La memoria oscura en el capitalismo crepuscular
En un contexto marcado por el colapso del capitalismo y el capitalismo del colapso, que bien se puede denominar capitalismo crepuscular, resulta altamente improbable evitar los peores escenarios de un colapso desordenado, caótico y destructivo. Dicha improbabilidad se debe a la general ignorancia de los arraigados fundamentos míticos y psíquicos de la humanidad (la memoria oscura como sombra e inconsciente colectivo), lo que dificulta enormemente la necesaria toma de consciencia para un giro radical que permita “colapsar mejor” a nuestra moderna civilización termoindustrial.
Gil-Manuel Hernández Martí
No es que sea imposible dicha toma de consciencia, que precisaría de un trabajo profundo por parte de una considerable masa crítica de personas. Sin embargo, ello requeriría de un tiempo del cual no se dispone, dadas las urgencias y dinámicas del colapso en curso, especialmente visible en ámbitos tan cruciales como el energético y el ecológico.
Por si fuera poco, el sistema capitalista tiende a escapar locamente hacia adelante, desoyendo sistemáticamente las señales que envía el inconsciente, desalentando o obstaculizando, cuando no criminalizando, las ideas o prácticas que posibilitarían un cambio de consciencia individual y colectiva. Así que, con el colapso avanzando, sin tiempo, y atrapados en una fortaleza de insensibilidad sistémica, en principio bien poco se puede hacer.
La sombra, el inconsciente colectivo y los sesgos cognitivos
Para abordar qué es la memoria oscura hay que introducir los conceptos de sombra e inconsciente colectivo, tomados de la psicología profunda de Carl Gustav Jung. La sombra hace referencia, en la psique personal, a los rasgos o capacidades innatas del individuo que desde la infancia van siendo desplazados hacia el inconsciente. Estos pueden presentar un carácter negativo o de potencialidad positiva, y en cualquier momento pueden aflorar, apareciendo como emergencias de la cara no visible de lo visible.
Existe una sombra individual, pero Jung también se refiere a la sombra colectiva. En ella podemos encontrar los aspectos más negativos y preferentemente destructivos (y autodestructivos) de las sociedades humanas (guerra, violencia, crimen, atrocidades, dominación y explotación). Según la psicología junguiana, bajo el mundo de la razón descansa otro mundo oscuro y desconocido, el inframundo, cuyos influjos en el mundo son muy reales. La sombra, ya sea en su aspecto individual o colectivo, tiene que ver con todo aquello que no aceptamos o queremos conocer de nosotros, nuestras imperfecciones o vergüenzas, aunque también contiene energía positiva para realizar potencialidades negadas o reprimidas. Ciertamente, la sombra jamás será disuelta por completo ni será totalmente enajenada, pero sí se puede intentar conectar conscientemente con ella e integrarla, acogiendo y procesando tanto sus elementos destructivos como sus aspectos emancipadores.
Con todo, el concepto de sombra solo tiene pleno sentido si se conecta con otra de las aportaciones clave de Jung, la referencia a un “inconsciente”, bien en su versión individual, que contiene el conjunto de recuerdos personales, sentimientos y comportamientos olvidados o reprimidos, bien como lo que Jung denominó “inconsciente colectivo”, enorme y ancestral, lleno de las imágenes y comportamientos de la humanidad a lo largo de su historia.
Para Jung, el inconsciente colectivo reúne la totalidad de la memoria humana, constelada por arquetipos y complejos psíquicos, que son universales, siempre activos y uniformemente extendidos. Los arquetipos del inconsciente colectivo, o imágenes primigenias compartidas por la humanidad, poseen la misma cualidad, energía y capacidad de influencia que los instintos biológicos. Lo inconsciente colectivo consta de la suma de los instintos y de sus correlatos, los arquetipos, que se evidencian en mitos, cosmovisiones religiosas, experiencias psíquicas y construcciones culturales. Según Jung, los arquetipos son sistemas de aptitud para la acción, que incluyen imágenes y emociones, que suponen posibilidades de ideas heredadas y evidencian la conexión de la psique con la naturaleza. De modo que actúan como factores y motivos que ordenan los elementos psíquicos en imágenes arquetípicas con capacidad de producir efectos en el mundo material.
