio de chimpancés que han sido genéticamente modificados y, por ende, tienen una inteligencia superior. Someten a las personas del mismo modo que hoy las personas someten en el mundo real a otros primates; por ejemplo, realizan con ellos experimentos dolorosos y mortíferos porque «solo son humanos». Si nos parece que eso es arbitrario en la película, debería parecernos arbitrario en general, es decir, también en nuestro mundo real. Por lo tanto, el especismo no es una opción.
¿No tiene merecimiento moral quien no es capaz de moralidad?
Por cierto, tampoco es opción para ninguna filosofía moral seria. Incluso los pensadores que no reconocían absolutamente ningún estatus moral propio en los animales sabían muy bien que, para sostener esa posición, no podían recurrir al dato biológico de pertenencia a nuestra especie. Según Immanuel Kant, por ejemplo, solo merece respeto y consideración por sí mismo quien es capaz de moralidad. La moralidad, a la cual llama «autonomía», es para él la condición necesaria y también suficiente de nuestro estatus moral. Kant afirma que todos los demás seres vivos, aun aquellos con capacidad de sufrimiento o incluso inteligencia, poseen un mero valor de cambio; y que el único que tiene un valor incondicionado, una dignidad, es el ser humano, que asume una responsabilidad normativa y puede cumplir su deber a partir del entendimiento8. Kant veía la moral como un asunto de seres racionales para seres racionales. Le adjudicaba al ser humano una posición especial como único ser racional aquí en la Tierra. Pero para ello no se servía de ninguna circunstancia biológica como la pertenencia a una especie. Tampoco hubiese privado de estatus moral a un marciano capaz de moralidad.
La capacidad en materia de moralidad tiene, sin lugar a dudas, relevancia moral. ¿No nos ofrece acaso una causa exenta de arbitrariedad para privar a los animales de un estatus moral propio (como lo hacía Kant) o al menos para otorgar en general un menor peso a sus intereses (como lo permite la Ley de Protección Animal)? ¿Nuestra imputabilidad moral no nos da entonces un valor superior al de los animales?
En primer lugar habría que decir que, si se aplicara de manera coherente, este argumento también relegaría a un rango moral inferior o excluiría por completo a muchos de nuestros prójimos. A fin de cuentas, las personas capaces de moralidad no constituyen ni de lejos la totalidad. Los niños pequeños aún no lo son, quienes padecen un estado grave de demencia senil ya han dejado de serlo, mientras que quienes tienen discapacidades mentales severas no están en absoluto en condiciones de juzgar y actuar con responsabilidad moral. Algunos congéneres ni siquiera son personas normativamente imputables desde una perspectiva potencial. Si solo los posibles responsables de cumplir deberes morales fueran sus beneficiarios igualitarios, no se podría justificar el consenso mínimo en torno de los derechos humanos, que estipula que, como mínimo, todos los miembros de nuestra especie nacidos y sin muerte cerebral (total) poseen derechos inalienables.
También hay un argumento sistemático que apunta a ampliar los destinatarios de este respeto más allá del círculo de los actores morales9. Al juzgar en el terreno moral, debemos preguntarnos cuáles de nuestros intereses nos dan buenos motivos para respetar a cada uno de los demás por sí mismos, sin preocuparnos por quién más podría sacar provecho de nuestra fundamentación.
Dado que experimentamos el dolor agudo como algo malo de por sí, normalmente no queremos que otros nos lo provoquen. Entre otras cosas, porque damos importancia a los derechos. Pero el interés por no padecer un sufrimiento innecesario nos une en lo sustancial a todos los demás individuos y criaturas sensibles al dolor como nosotros. Sería entonces arbitrario no incluirlos con un carácter básicamente igualitario al menos en este aspecto. Se trata de una consideración válida tanto para las personas con trastornos mentales como para todos los animales capaces de sentir.
El principio de igual consideración de intereses indica que, en el mejor de los casos, se deben cotejar opciones de un peso comparable. Para menoscabar un interés moralmente relevante de animales, solo cuentan como buen motivo otros intereses moralmente relevantes. Ante una casa en llamas, por ejemplo, se podría rescatar a un bebé y dejar un canasto lleno de gatitos10. En cambio, no corresponde que en una ponderación imparcial las meras preferencias en cuanto a gustos se impongan contra intereses fundamentales de otros animales. Más aún, ni siquiera deberían formar parte de esa ponderación. Sin embargo, la Ley de Protección Animal otorga mayor peso a las preferencias de gustos de las personas que a los intereses fundamentales de los animales y le da así su bendición al especismo; es por ello que debe ser modificada conforme al espíritu del principio de igual consideración de intereses.
