El crecimiento desmedido primero se autocancela y luego se torna autodestructivo
El desarrollo económico tiene sus límites, como por ejemplo, la finitud de los recursos naturales. Sin embargo, las sociedades industriales los han rebasado y ya se comienza a hablar de una «cuesta abajo» inevitable en la producción económica. La cuestión está en si ese descenso se hará de manera ordenada y próspera o si, por el contrario, dará paso al caos. El desarrollo ha sido la gran religión universal de la segunda mitad del siglo XX y la televisión y los refrescos de cola su eucaristía», señala en la entrevista con Teína el sociólogo Ernest García, autor de "El trampolín fáustico. Ciencia, mito y poder en el desarrollo sostenible".
El término crecimiento o desarrollo se escucha con asiduidad en las bocas de quienes representan a los poderes establecidos, aquellos que sazonan sus discursos con el dogmatismo de la expansión económica, a la que el imaginario común liga directamente y sin discriminaciones con la prosperidad.
Empero, el desarrollo tiene límites claros, y las sociedades industriales que embanderaron y embanderan este concepto los han traspasado claramente. Sólo basta observar los desastres ecológicos y las consecuencias sociales que este sistema de producción, con sus juguetes tecnológicos y su irrefutable fe en la ciencia, ha engendrado, so pretexto quizá de una relación directa entre una mayor productividad y una existencia más feliz.
A Ernest García, profesor de Sociología y Antropología Social de la Universidad de Valencia, no le cabe duda de que «la era del desarrollo se ha acabado», y que lo que ahora viene es un descenso inevitable. Lo importante está en saber si tal caída se hará en forma ordenada o caótica. Él se muestra optimista en cuanto a las posibilidades teóricas, pero sumamente negativo en las prácticas, es decir, en si la humanidad elegirá realmente ese camino.
A este modelo económico (toda una concepción filosófica y cultural de la vida, por otra parte), sus secuelas alarmantes y el devenir de la especie que transita por las vías del consumo poseso y la tecnología de altos costos ecológicos, se refiere en esta entrevista Ernest García.
- La idea del crecimiento permanente impregna el imaginario social y la retórica política. ¿El crecimiento siempre va ligado a un mayor bienestar de la sociedad?
- No siempre; sólo en ciertas fases y hasta un cierto punto. En España, por ejemplo, entre finales de los cincuenta y mediados de los ochenta del siglo pasado. Entonces, el crecimiento permitió a la mayoría de la gente comer más (y en algunos aspectos, mejor), permitió estudiar y tener acceso a medicinas y cuidados médicos, tener una vivienda en condiciones y tener vacaciones, tener luz y agua corriente y hasta caliente. La expansión económica condujo a más bienestar. Bienestar material, claro, pero es que de ése precisamente faltaba mucho. En una sociedad donde la memoria del hambre, de las condiciones terribles de las primeras etapas de la dictadura fascista de Franco, está todavía viva, esa experiencia de mejora generalizada de las condiciones materiales de la existencia, ligada al desarrollo económico, me parece innegable. Todo puede discutirse, claro, pero demasiada gente lo vivió de esa manera y no me parece razonable mantener que se equivocaron.
- Entonces, crecimiento y bienestar social no siempre van de la mano.
- En general, las necesidades humanas se satisfacen con bienes y servicios procedentes de tres fuentes. De la producción económica, distribuida a través del mercado o del estado (muebles, vehículos, lecciones recibidas en la escuela o atención médica en un hospital). Del intercambio no mercantil con otros seres humanos (crianza, afecto, cuidados, identidad, reconocimiento social). Y del medio ambiente natural (agua para beber, aire para respirar, petróleo para quemar). Cuando la primera de esas fuentes es escasa y las otras dos son abundantes, entonces el crecimiento económico contribuye mucho al bienestar, porque permite obtener más de lo que más falta, porque incrementa lo que escasea. Porque el desarrollo es precisamente expansión de la esfera económica a costa de las otras dos. El problema comienza cuando hay mucha producción económica pero las otras dos fuentes del bienestar humano se han vuelto escasas; que es lo que pasa hoy.
