Sobre la ecología de la Historia
Las partículas de dióxido carbono emitidas a la atmósfera durante la revolución industrial aún hoy circulan entre nosotros y a través de nuestros organismos. Este análisis parte de esa "presencia fantasmagórica" para plantear la relación que tenemos con el tiempo y cómo se inscribe en el sistema en el que vivimos, marcado por los combustibles fósiles.
José Luís Rodríguez
Sabemos a ciencia cierta que, de las partículas de dióxido de carbono (CO2) emitidas a la atmósfera, existe un porcentaje relevante que tarda muchos años en ser reabsorbido por los, digamos, sistemas naturales de captura de carbono; tarda cien años, doscientos años. Por esto también sabemos que, si la idea de que el pasado percute en el presente va más allá de lo simbólico y se acerca a lo traumático, de ello no hay manifestación socioeconómica más sensible que la de las partículas de CO2 emitidas a la atmósfera durante la revolución industrial que aún circulan entre nosotros y a través de nuestros organismos, que están todavía presentes en la atmósfera y participan hoy de la crisis climática y la aniquilación ecológica. Una crisis de sobreproducción secular que atiborra el aire. Sabíamos, finalmente, y estas certezas lo confirman, que la historia del movimiento obrero es una historia de fantasmas.
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La relación que tenemos con el paso del tiempo, tanto en cómo lo percibimos a nivel individual como a través de nuestra participación colectiva en la historia humana, está ahora mismo embotada. La simplísima representación simbólica que hubo del paso del tiempo en la modernidad podría haber sido la de una flecha siempre ascendente y siempre fulgurante, pero sin diana en la que acertar (o en la que errar); ninguna culminación, solo avance. Esta idea de progreso perpetuo e irrefrenable ha sido dominante durante siglos, por muy serios y afinados que hayan sido los avisos sobre la estela oscura que este progreso deja tras de sí. Sin embargo, esta travesía vigoréxica a través del tiempo en la que el capitalismo se adentró ahora es sencillamente un estallido anodino sin dirección. Un viaje cuya promesa de felicidad ha mutado lentamente en una promesa de catástrofe. La percepción sensorial del futuro es la de una avalancha que se cierne, pero donde «cernirse» es un verbo intransitivo: una amenaza sostenida incapaz de realizarse, un desastre perpetuamente postergado. El futuro, de algún modo, se pliega continuamente sobre el ahora.
Un planeta que arde para propulsarnos a ninguna parte
También el pasado se ha plegado sobre el ahora. Según ha expuesto Stephen Pyne en The Pyrocene, parece ser que la cantidad de materia orgánica que estamos quemando cada año equivale a la que necesitó seiscientos para generarse; en cierto sentido, estamos haciendo que el pasado planetario arda para propulsarnos a ninguna parte. Este impulso devorador de tiempos encierra significados que van más allá de lo simbólico.
El presente, como un sumidero insaciable, ha atraído hacia sí todo lo que tenemos por detrás y la posibilidad de lo que deberíamos tener por delante. Así, se está construyendo bajo su peso. La necesidad capitalista de adentrarse en los distintos estratos de la tierra movido por su voracidad acumulativa, atravesándolos como si fueran fronteras históricas, conjurando «potencias subterráneas» que «ya no es capaz de dominar», nos habla de un hambre necrófila, insaciable con el presente y, en última instancia, con cualquier tiempo.
Si los seres humanos somos esencialmente una condensación de historia (pasada, y por tanto recordada; futura, y por tanto imaginada), en la época del caos climático esa condensación se ha dado en unas condiciones de presión temporal tan extrema desde atrás y desde el frente que ha hecho del propio presente un fósil, incapacitado para el movimiento. Máxima densidad, pero también máxima vacuidad. Según Rob Nixon: «En este interregno entre regímenes energéticos, estamos viviendo del tiempo prestado: prestado del pasado y del futuro. “Combustibles fósiles” es una expresión que encierra esta doble relación con el tiempo planetario: por un lado, sugiere que la muerte estratificada y compactada durante milenios que la tecnología nos ha permitido resucitar es la fuerza que anima la combustión interna y escapista de nuestra civilización; por otro lado, “combustibles fósiles” también presenta el aura de algo anticuado, de una obsolescencia erigida que no se ajusta a nuestras necesidades futuras. […] Cuanto más rápido extraigamos y consumamos la herencia planetaria de hidrocarburos comprimidos, mayores serán las probabilidades de que nuestra acción nos conduzca —junto a multitud de seres vivos— hacia un futuro colectivo abreviado, convirtiéndonos en fósiles».
El CO2 es una cuestión de clase
Este apetito de acumulación que atraviesa límites espaciales y temporales está fracturando los ciclos del metabolismo planetario, emitiendo una cantidad de CO2 a la atmósfera que la Tierra es incapaz de asimilar de manera sostenible. Este excedente secular de material destructivo e invisible no es puramente químico sino también clasista. Si la civilización de las energías fósiles es una civilización atravesada de cabo a rabo por «la lucha de clases en su materialización como una forma de explotación (y, más extensamente, de dominación) socioambiental», debemos pensar en cómo la atmósfera está inscrita con los rastros de lo que podríamos denominar «resistencia muerta» frente a la quema de combustibles fósiles desde las primeras etapas de su explotación. Derrotas de clase y resistencia frente al capitalismo fósil cuyas consecuencias se acumulan en el aire.