Jung derivó su teoría del inconsciente colectivo y los arquetipos que lo pueblan de la constatación empírica de la ubicuidad de los fenómenos psicológicos que no podían explicarse en base a la experiencia personal. En ese sentido se hablaría de una especie de sustrato psíquico colectivo, conformado por motivos mitológicos recurrentes o imágenes primordiales recogidas en las mitologías de todo el mundo, que afloran como matrices energéticas para la acción individual y social en todas latitudes y culturas, y cuya mayor parte se encuentra sumida en la oscuridad. Además, y esto es muy importante, los arquetipos no se pueden negar, solo integrar e interpretar en función de cada contexto o etapa de transformación de la conciencia que va experimentando la civilización, pues si se les ignora o neutraliza sobreviene la neurosis (o la psicosis colectiva), que en el plano psíquico equivale al suicidio en el plano físico.
La potencia de los arquetipos y los complejos arquetípicos derivados de aquellos es tal que, a menos que se realice un ímprobo, arduo y largo trabajo personal, bien de psicoterapia, bien de imaginación activa, bien de atención plena y riguroso autoexamen, es difícil percatarse de como influyen y nos dirigen con su fuerza y orientación, tanto individual como colectivamente. En términos similares se expresan disciplinas modernas como la psicología transpersonal o la psicogenealogía, además de formas de conocimiento tradicionales como la alquimia, la introspección mística y las llamadas “epistemologías del Sur”, según expresión del sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos.
Pero por si acaso desde un cientifismo racionalista estas cosmovisiones se pudieran catalogar como “esotéricas”, habrá que señalar que, como expone el psicólogo alemán de la percepción Rainer Mausfeld en su excelente y reciente Por qué callan los corderos (2022), en la ciencia cognitiva y en el campo de la economía conductual se ha estudiado de qué manera el juicio humano y el comportamiento de toma de decisiones se ajustan a diferentes tipos de criterios de racionalidad. Y al respecto afirma Mausfeld: “Los resultados de numerosos estudios han permitido identificar un gran número de los llamados sesgos cognitivos, que ponen de manifiesto que la racionalidad humana está sujeta a enormes limitaciones por el propio diseño de nuestra mente, ya que nuestro comportamiento de juicio y elección está sujeto a sus propias leyes cognitivas naturales, que son características universales de la especie humana. Pero es que, incluso con la experiencia y el entrenamiento apropiados, dichas limitaciones solo pueden compensarse dentro de unos límites muy ajustados, dado que el procesamiento interno de la información tiene lugar de forma inconsciente y automática y es, en gran medida, robusto frente a las percepciones intelectuales de su funcionamiento”.
La memoria oscura
Hacer memoria significa realizar un esfuerzo por recordar algo sucedido entre todos los sucesos y fenómenos que conforman el devenir histórico. Por tanto, cualquier acto de memoria es ya un acto de selección, es decir, de olvido, dentro del enorme ámbito fenomenológico de la historia. Por ese motivo, frente a la memoria oficial existe siempre una memoria no evocada, una memoria oscura, no activada, escondida o marginada, que se prefiere no recordar o inconscientemente se queda en las sombras. Pues como ya enseñara Freud, al analizar los procesos psíquicos del recuerdo resulta que la memoria y el olvido están indisolublemente ligados una a otro, que la memoria no es sino otra forma del olvido y que el olvido es una forma de esconder una memoria oculta, dada su naturaleza problemática, desmesurada y desbordante.
Y es que a la hora de abordar la naturaleza de la memoria oscura bien puede traerse a colación el referente de lo que en física denominan la “energía oscura” y “materia oscura”. En la cosmología física, la energía oscura es una forma hipotética de materia que estaría presente en todo el espacio, produciendo una presión negativa que tendería al incremento de la aceleración del Universo. Con la singularidad de que esta energía oscura aportaría casi tres cuartas partes de la masa-energía total (70 %) del Universo, y estaría llenando uniformemente el espacio vacío.