Las dimensiones del bienestar animal
El pensamiento dominante orientado a la protección animal sigue estando determinado en gran medida por la imagen de un autómata sensible con metabolismo11. Por lo tanto, para que un animal esté bien, es suficiente con que le demos comida y agua, lo limpiemos, lo mantengamos calentito y lo protejamos de otros predadores (que no seamos nosotros mismos)12. Se trata de una imagen unidimensional, porque solamente abarca el lado pasivo del posible bienestar. Dentro de esta perspectiva existen intereses en sensaciones agradables y experiencias placenteras. Se produce entonces un daño a los animales cuando se les inflige sufrimiento físico o espiritual.
Pero los animales sensibles son, además, seres activos. Para ellos, la libertad de movimiento o incluso de acción puede tener un doble valor: instrumental, como condición para conseguir otros bienes; e intrínseco, como propia fuente de experiencias satisfactorias y divertidas. Por ende, también podemos dañar a los animales si les impedimos hacer actividades (que habrían sido) divertidas. A la posibilidad de daño por un sufrimiento infligido se suma la posibilidad de daño por la privación. Puede ocurrir que un determinado animal no sufra si nunca se lo deja corretear libremente de un lado para otro: sería una suposición nada trivial, habida cuenta de los comportamientos estereotipados que presentan muchos ejemplares en los zoológicos. Sin embargo, probablemente disfrutaría el juego de sus propios músculos y extremidades; si pudiera retozar a sus anchas, llevaría una vida mejor desde el punto de vista subjetivo. Cuando mantenemos encerrado al animal en un espacio estrecho, le quitamos la posibilidad de desarrollar esa vida.
Una tercera dimensión transversal del bienestar es la social, que por cierto compete a los animales gregarios. En su caso, el sufrimiento infligido y la privación también pueden consistir en que les quitemos las adecuadas posibilidades de convivencia: por ejemplo, separando a las vacas madres de sus terneros o metiendo a miles de pollos en un lugar que les impide formar vínculos sociales estables13.
Una verdadera pocilga
¿Cuáles de estos intereses se ven menoscabados si las cerdas de cría, por ejemplo, experimentan condiciones como las que permite la Ley de Protección Animal de Alemania? ¿En qué aspectos se frustran los intereses de bienestar de ese animal? En casi todos, sería la respuesta obvia. La cerda vive todo el tiempo sobre suelos emparrillados. Debe oler permanentemente sus propios excrementos, que caen a través de las aberturas. Es muy probable que sus articulaciones estén inflamadas, lo que le genera dolor cada vez que se levanta o se acuesta. Apenas durante cuatro semanas puede ver a sus lechones y amamantarlos a través de una rejilla metálica. Solo entra en contacto con otros cerdos adultos en el establo de espera, en condiciones estrechas que no guardan relación alguna con la formación de grupos en estado silvestre. La cerda de cría nunca ve la luz del sol, nunca puede revolcarse en el lodo ni bañarse en una laguna, nunca puede retozar sobre el suelo de un bosque.
El final de su vida comienza con el transporte de animales, que puede durar hasta 24 horas. Cada cerdo de 100 kilogramos dispone allí de un espacio de medio metro cuadrado. Cuanto más largo es el viaje, mayor es la probabilidad de que los animales se muerdan entre sí, se ensucien por completo con sus excrementos o empiecen a gruñir por miedo, hambre y sed14. En el matadero huelen la sangre de sus congéneres, y según algunos informes, muestran entonces una reacción de pánico15. En el matadero se trabaja a destajo. Solamente en Alemania se faenan 58 millones de cerdos por año, y alrededor de medio millón de ellos vuelven a despertarse en el agua de escaldado a 60 grados por no haber sido «finiquitados» correctamente16. Y parece poco probable que no haya sufrimiento en la muerte de todos los demás. El método generalizado de anestesia con dióxido de carbono, por ejemplo, consiste en llevar a varios juntos en cestas hacia un pozo y exponerlos allí a una mezcla de gases con más de 40% de dióxido de carbono. Los intentos desesperados de escape de los animales, que patalean, gritan y jadean en busca de aire, duran hasta 25 segundos.
