Sobre el devenir en tiempos de… ¿in-tolerancia?
Fue Locke quien vino a conceptualizar por primera vez el término “tolerancia” que tan manidamente utilizamos en la actualidad y fue otro filósofo Popper quien jugó con el mismo planteando quiméricas dicotomías con el fin de reflexionar sobre las limitaciones de la permisividad social ante los excesos de algunos y la laxitud de otros. Y bajo una provocación bien planteada nos espetaba: ¿podría una sociedad infinitamente tolerante, conducirnos al totalitarismo?
Casi todos asumimos que una sociedad tolerante, un Estado tolerante se convierte en lugar, espacio ideal para el pleno disfrute de uno de los principios intocables de la dignidad y esencia de las personas, “la libertad de expresión”; pues de esta manera convertimos nuestro espacio social en garante de la esencia humana frente al poder estamental y frente al poder de las mayorías. De ahí que podríamos afirmar que la tolerancia se convierte en la seducción de todo Estado moderno democrático y progresista y por ende valor a consolidar.
Sin embargo, no es menos cierto que para darse la misma es siempre necesario cierto grado de razón crítica y alerta cognitiva, y es que como vengo a sugerir, la tolerancia, y/o libertad de expresión o se cuidan, se refuerzan, se transmiten, en definitiva, se educan o podríamos caer en la simple y sencilla destrucción de las mismas. En línea, creo recordar que fue Lukács quien definió el nazismo como la destrucción de la razón, lo que, y pesar de poder ser tachado de exagerado o incluso de malagüero, nos puede dar algunas pistas en relación a la capciosa pregunta “popperiana”.
Pues, en el fondo con la pregunta, Popper venía a sugerir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen de la ley y se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos. Era de alguna manera, una llamada de atención de una prospección al nuevo y moderno occidente.
Con esto, no pretendo caer en el rápido y sencillo paralelismo de afirmar que hoy se esté repitiendo o dando el fascismo en su estilo clásico, sino más bien lo que vendría a sugerir es que se está dando y desarrollando cierto grado del mito de la supremacía por parte del sujeto blanco occidental.
Y es que la frustración en lo personal y social actual de muchos de estos sujetos en una sociedad tan necesariamente plural y multicultural, no ha sido entendido por el “hombre blanco” occidental y por otra parte no se ha sabido bien explicar por parte de un sistema neoliberal que se olvida de todos/as incluso de los presuntamente “suyos”.
Lo que ha ido generando una ola contemporánea de nacionalismo y racismo, alimentada por un contradictorio sentimiento de humillación y desesperación. Es lo que sienten muchas de las personas cuando toman conciencia de su incapacidad para realizarse en este “su sistema”, entrando entonces en la comparación con el otro, o mejor dicho necesitando para mal subsistir compararse con el otro (el de fuera), llegando a ser el otro en gran medida el que venga a justificar su propia incapacidad o pobreza, a la vez que genera, como adelantamos, una identidad supremacista reforzada en la territorialidad y en la nación.
Con todo esto, lo que tenemos en la práctica es que la tan manida tolerancia terminológica ha venido a suponer que los trabajadores-pobres lugareños de occidente, tengan que vivir, en sus espacios vitales con inmigrantes de otros países, incluso de otros continentes que disputan en “su pobreza” por la pobreza. Y es que ahora el nuevo racismo, es el racismo de los perdedores. La lucha no es de clases, la lucha es entre los de la misma clase, en donde la tolerancia (capacidad de aguantar) se ha convertido en algo insoportable. Al menos así se ha venido a percibir. Y es como y ante el grito de no aguanto más, cuándo y cómo la intolerancia aparece, pero… ¿ese no aguantar más, ha sabido focalizar al responsable de su sufrimiento e incapacidad?
Y hago esta pregunta, con tintes retóricos con el objeto de reflexionar sobre cómo saber enfocar el problema de un capitalismo que cada vez necesita más de todos, pero responde cada vez a menos. Siendo entonces, ante tanta insostenibilidad anímica y constante frustración, cuando nos podemos encontrar que un Estado legislativamente tolerante, e incluso socialmente tolerante se vaya transformado en una sociedad intolerante con discursos intolerantes que podrían terminar en promoción de ideologías intolerantes y ulteriormente en Estados legislativamente intolerantes. Y orquestado bajo la máxima de “libertad de expresión”. Mientras lo que se da es xenofobia, racismo, misoginia y todo tipo de fobias que suelen acompañar. ¿Cómo actuar, ante ello? ¿cómo poner límites y diferenciarlos de la libertad de expresión?
Debemos pensar que no hay verdadera decisión de tolerar allí donde no se examinan ni el presunto fundamento de las opiniones contrarias ni las consecuencias para la vida común de esa conducta ajena que repudiamos. Pues la tolerancia debe ser reflexiva, crítica y fundamentada. Al respecto, me viene ahora a la cabeza el proceso contra Eichmann, en el que Hannah Arendt dejó sentado que al criminal nazi -como a tantos hombres “terroríficamente normales”- le aquejaba la falta de reflexión para distinguir lo bueno y lo malo. Es decir, negarnos a relacionarnos con los otros a través del juicio, entrando muchas veces en esa vieja falacia de “todos tenemos algo de verdad”, y eso, es parte del problema, pues si no estamos dispuestos a entrar en discernir qué grado de verdad tenemos cada uno será difícil después convivir en la diferencia y el disenso. Por lo tanto, respetar sin más, las opiniones de los otros (individuos o grupo), sería un mal asunto para la tolerancia a la vez que un uso indebido de la tan manida “libertad de expresión” y/o respeto de tradiciones.
Debemos exigir, exigirnos ser tolerantes, pero una tolerancia activa, desde la escucha, la convicción de la dialéctica, y la razón ilustrada, en donde todas/os podamos discurrir con estilos de vida, creencias y motivaciones distintas, y nadie pueda sentirse atacado por la auto-definición del otro/a.
Por lo tanto, lo que convengo aquí es que el sujeto no tendría que ser aceptado en una sociedad tolerante, sino que sería el propio sujeto o grupo quienes decidan coexistir en una sociedad tolerante. Pues, entender que el hecho de que el otro consiga desarrollarse y sentirse cómodo con su estilo de vida y creencias, en realidad, lo que vendrá a garantizar es que mi estilo de vida y creencias podrá del mismo modo desarrollarse. Y entiéndaseme bien, esto no significa tolerar en un sentido débil (soportar a las minorías) y sí, estar dispuesto/os a mejorar, a ceder y sobre todo a aprehender que en ocasiones incluso podríamos censurar, censurar la intolerancia (acciones y leyes que son injustas o menoscaban al otro/a aun siendo minoritarias sus costumbres o ideas, inclusive cuando a mí no me toca).
Por lo tanto, no es nada fácil, pero todo lo que no sea reflexionarlo, todo lo que no sea discutirlo y todo lo que no sea ponernos en alerta, será caer en darle la razón a Popper.
La tolerancia se cuida, se educa y se valora, pues no todo vale. Debemos estar atentos, al menos a que los intolerantes no puedan desplegar sus intolerancias bajo ninguna excusa de falsas dicotomías y usos indebidos de la libertad de expresión. Pues eso.
José Turpín Saorín es antropólogo.
Fuentes: Rebelión