- ¿Y cuáles son las consecuencias de un crecimiento ilimitado o desmedido?
- Hay varios límites, no sólo uno. Hay, por una parte, el punto en que, precisamente, más desarrollo económico no comporta más bienestar, sino menos. El desarrollo tiene siempre costes sociales y ambientales: con él se gana poder adquisitivo pero se pierde calidad en los contactos humanos y se pierden funciones útiles de la naturaleza. Hay más dinero para pagar cuidadores de niños, de ancianos y de perros, consejeros personales, restaurantes y viajes en automóvil a bosques o playas lejanos; pero falta tiempo para disfrutar de los hijos o de una larga y lenta comida con los amigos y amigas (y el aire de la propia ciudad es un asco y las playas próximas una cloaca). Este intercambio es inevitable: para poder dedicar todo el tiempo a ganar más dinero hay que sacrificar los contactos humanos y destruir el medio ambiente. Llega un momento en que las pérdidas superan a los beneficios. Y entonces más crecimiento ya no produce mayor bienestar, sino al contrario. El desarrollo se convierte entonces en una condena. En muchas sociedades ricas, y seguramente también en la nuestra, ese umbral ya ha sido traspasado. El crecimiento es aún posible, pero ya hace años que no es realmente deseable. Lo que ocurre es que nadie sabe cómo parar la máquina sin dar paso al caos, pero está muy claro que esa máquina no nos lleva ya a ninguna parte. En el menos malo de los casos, supone un esfuerzo extenuante para permanecer en el mismo sitio.
- ¿Y los otros límites?
- Otro viene impuesto por la finitud del planeta. Por el hecho de que se agota el petróleo barato, de que la atmósfera ya no puede absorber más dióxido de carbono sin recalentarse en exceso o de que el ritmo de extinción de especies animales y vegetales supera el que se produjo cuando la desaparición de los dinosaurios. Más allá de la capacidad de carga de la Tierra, el crecimiento deja de ser posible y sólo apunta a un colapso económico y demográfico. Aún pasarán diez o quince años antes de que esos efectos sean visibles, pero seguramente se han traspasado ya los límites que los hacen inevitables. En este sentido, la era del desarrollo se ha acabado. Las propuestas interesantes y constructivas no se refieren ya al desarrollo sostenible o cosas así, sino a las diferentes versiones del postdesarrollo, a cómo se podría conseguir que la inevitable cuesta abajo sea más o menos ordenada y próspera.
- Tenemos, entonces, la pérdida de calidad en las relaciones interpersonales y la escasez de los recursos naturales.
- y aún hay otro límite interno, de tipo socioeconómico. Algunos costes ambientales pueden repararse. Pero eso tiene un precio. Por ejemplo, en el País Valenciano la playa y el sol eran bienes libres, gratuitos. Ya no lo son: el muro de cemento en el litoral, el saqueo de los ríos y la construcción de puertos han hecho que la tierra erosionada ya no llegue a las playas y, por eso, hay que gastar dinero cada año para reconstruirlas mediante el transporte artificial de arena. Ni siquiera el sol es del todo gratis, porque el agujero de ozono obliga a gastar dinero en cremas protectoras. Hay miles de ejemplos similares. La parte del PIB que se dedica cada año a compensar costes es cada vez mayor, tan grande o más que la que permite incrementar la satisfacción. En el límite, no hay nada a ganar con el crecimiento: la rueda gira cada vez más deprisa para mantenerse en el mismo sitio (y eso si hay suerte). El resumen: un crecimiento desmedido se vuelve contraproductivo; primero se autocancela y luego se torna destructivo. Estamos más o menos en esa fase histórica, aunque todavía no se perciba a primera vista.
- ¿Ha rebasado este límite el modelo de desarrollo capitalista neoliberal?