En cuanto a la materia oscura, se trata de una materia también hipotética de composición desconocida, que sería mucha más de la conocida y que actúa con la radiación electromagnética. Así que, si la mayor parte de la energía y de la materia del Universo es “oscura”, es decir, desconocida pero influyente, como símil metafórico también podríamos hablar de una “memoria oscura”, que sabemos que existe y actúa, pero que es “desconocida” para la memoria construida oficialmente, es decir, para la memoria institucional del sistema, que actúa al tiempo como garantía estructural de lo recordable y como prescripción de lo posible y deseable entre la gran masa de la población.
Tal es el caso de la memoria superficial y oportunista que activa la psicopolítica neoliberal y el orden capitalista termoindustrial. Esta memoria instrumental es selectiva y está guiada por propósitos que emanan del presente pero que operan con una psicopática proyección de futuro, motivo por el cual amplios sectores de la memoria colectiva son desactivados o no activados, manteniéndolos en la oscuridad por su inconveniencia, su inutilidad o su incoherencia de acuerdo con los criterios crecientemente exterministas que deben de asegurar la reproducción del orden de propiedad de la modernidad capitalista.
Sin embargo, esa voluntad del poder de las élites, que creen poder fabricar e instrumentalizar la “memoria útil” esquivando las complejidades, incomodidades y profundidades de la “memoria prescindible”, no evita que los arquetipos y complejos arquetípicos del inconsciente colectivo que se agitan en la sombra (la memoria oscura y oscurecida), atenúen su gigantesco poder e influjo, pues son primordiales, prepolíticos, cósmicos y hay quien diría que hasta previos a la humanidad, si es que se adopta una visión pamsiquista del universo. De modo que si ciertas versiones o potencialidades de esos arquetipos empujan en la dirección de la autodestrucción humana y la destrucción de la biosfera, y diríase que históricamente así ha sucedido en conexión dialéctica con el antropocentrismo, el patriarcado y los sucesivos modos de explotación (esclavismo, feudalismo, capitalismo), no querer reconocer la potencia de esos arquetipos desde una soberbia racionalista y de poder solo abocaría al desastre, pues no se trata de fuerzas a las que se pueda vencer (son descomunales y estructurales), sino que, como ya se ha dicho, tan sólo se las puede integrar e interpretar.
El problema añadido es que la masa mundial de las poblaciones formateadas, generación tras generación, bajo la ignorancia (especialmente moderna) del inconsciente colectivo, también desconoce su poder, quedando radicalmente expuestas y vendidas ante él. Y sin saber qué fuerzas nos han influido para haber llegado al delirante y fáustico sistema actualmente vigente no existe demasiado margen para el optimismo. Al fin y al cabo, parece que en una dinámica fascinante las potencialidades de los arquetipos, que pueden ir tanto en una dirección liberadora y constructiva (amor y ayuda mutua), como opresiva y destructiva (odio y agresión), se interpenetran dialécticamente con los desarrollos y lógicas de la historia, que incluyen sus diversos modos de explotación, espirales energéticas, luchas de clases y géneros, creaciones culturales y relaciones entre sociedad y naturaleza.
Así que desde esa perspectiva podría sugerirse, con una mezcla de amargura y resignación, que los arquetipos proyectados culturalmente como dioses, héroes o similares, caso de Saturno, Marte, Prometeo, Ícaro, Plutón, Sísifo, Narciso o Artemisa, activados por el capitalismo en su versión más negativa o destructiva, han ido ganando la batalla a los aspectos más positivos o constructivos aportados por ellos mismos o por los Apolo, Dionisios, Afrodita o Atenea, mientras Gaia deja hacer desde su sabiduría orgánica y ancestral. Si como decía Max Weber, los dioses encarnan valores, normas e ideales diferentes y a menudo irreconciliables, aplicado a los arquetipos eso significa que es crucial ser conscientes de su influencia para poder decidir por donde se quiere ir mediante un acto de voluntad, no necesariamente racional.