Según narra Andreas Malm en Capital fósil, la implantación de las industrias alimentadas por combustibles fósiles en Reino Unido –el primer lugar donde esta transformación económica se produjo de manera prácticamente integral– no atendió precisamente a requerimientos de eficacia energética, sino de sometimiento y control de clase: la posibilidad de trasladar combustible a la fábricas en lugar de tener que llevar las instalaciones allí donde estuvieran las fuentes de energía (como sucedía en el caso de la energía hidráulica, que obligaba a situar las plantas junto a ríos y cascadas) permitió concentrar y controlar la fuerza de trabajo en núcleos urbanos y plantas de mayor tamaño y disponer de una reserva obrera creciente (lo que abarataba el precio del trabajo), todo ello a pesar de ofrecer unos rendimientos menores que los de otras fuentes energéticas.
Los combustibles fósiles cristalizan, por tanto, la esencia del orden capitalista: el principal vector de acumulación habrá de ser la relación opresiva y no tanto la eficiencia capitalista, y si ha de ser a costa de la destrucción de la posibilidad de vida en el planeta, que así sea. Es este el fanatismo de la religión «más extrema que jamás haya existido».
Esta implantación no estuvo exenta de conflicto, lucha, derrotas y muerte. Como casi todo ejercicio capitalista de mutación de las estructuras socioeconómicas, la introducción de los combustibles fósiles en la economía británica y la reconfiguración que llevó aparejada se encontró con un movimiento de resistencia popular que mediante huelgas, sabotajes y enfrentamientos en los lugares de trabajo y en las calles quiso poner freno al avasallamiento fabril, que se estaba produciendo por la vía de los hechos y también por vía parlamentaria. Los combustibles fósiles prometían el «control de una población completamente inmanejable» y lo hicieron, entre otras cosas, a través del control del tiempo. De ahí que muchas revueltas modernas destinaran parte de su escasa munición a hacer saltar los relojes que marcaban el compás de los ritmos de trabajo.
La constitución del presente como sumidero temporal viene precedida por prácticamente dos siglos de fijación de un nuevo orden temporal que, por su parte, estaba destinado a dar una nueva configuración a la naturaleza. Los tiempos productivos nacidos del conflicto clasista de principios del siglo XIX tenían sus propias exigencias extractivas, metabólicas, alimentarias, paisajísticas, espaciales y de ciclos planetarios. De cierta manera, los nuevos procesos desatados por el capital fósil terminaron empotrados en la naturaleza, incluso en la atmósfera, pero no solo ellos.
Almas proletarias que circulan por la atmósfera
Si la introducción del capitalismo industrial y fósil hizo frente a la contestación por parte de la clase trabajadora y esta fue derrotada, cabe considerar que las partículas de CO2 emitidas en aquel entonces y que aún hoy respiramos son la inscripción fantasmagórica en la atmósfera de la derrota proletaria que todavía hoy padecemos.
Pasado y futuro, por tanto, ejercen su gravedad sobre el presente, convocados a este plegamiento por el magnetismo del combustible fósil. Este rito continuado, este culto ordinario en el que todos los días son iguales entre sí, sin excepcionalidad aparente, ya era percibido hace doscientos años como una especie de sacrificio de almas proletarias: todo el sistema de extracción de combustibles, destinado a poner en la superficie lo que estaba bajo ella —a darle la vuelta al mundo—, era un ritual de posesión de almas por parte de individuos burgueses que ya en las crónicas de la época eran descritos como seres adictos, en cierta medida poseídos por lo que el propio Malm ha denominado «fetichismo del vapor». Esas almas proletarias, que ahora mismo circulan por la atmósfera bajo la fórmula del dióxido de carbono, exigen ocupar su lugar: como todo trauma, requieren ser devueltas al pasado.
Si el espectro de todas las clases oprimidas recorre la atmósfera, ¿no es demasiado fácil como para dejarla pasar la idea de que su reintegración a los ciclos planetarios —¡de que el CO2 sea enterrado!— se convierte ahora en el ejercicio de redención por excelencia? ¿No permite eso a su vez garantizar la posibilidad de un futuro? ¿No es acaso ese mismo movimiento, ese golpe de mano, de la mano izquierda que es la que efectúa todos los golpes relevantes en la Historia, lo que al resituar a los muertos en el pasado y al conceder la apertura del futuro está volviendo a desplegar el tiempo que se había cerrado sobre sí?
Si esto es así —y lo es—, solo nos queda reconocer una cosa. La lucha contra el cambio climático es un ejercicio de apertura del tiempo, no de cierre; no de homogeneidad, sino de posibilidad; un ejercicio de despliegue; tal y como recuerda Catherine Keller, esto es, etimológicamente, un ejercicio apocalíptico. Esta tensión entre lo que ni siquiera somos capaces de imaginar, lo que atendiendo a la realidad es imposible que ocurra y lo que, pese a todo ello, tiene que suceder —máxima densidad histórica en un puñado de años—, es el terreno fecundo donde deberemos proliferar. Frente a la catástrofe climática tendremos que activar un apocalipsis político-climático dirigido. Como dice la teóloga Janet P. Williams: «Ese muro […] es el punto en el que coinciden los opuestos. Hasta aquí, finito e infinito, imposible y necesario […]. La “violencia” necesaria para abrir esa brecha requiere nuestra más decidida colaboración».
Fuente: https://climatica.coop/sobre-la-ecologia-de-la-historia/ - Imagen de portada: El calentamiento global actual es fruto de las millones de toneladas de dióxido de carbono emitidas en el pasado. Foto: REUTERS/Mohamed Abd El Ghany.