Es importante hacer referencia a los tormentos sufridos durante el transporte y la matanza porque no todos los animales que comemos han sido sometidos previamente a una cría intensiva. Sin embargo, 98% de la carne destinada al consumo en Alemania proviene de explotaciones a gran escala, y en el caso de los cerdos la cifra llega a 99,3%. Por lo tanto, existe una muy alta probabilidad de formar parte de este sistema de explotación intensiva, aun para quienes se proponen ingerir «poca carne»17. De todos modos, también hay establecimientos con certificación de calidad orgánica, que aceptan disposiciones y controles más estrictos. Por ejemplo, los distintos animales deben tener suficiente espacio para satisfacer las «necesidades particulares de su especie»: para acostarse, darse vuelta, estar parados, extender las extremidades y limpiarse. En los establecimientos orgánicos es obligatorio el uso de anestesia para realizar la castración, el descole, el despique, el descorne y el descolmillado, mientras que en los esquemas de explotación intensiva todos estos procedimientos dolorosos se efectúan sin anestesia. Si dejamos de lado los casos de abuso –que son bastante frecuentes–, cabe decir que los animales tienen mejores condiciones en los establecimientos orgánicos. Esto debe verse como algo relativo, ya que en esos espacios reina igualmente la competencia económica y la producción debe ser rentable. Pero sobre todo hay que señalar que los animales provenientes de establecimientos orgánicos también viajan hasta cuatro horas para terminar su vida en el matadero, donde experimentan y padecen lo mismo que sus congéneres criados de forma intensiva.
La cría intensiva de animales es la regla; la variante orgánica es la gran excepción dentro de la producción de carne. En la cría intensiva, muchas torturas ya están casi incorporadas a los animales. En definitiva, el único motivo por el que ellos están allí es para aportar la mayor cantidad posible de carne en el menor tiempo posible, sin que importen su esqueleto ni funciones como la respiración y el libre movimiento. Los tormentos continúan durante el cautiverio y alcanzan su punto máximo en el momento del transporte y la matanza. Los establecimientos con una genuina certificación orgánica evitan las crías por tortura y generan una pérdida menor en términos de calidad de vida. Pero, al final, sus animales están destinados a ir a los mismos mataderos. Por lo tanto, la muerte sin sufrimiento es un mito. A partir de esto cabe sostener, a modo de conclusión parcial, que los legítimos intereses de los animales por su propio bienestar ya justifican una alimentación sin carnes. No hace falta siquiera un interés diferenciado de supervivencia para respaldar este resultado preliminar.
Por supuesto que existe la posibilidad de matar de manera muy rápida y sorpresiva. Por lo tanto, es posible que a algunos pocos de los animales que van a parar a los platos de los seres humanos efectivamente se les haya concedido un final sin sufrimiento18. ¿Podríamos decir al menos en esos casos (cada vez más infrecuentes e improbables) que es correcto matar animales para que la gente los coma? ¿O hay un interés vital genuino de los animales que se contrapone? Se trata de un tema controvertido entre los filósofos; en esto el escepticismo incluye aun a algunos colegas comprometidos con la ética animal, como Peter Singer y Ursula Wolf. Yo creo que ese escepticismo no tiene una buena justificación. En mi opinión, el hecho de matar a un animal capaz de sentir y experimentar constituye en circunstancias normales un caso de daño, pero no por el sufrimiento infligido sino por la privación. La propia supervivencia tiene valor si sigue ofreciendo la perspectiva de experiencias y actividades placenteras. Quien mata a un animal le quita precisamente esa posibilidad.
Esto no es tan distinto en el caso de los seres humanos, aunque a nosotros se nos suma la posibilidad de valorar la propia existencia con (auto)conciencia y de desear expresamente la supervivencia. Tal vez por eso tenemos un mayor interés vital que los animales, que no pueden remitirse de manera autoconsciente a la temporalidad de su propia vida. Pero para ellos la matanza también significa una pérdida, que es definitiva y completa. Por lo tanto, para matarlos se requiere una justificación, como lo establece incluso la mencionada Ley de Protección Animal de Alemania; y pese a lo que induce a creer esta norma, las meras preferencias en cuanto a gustos no son suficientes.
¿Pueden generarse deberes humanos a partir de intereses animales?

Cabe preguntarse finalmente si los intereses animales por el bienestar y la supervivencia generan de hecho el deber de renunciar al consumo de carnes. Esto no depende de los intereses de los animales únicamente, sino también de otras condiciones: ¿no exige quizás el supuesto deber algo que, desde lo conceptual o lo fáctico, no se le puede exigir a nadie? ¿Es posible que a partir de él surjan expectativas concretas en determinados actores específicos? ¿No prescribe acaso acciones que para ellos son inaceptables o totalmente incorrectas desde el punto de vista moral? Conceptualmente, no hay nada que objetar a la demanda de dejar de comer carnes. Pero ¿qué pasa con la posibilidad fáctica de cumplir ese deber?
Si se tratara de una exigencia general, dirigida a preservar a los animales para evitarles una muerte violenta, la premisa sería realmente imposible de cumplir. Muchos mueren en áreas salvajes bajo las garras de sus predadores. Si quisiéramos impedir esto de forma total, deberíamos transformar su hábitat en una gigantesca reserva silvestre con personas apostadas como guardaparques. Desde luego, sería absurdo.