Dicho más llanamente, el poder “terrenal” y materialista cree reprimir o al menos controlar, con arrogante eficacia, lo que puede cuestionarlo, tanto si se trata de ejemplos extraídos del registro antropológico del pasado que contradicen sus dogmas centrales, como si se refiere a dramas actuales como las migraciones masivas causadas por la desigualdad sistémica, el descenso energético, el cambio climático o la imposibilidad de seguir creciendo sin acrecentar los riesgos de extinción de la biodiversidad, entre otras catástrofes alimentadas por el capitalismo crepuscular. Hasta el punto de que cuando más crepuscular es, es decir, cuanto más afectado e infectado está por el colapso global que él mismo provoca con su propia lógica, más intenta mantener controlada (reprimida) la memoria oscura, que sin embargo empuja desde el inconsciente colectivo con la fuerza descomunal y atávica de los arquetipos.
El racionalismo capitalista, narcisista y tecnofundamentalista hasta la médula cree absurdamente que puede domeñar y domesticar la naturaleza, también la naturaleza psíquica, incluso exprimiéndola para extraer todavía más beneficios (capitalismo cognitivo o de la vigilancia). Pero lo oscuro, siempre ambivalente, siempre activo, al estar sojuzgado y no expuesto al trabajo alquímico de la consciencia despierta, no cede en su presión y se infiltra por doquier, multiplicando las grietas de un sistema decrépito y amurallado, obstinado en no ventilar el ambiente enrarecido (competitividad, destrucción, violencia, depredación, guerra, malestar crónico) porque valora, desde un estrecho pragmatismo, que eso le beneficia. Y sí, probablemente lo hace a corto plazo, pero aumentando sus propias contradicciones, posibilitando un colapso catastrófico y restringiendo de paso las probabilidades de una transformación social liberadora y emancipadora.
La alineación consciente (irresponsable) o inconsciente (caótica) del capitalismo crepuscular con los arquetipos más destructivos, o si se prefiere, con las potencialidades más destructivas de los arquetipos que se agitan en el inconsciente colectivo, es cierto que lo apuntalan momentáneamente, pero a su vez lo llevan a declinar inevitablemente, como en un lento hundimiento en arenas movedizas. Cuando Jorge Riechmann afirma que somos un “simio averiado”, quizás la “avería” tenga que ver con esa ignorancia sistémica que el anthropos tiene recurrentemente de su sombra y su inconsciente, que el Capitaloceno senil no hace más que exacerbar. Y ante este panorama de sombra no reconocida, de memoria oscura negada, quizás Gaia permanece serena, probablemente apenada y compasiva, mientras a la humanidad le toca lidiar consigo misma.
Amnesia, anestesia y apocalipsis en el capitalismo crepuscular
Sostienen Francis Weller y Joanna Macy que los dos problemas principales de nuestra civilización son la amnesia y la anestesia. Amnesia, porque tristemente nuestra sociedad ha convertido los rituales de la vida en rutinas de la existencia, perdiéndose las necesidades esenciales que habían alimentado a las comunidades humanas desde hace milenios. De modo que el olvido del “lenguaje del alma” nos habría ido dejando desorientados, desamparados y atemorizados, volviéndonos, paradójicamente, mucho más vulnerables frente a las pérdidas. Y además desprovistos del mito, que según Karen Armstrong ha servido siempre como una guía para llevar una vida más plena y positiva. Consecuencias de esta amnesia son la depresión, la ansiedad y la soledad.
En cuanto a la anestesia, sería fruto de la dificultad para poder gestionar un dolor y un vacío demasiado grandes, que se intenta gestionar con curas analgésicas, alcohol, drogas, trabajo, consumo, pantallas, etcétera, sabiendo íntimamente que no estamos hechos para vivir vidas superficiales, resignadas y carentes de sentido. La anestesia, en suma, no haría más que aumentar nuestro sufrimiento, mientras se desarrollan las terminales de lo que Byung Chul Han denomina la “sociedad paliativa”.