- Más que el capitalismo, la civilización industrial ha rebasado ese límite. La huella ecológica mundial es un 20% superior a la capacidad de reposición natural. La emisión de gases de efecto invernadero debería reducirse a entre el 10 y el 20% de sus niveles actuales. La apropiación humana de la fotosíntesis es tan elevada que no queda espacio y alimento para las demás criaturas. Los niveles de riesgo asociados a la proliferación nuclear, a la sopa química en que todos los organismos nos bañamos cada día, a la ingeniería genética y a ciertas formas de la nanotecnología son espeluznantes. Así que, si bien es cierto que algunas sociedades capitalistas, más ricas o “avanzadas” (no sé por qué se dice así, quizás porque han avanzado hasta más cerca del abismo), son punteras en ese camino, no es un problema del modelo económico y político. Más bien de la sociedad industrial, en todas sus modalidades conocidas hasta hoy. No hay que olvidar que el balance ecológico del socialismo del siglo XX ha sido espantoso. Si los países comunistas no destrozaron más el medio ambiente fue por ineficacia económica, no porque no lo hubiesen intentado. Algunos que hoy van de “ecosocialistas” parecen haberse olvidado de ello. Por un lado, el mercado es el mejor dispositivo que conocemos para asignar recursos entre usos alternativos; y estimula la inventiva y la iniciativa del personal. Por otro, es ciego a la escala total del uso de recursos y, por tanto, hay que ponerle límites desde fuera. Hay que regularlo ecológicamente, igual que se acepta que hay que regularlo socialmente. La democracia liberal o pluralista es mejor que los sistemas políticos no democráticos (todos los demás). Culpemos al mercado y al liberalismo de aquello en que tiene culpa, pero no de todo lo que funciona mal bajo la luz del sol.
- ¿Cómo logra esta concepción de desarrollo instalarse tan fuertemente en la cultura occidental y desembarazarse de las consecuencias ecológicas y sociales evidentes? Se dice: “los seres humanos somos una plaga”, pero sin embargo nadie cuestiona los hábitos de vida que el sistema económico fomenta.
Cuidado, se ha instalado en la cultura occidental y en todas las culturas (bueno, digamos que en casi todas). El desarrollo ha sido la gran religión universal de la segunda mitad del siglo XX y la televisión y los refrescos de cola su eucaristía. No está muy claro el significado de esa expresión: “los seres humanos somos una plaga”. Tal vez se refiere a la dinámica demográfica, al paso de mil a seis mil millones de habitantes en poco más de un siglo. ¿Por qué no se acepta que hay que poner freno al crecimiento de la población? Quizá los discursos pronatalistas tienen mucha fuerza: de los obispos, de los marxistas, de los neoliberales, de los empresarios del sector de la reproducción asistida... Pero creo que el problema está en otro sitio: en materia de población, las preferencias colectivas son inconsistentes. Queremos una esperanza de vida alta, porque vivir mucho tiempo es deseable. Queremos una proporción elevada de jóvenes, porque tenemos miedo de que quiebre el sistema de pensiones. Y queremos una demografía más o menos estable, porque eso de tener muchos hijos es algo propio del subdesarrollo y lo moderno es ‘la parejita'. Pedimos los tres deseos al genio de la historia, pero éste, como todos los genios, nos responde que puede saltarse de vez en cuando las leyes de la física (volar en alfombras y todo eso) pero no puede violar las leyes de la lógica; y que los tres deseos no pueden satisfacerse simultáneamente; sólo dos de ellos. Y como no nos decidimos a sacrificar ninguno de los tres, pues puede pasar cualquier cosa, según sople el viento.
- El sentido de la metáfora se refiere también a la repercusión ecológica del accionar humano.