Sin embargo, en el marco de una interpretación razonable, el deber de renunciar al consumo de carnes no exige intervenir de manera general en la relación entre predadores y presas19. Lo único que debe impedir es que los seres humanos maten sin necesidad a animales que en su mayoría ya están bajo su control. De por sí, no es algo conceptualmente desacertado ni imposible en lo que respecta a su cumplimiento fáctico.
¿Podemos decir, como cuestión de principio, a quién compete este deber y para qué exactamente? Está claro que sí, porque el deber en cuestión consiste en la prohibición de causar un daño, y los deberes de no producir daños son generales. Eso significa que cada actor normativamente imputable debe respetarlos frente a todos los demás. Como mucho, se podrían discutir los casos donde se presenta una situación de defensa propia, emergencia o eutanasia justificada ante un gran sufrimiento. Pero quien mata a un animal con el solo propósito de consumir su carne no puede estar incluido dentro de esas excepciones.
¿Existe la posibilidad de que, al fin y al cabo, el deber sea inaceptable? ¿O que lleve a los actores a hacer algo totalmente equivocado desde el punto de vista moral, como descuidar a los propios hijos? En la práctica, podrían ocurrir ambas cosas. 

Algunas personas viven en condiciones paupérrimas, que casi no les dejan opción para cubrir su necesidad de alimento. Hay otro peligro que resulta más difícil de juzgar, pero también debe tomarse en serio: sin la caza podría colapsar todo un modo de vida, en el cual se basan la propia identidad y el orgullo de su gente. Tal vez la única alternativa fáctica frente a una vida colectiva como cazadores sea un estado de anomia, de absoluta pérdida de orientación moral, como ya puede observarse en muchos grupos indígenas20.
Los especialistas en ética animal debaten si es admisible la caza practicada por los indígenas21, pero nosotros podemos dejar que esa controversia siga su curso. En cualquier caso, como habitantes de ciudades y países occidentales con grandes riquezas, estamos en una posición completamente distinta de la que tienen pescadores pobres en África o el pueblo inuit en Groenlandia, cuyo modo de vida puede basarse por completo en la caza de focas. Nosotros disponemos de un amplio espectro de comidas asequibles, saludables, sabrosas y dignas para el ser humano. Podemos alimentarnos con productos vegetales sin poner en riesgo nuestra salud, ni renunciar al placer como ascetas, ni quebrantar deberes identitarios (por ejemplo, de tipo religioso), ni sufrir el colapso de nuestro modo de vida. Por lo tanto, debemos alimentarnos con productos vegetales22.
Se me podrá reprochar el haber ignorado a toda la gente que hoy, también entre nosotros, vive de forma directa o indirecta de la cría de animales con fines alimentarios. ¿Qué se hace entonces con quienes trabajan en la industria alimentaria y la agricultura? La respuesta es simple: mientras el sistema en el que participan y del cual dependen falte como tal a los deberes morales, ellos no contarán con ningún derecho válido para exigir su continuidad. La comparación entre esclavismo y cría de animales, que en otro contexto sería muy dudosa23, aquí resulta útil. El esclavismo constituía una injusticia, aun cuando asegurara la subsistencia económica a muchísimas personas (por ejemplo, en los estados del sur de Estados Unidos). Los beneficiarios del sistema quizás estaban habilitados a reclamar ayuda en la transición hacia una economía basada en otro modo de producción; pero no tenían derecho a conservar esclavos.
Por analogía, también debemos hallar soluciones institucionales para compensar de manera justa a las personas cuya subsistencia económica hoy depende de la cría de animales, y ayudarlas a reconvertirse con nuevos métodos sin explotación ni matanza. Pero ese es un deber secundario, que deriva de otro previo. No debemos seguir quitando el bienestar y la vida a animales capaces de sentir y experimentar solo para disfrutar de ventajas relativamente triviales. Por lo tanto, el verdadero respeto a los derechos de estas criaturas coexistentes significa optar por una alimentación que en la mayor medida posible24 sea vegana.

Nota: la primera versión de este artículo en alemán fue publicada con el título «Schweinesystem. Ein Plädoyer für fleischlose Ernährung» en Blätter, 7/2015, disponible en <www.blaetter.de/ausgabe/2015/juli/schweinesystem>.
Fuente: https://nuso.org/articulo/sistema-de-cerdos/?utm_source=email&utm_medium=email
Traducción: Mariano Grysnzpan. Imagenes: Bild: Seniju: "49/50" (Attribution License) -Agronline - Alibaba - HaceteVeg.com - Infobae


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