Negación capitalista y antropocéntrica de la sombra y la memoria oscura, ignorancia de los arquetipos, escisión suicida de la naturaleza, desacralización del mundo. Amnesia y anestesia, autoengaño y escapismo. Y una paradoja: solo el apocalipsis puede ayudar a cambiar las cosas. Porque sin el “apocalipsis” o “revelación” consistente en darse cuenta de la importancia existencial de la memoria oscura, el “fin del mundo” capitalista es inevitable en su versión más catastrófica o cataclísmica. Dicho de otro modo: solo el apocalipsis como revelación de la especie puede ayudarnos a sobrellevar mejor el apocalipsis entendido como colapso, posibilitando la extracción de semillas prometedoras y posiblemente emancipadoras. Cabe suponer que eso es a lo que se refieren los colapsólogos Servigne, Stevens i Chapelle cuando defienden que “otro fin del mundo es posible”.
Pero sería traicionar al realismo antropológico no insistir en las potencialidades positivas, constructivas y liberadoras de los arquetipos, si es que se cultivan y estimulan, porque disponibles están en esa memoria oscura de la humanidad. Al respecto baste con citar el libro El amanecer de todo. Una nueva historia de la humanidad (2022), de David Graeber y David Wengrow, en el que se expone brillantemente como el relato occidental y moderno del progreso puede ser cuestionado y rebatido, basándose en la evidencia científica que ha salido a la luz solo en las últimas décadas. Una evidencia que muestra, a través de no pocos testimonios y narrativas, bien de la prehistoria, bien de testimonios de pueblos originarios, que otras realidades siempre son posibles. Como por ejemplo la ausencia de élites gobernantes y sistemas de gestión de arriba hacia abajo en numerosas sociedades complejas, con poca o ninguna evidencia de jerarquías sociales, con trayectorias más igualitarias incluso en en entornos urbanos, operando con principios muy diferentes a los hoy dominantes. Sociedades en las que predominaron valores como la libertad, la igualdad, la democracia, la no violencia o el florecimiento de la flexibilidad y la creatividad política. En definitiva, evidencias de que en las sociedades humanas existe la posibilidad real de rectificar y experimentar, alejándose de modelos peores de sociedad y construyendo modelos mejores.
Como ha subrayado Ferran Puig Vilar, el colapso en curso no tiene por qué ser el fin del mundo, aunque sí sea el fin del mundo que conocemos. Un cambio histórico, cosmológico y de paradigma, ante el cual va a ser muy necesaria una acción intersticial y resiliente, capaz de aprovechar los intersticios actuales del sistema y los huecos que vaya creando en su descenso, para situarnos fuera de él y ejercer presión creciente a medida que las nuevas iniciativas prefigurativas vayan tomando cuerpo.
Según afirma Franco “Bifo” Berardi, no se puede detener el apocalipsis que han producido cinco siglos de devastación imperialista, pero “es posible crear islas, aunque limitadas en el tiempo y en el espacio, en las que se suspenda la depresión y sea posible la vida feliz”. En consecuencia, y a partir de bucear con determinación en nuestra memoria oscura, sería imperativo interpretar arquetipalmente el sentido del tiempo y, aún sin plenas garantías, empezar a generar transformaciones partiendo de la escala local. Solo así, atravesando como buenamente se pueda el torbellino del colapso sistémico, se podrían ir generando “brotes sanos”, es decir, espacios de resistencia, resiliencia y refundación del vínculo social. Unos espacios obviamente postcapitalistas que habrán de constituirse en clave de confederalismo democrático decrecentista y desde presupuestos simbioéticos inherentes a la cosmovisión de Gaia y a la concepción de un universo con sentido.
Gil-Manuel Hernández Martí: Profesor titular del Departamento de Sociología y Antropología Social de la Universitat de València. Autor de La condición global. Hacía una sociología de la globalización (2005), Sociología de la globalització. Anàlisi social d’un món en crisi (2013) o Ante el derrumbe. La crisis y nosotros (2015).
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/laplaza/memoria-oscura-capitalismo-crepuscular - Imagen de portada: La carretera que atraviesa el país a su paso por Dikhil, una ciudad cercana ala frontera con Etiopía. ÁLVARO MINGUITO