- Bueno, y somos una plaga porque, además de prolíficos, consumimos como posesos y somos adictos a los juguetitos tecnológicos más costosos y de mayor impacto. No es que no se cuestione todo eso. En realidad, la crítica de los excesos consumistas y de los monstruos tecnológicos es un género literario floreciente. Una especie de subsector parasitario del propio exceso consumista. Pero, como decía Marx de la religión, la denuncia moralista de los excesos del materialismo es el corazón de un mundo sin corazón, pura espuma. Por debajo de esa espuma hay, como usted dice, una concepción del desarrollo fuertemente instalada sobre dos pilares. Uno de ellos es la fe en la ciencia y la tecnología: ¡si tenemos algún problema, ya se inventará algo para solucionarlo! Esta fe está muy arraigada, tiene un arraigo popular, pero además hay legiones de sociólogos y de economistas que la ponen cada día en solfa solemne, analizando los efectos sociales de esta o aquella nueva tecnología, la sociedad de la información o lo que sea. El otro pilar es la fe en la revolución (o en la reforma, que viene a ser lo mismo): si tenemos un problema, una organización social más justa y solidaria se encargará de resolverlo. Estos dos pilares de la religión del progreso están aún en pie. Están algo resquebrajados y muestran fisuras, pero aún se mantienen. ¿Por qué, entonces, habría que criticar los hábitos de vida propios de esa religión?
CAÍDA LIBRE, FIN DEL DESARROLLO
- El consumo ilimitado es la piedra angular del modelo de desarrollo económico occidental, que se alimenta de la asociación directa que el imaginario colectivo entabla entre las mayores posibilidades de comprar y una vida más feliz. ¿Cuáles serían los efectos económicos si se dejara de consumir a los niveles actuales; se abriría una gran recesión con graves repercusiones sociales, como los economistas neoliberales sugieren?
- La sociología-ficción es de mucho riesgo. Le confieso que no me gusta. ¿Qué pasaría si, de repente, dejáramos masivamente de consumir? Bueno, sería un experimento social interesante. Y, con todo lo demás igual, un tanto paradójico. Si consumiésemos menos pero trabajando y ganando lo mismo, entonces ahorraríamos mucho, y el banco usaría esos ahorros en actividades probablemente aún más destructivas que nuestro consumo corriente. Por tanto, para evitar que el remedio fuese peor que la enfermedad, habría que acompañar la reducción del consumo de muchas otras cosas: reducción de la jornada laboral y del salario a cambio de más tiempo libre; uso creativo del tiempo libre con menos consumo (no mucho turismo, pues); banca y fondos de inversión éticos y sostenibles; aumento de la calidad y durabilidad de los productos para compensar su demanda decreciente; reorganización de los espacios y los tiempos de la vida para fomentar la proximidad; etc. ¿Sería una gran recesión y un terrible desorden social? Bueno, quién sabe... Hay en los últimos años un debate teórico que me parece de sumo interés en este sentido. En él, los economistas convencionales, neoliberales o postmarxistas, e incluso los “sostenibilistas” ortodoxos, no tienen mucho que decir. El punto de partida de ese debate es la aceptación de que la era de la expansión económica y demográfica de la sociedad industrial se ha acabado y que estamos en el punto de inflexión, en las proximidades del inicio de la cuesta abajo.
- Imagino que la idea ha generado confrontaciones entre los intelectuales.
- El debate enfrenta a quienes mantienen que la cuesta abajo puede ser próspera con quienes vislumbran un colapso catastrófico. Los primeros mantienen que una reducción de escala hecha de forma ordenada puede llevar a una sociedad más humana, libre de congestión, menos competitiva, con ciudades habitables, con tecnologías accesibles, más rica en tiempo y más creativa. Los segundos atisban un rápido descenso a la garganta de Olduvai, un colapso brusco de la vida civilizada. Bueno, no lo sé, pero está claro que existen alternativas. De hecho, en los últimos años, las utopías están floreciendo tanto como en la primera mitad del XIX. Las hay por todas partes y para todos los gustos. Yo no sé cuál puede ser la alternativa, pero si me plantea la pregunta alguien con aficiones culturales, le diría: bueno, lea, por ejemplo, a Illich, Tainter, Odum, Duncan, Diamond, Ehrlich, Kohr, Esteva, Shiva y Morrison, y luego piense en cómo puede ser esa alternativa.
- En todo caso, ¿se pueden identificar diferentes etapas históricas en los hábitos de consumo? ¿Podemos encontrar en otros tiempos o culturas sistemas económicos más “sanos”?
