La teoría del decrecimiento
Fede Durán - Crónicas de un escéptico
Enfermo de cáncer, ya bordeando la muerte, un Terzani espiritualmente pacificado y despojado de cualquier asomo de miedo confiesa a su hijo el estupor que le produce la felicidad capitalista, fundamentada en el tener en lugar del ser. Este lustro de crisis ha alimentado planteamientos alternativos que son como aceitunas en la almazara o canicas en la llanura: no inquietan al sistema, luego no importan. Emerge, sin embargo, una propuesta algo más factible por cuanto no se basa en abstrusas refundaciones teóricas sino en la praxis de la necesidad, sinónimo de desempleo, desmantelamiento de los servicios públicos y creciente marginalidad. Es la economía del decrecimiento.
Que los sueldos mengüen y las economías familiares aprieten la faja y lo fíen todo a un menor número de contribuyentes conlleva forzosamente una revisión estratégica que tal vez debiera quedarse cuando la crisis pase. Hoy se consume menos a cualquier escala: menos ropa, menos tecnología, menos recursos energéticos. Sin aceptar jamás un paso más allá del umbral de lo digno, esta cultura de la austeridad doméstica¡ encierra un manojo de virtudes porque se acerca a la sostenibilidad en un planeta de bienes fungibles poblado por voraces inmensos como China o EEUU.
Se trata de sensatez, equilibrio y justicia, conceptos que enriquecen las almas y las alejan de los trucos malos de la ideología y la cadena oxidada del patrón, la nómina, la hipoteca, la letra del coche y esa segunda residencia en La Barrosa o Matalascañas. El trío mágico de la catarsis revaloriza los placeres basados en la mirada, la palabra o el tacto; refuerza las economías de barrio y la autarquía del tejido ciudadano; incluso propiciaría, bucólicamente pensando, un mercado de trabajo más razonable por cuanto menores jornadas y salarios significarían más tiempo libre y empleos adicionales para quienes deben rellenar ese hueco en el teatro productivo (es lo que diversos autores han defendido como bondad en la Alemania del kurtzarbeit).
Reverso tenebroso, que nos recordaría Darth Vader: ¿Qué pensarían de la economía del decrecimiento las grandes telecos, o las eléctricas, o los colosos del calzado y la moda? ¿Cuántos cabellos se arrancarían Apple y Samsung, Sony yMicrosoft, Nike y Adidas? ¿Dónde quedarían las expectativas de El Corte Inglés o Wallmart? ¿Cuánto mancharía el barro los zapatos de Bankia o el Santander? Y los decibelios del grito de Ford, VW o Toyota, ¿cuántos tímpanos reventarían?
El capitalismo más crudo es como la partitocracia española, un secuestro permanente bajo una apariencia de libertad. Si la humanidad optase por el consumo suave, si el primer mundo decidiese hacerle sitio en el sillón terráqueo a los de abajo (a las costureras y los ensambladores), los Estados Unidos del Eurodólar intentarían que ese estúpido altruismo no arruinase el dogma del crecimiento ilimitado, aun a costa de trasvasar la riqueza y el bienestar de Occidente a Oriente.
Enfermo de cáncer, ya bordeando la muerte, un Terzani espiritualmente pacificado y despojado de cualquier asomo de miedo confiesa a su hijo el estupor que le produce la felicidad capitalista, fundamentada en el tener en lugar del ser. Este lustro de crisis ha alimentado planteamientos alternativos que son como aceitunas en la almazara o canicas en la llanura: no inquietan al sistema, luego no importan. Emerge, sin embargo, una propuesta algo más factible por cuanto no se basa en abstrusas refundaciones teóricas sino en la praxis de la necesidad, sinónimo de desempleo, desmantelamiento de los servicios públicos y creciente marginalidad. Es la economía del decrecimiento.
Que los sueldos mengüen y las economías familiares aprieten la faja y lo fíen todo a un menor número de contribuyentes conlleva forzosamente una revisión estratégica que tal vez debiera quedarse cuando la crisis pase. Hoy se consume menos a cualquier escala: menos ropa, menos tecnología, menos recursos energéticos. Sin aceptar jamás un paso más allá del umbral de lo digno, esta cultura de la austeridad doméstica¡ encierra un manojo de virtudes porque se acerca a la sostenibilidad en un planeta de bienes fungibles poblado por voraces inmensos como China o EEUU.
Se trata de sensatez, equilibrio y justicia, conceptos que enriquecen las almas y las alejan de los trucos malos de la ideología y la cadena oxidada del patrón, la nómina, la hipoteca, la letra del coche y esa segunda residencia en La Barrosa o Matalascañas. El trío mágico de la catarsis revaloriza los placeres basados en la mirada, la palabra o el tacto; refuerza las economías de barrio y la autarquía del tejido ciudadano; incluso propiciaría, bucólicamente pensando, un mercado de trabajo más razonable por cuanto menores jornadas y salarios significarían más tiempo libre y empleos adicionales para quienes deben rellenar ese hueco en el teatro productivo (es lo que diversos autores han defendido como bondad en la Alemania del kurtzarbeit).
Reverso tenebroso, que nos recordaría Darth Vader: ¿Qué pensarían de la economía del decrecimiento las grandes telecos, o las eléctricas, o los colosos del calzado y la moda? ¿Cuántos cabellos se arrancarían Apple y Samsung, Sony yMicrosoft, Nike y Adidas? ¿Dónde quedarían las expectativas de El Corte Inglés o Wallmart? ¿Cuánto mancharía el barro los zapatos de Bankia o el Santander? Y los decibelios del grito de Ford, VW o Toyota, ¿cuántos tímpanos reventarían?
El capitalismo más crudo es como la partitocracia española, un secuestro permanente bajo una apariencia de libertad. Si la humanidad optase por el consumo suave, si el primer mundo decidiese hacerle sitio en el sillón terráqueo a los de abajo (a las costureras y los ensambladores), los Estados Unidos del Eurodólar intentarían que ese estúpido altruismo no arruinase el dogma del crecimiento ilimitado, aun a costa de trasvasar la riqueza y el bienestar de Occidente a Oriente.
Es la avaricia, estúpido.