- Sí, claro, la irrupción del capitalismo de consumo de masas ha sido una mutación histórica gigantesca. Pasolini decía que había sido un cambio antropológico sólo comparable a la primera revolución campesina en la antigüedad, y creo que tenía razón. Por supuesto que tiene pleno sentido hablar de un antes y un después del consumo de masas. Ahora bien, para hablar de formas antiguas más “sanas” hay que tener mucho cuidado. Es claro que pueden encontrarse rasgos culturales inspiradores, valiosos, sugerentes, en muchas culturas tradicionales, comenzando por nuestra propia cultura: Epicuro, los cínicos o Francisco de Asís, por citar sólo unos pocos nombres. Pero no modelos; no hay modelos en el pasado porque no hay regreso posible.
- La satisfacción es algo bastante abstracto y subjetivo y, por tanto, difícil de determinar. De hecho, indicar formas “buenas” o “malas” de consumir implica asumir una postura ética. ¿Eluden los índices que miden el desarrollo o el crecimiento económico de los países este aspecto y se limitan sólo a cuantificar resultados?
- Consumo ético puede referirse a muchas cosas. Al que es ambientalmente sostenible, al que se basa en comercio justo, al que no causa un sufrimiento innecesario a otros seres vivos, etcétera, etcétera. Está bien tener en cuenta todo esto, pero yo no creo mucho en un consumo basado en la conciencia del deber. También cuentan el placer, la belleza, incluso el estatus. Y la cosa se complica mucho más si nos planteamos reglas morales para el consumo en un contexto de escasez: la ética del bote salvavidas es un asunto sombrío. Las medidas económicas corrientes no tienen mucho en cuenta todo eso, pero hay un montón de indicadores alternativos que sí lo hacen: la huella ecológica, el indicador de progreso genuino, la felicidad interior bruta, entre otras. El problema no es si sabemos medirlo de otra manera, que sí que sabemos; el problema es si queremos hacerlo.
- Usted decía que quienes proyectan el devenir de la humanidad sobre la base de las características del sistema económico actual aparecen divididos en dos grupos: unos optimistas y otros pesimistas ¿Podría precisar ambas posturas?
- Más que de pesimistas y optimistas prefiero hablar de ignorantes, creyentes y agnósticos.
· Los ignorantes piensan que no hay problemas ecológicos.
· Los creyentes piensan que los problemas ecológicos podrán resolverse sin cambios sustanciales en nuestra forma de vida. Creen que la transición demográfica culminará antes de que el mundo esté realmente superpoblado y que el crecimiento económico se está volviendo mucho menos intensivo en energía y materiales y mucho menos contaminante, de modo que la riqueza podrá continuar aumentando sin sobrepasar la capacidad de carga del planeta. A todo esto se le llama ahora desarrollo sostenible.
·Los agnósticos sospechan que ya se han traspasado los límites al crecimiento y que hay que prepararse para la cuesta abajo, para una reducción considerable de la población y de la economía. Aceptan que los datos en que basan ese punto de vista pueden ser erróneos, y están dispuestos a revisar sus conclusiones si alguien aporta datos mejores.
Hay optimistas y pesimistas en cada uno de los tres grupos. Entre los agnósticos, los optimistas esperan que la cuesta abajo pueda recorrerse sin costes excesivos, e incluso con alguna ganancia; mientras que los pesimistas mantienen que los seres humanos son incapaces de hacer el descenso de una forma ordenada y pacífica.
- ¿Y cuál de estas posturas prefiere usted?
- Yo soy un agnóstico, optimista en tanto que creo que podríamos hacer un descenso ordenado, pero muy pesimista en cuanto a si lo haremos. Muchas veces me dicen que mi punto de vista es pesimista, pero eso me irrita. Busco los mejores datos disponibles y extraigo las conclusiones pertinentes. Si alguien me demuestra que mis datos son erróneos o mi lógica incorrecta, entonces cambio mis conclusiones. ¿Acaso debe hacerse de otra manera?
Entrevista a Ernest García en la revista Teína