Si vis pacem
Editorial de The Oilcrash
Los terribles atentados del viernes pasado en París han causado una honda impresión en la opinión pública occidental. Estos atentados nos han demostrado que el horror, la muerte absurda y masiva, puede llegarnos a cualquier de nosotros en el curso de actos ocio cotidianos y socialmente aceptables en nuestro confortable mundo (un concierto en una sala de baile, un partido de fútbol, una tranquila cena en un restaurante, un paseo nocturno). Lo que más profundamente horroriza la psique occidental es que nuestro entorno seguro y predecible ha perdido esa seguridad y predictibilidad que tanto valoramos, y la histeria resultante lleva a respuestas inapropiadas delante de los retos planteados.
Algunas personas, no muchas pero sí una fracción significativa, han apuntado que hay un elevado grado de hipocresía en las numerosas muestras de solidaridad con los muertos de París, cuando tan sólo hace unos pocos días morían decenas en atentados en Beirut, cuando hace pocas semanas pasaba lo mismo en diversos puntos de Turquía o cuando muchos mueren a diario en Irak y Siria, por poner tan sólo tres ejemplos. Si no se reaccionó con tanta intensidad delante de esas muertes, tan tristes y tan injustificadas, argumentan, ¿a qué viene ahora ese griterío por París? Lo cierto es que el argumento es justamente el contrario: es lógico conmocionarse por los acontecimientos de París, y lo que no es aceptable es que la repercusión mediática que se le da a las acontecimientos de más allá de nuestras fronteras decaiga proporcionalmente con la distancia hasta el sofá de nuestra casa. Si, por poner un ejemplo, se hubiera dado una cobertura mediática a los atentados en Turquía semejante a la que se le está dando a los atentados en París, la percepción ciudadana de los mismos cambiaría sustancialmente. Que la gente se identifique mucho más con lo pasado en la capital gala que con lo que pase en prácticamente cualquier otra parte del mundo responde a que el tratamiento mediático deja muy claro que éstos "son los nuestros", que lo que pasa en París "nos pasa a nosotros" o que "cualquier día nos podría pasar a nosotros". Y sin embargo no es objetivamente más terrible una muerte violenta e injustificada según el lugar en el que sucede; es nuestra percepción del mundo la que cambia según el caso. En suma, para un occidental medio que mueran a decenas cada día en Oriente Medio es algo que es propio de esos lugares, casi se podría decir de su folklore; peor aún, que de alguna manera se lo merecen y se lo han buscado, aún cuando las bombas y las armas que matan a tantos han sido fabricadas en nuestras fábricas y muchas veces son utilizadas por nuestros soldados.
Con esa distorsión mediática, el ciudadano occidental no comprende el mundo en el que vive, y sin ser plenamente consciente asume que él tiene derecho a tener lo que tiene y los demás son, por culpa propia, responsables de no tenerlo. Se podría decir que todo el mundo tiene la responsabilidad de informarse correctamente y no dejarse embaucar con esta manipulación, que es de las más sutiles, la de la fijación de la agenda. Si Vd. piensa así, querido lector, párese un momento a pensar y mire a su entorno próximo de familiares, amigos y compañeros de trabajo. ¿Cuántos hacen el esfuerzo crítico de analizar la realidad más allá del prisma prefabricado que le vende la televisión? ¿Quiere decir eso que sus familiares, amigos, compañeros... son malas personas? ¿O bien que, simplemente, se han adaptado a su entorno, escogiendo quizá el camino menos difícil?
Si fuera cosa de unos pocos se podría pensar que la responsabilidad es meramente suya, pero cuando el fenómeno tiene una escala tan masiva se ha de pensar que responde a una fuerte influencia externa, y no se puede culpar a todo el mundo por no ser capaz de resistirse a dosis tan fuertes y extremas de propaganda; más bien, se les tiene que ayudar a ver la realidad con otro prisma - ardua tarea, como sabemos todos los que nos dedicamos a intentar hacer divulgación de los problemas de sostenibilidad de nuestra civilización.
Ese discurso de "nosotros, el mundo civilizado" frente a "los otros, los bárbaros" (justamente la palabra "bárbaro" significa en su origen "extranjero") no sólo está en las solemnes declaraciones de los primeros ministros estos días y en el inconsciente colectivo de Occidente, sino que en muchos aspectos es global. Los refugiados que intentan cruzar a miles las fronteras de la atrincherada Europa aspiran a llegar a un remanso de paz, a un oasis en medio de tanta aflicción como viven. Buscan una vida mejor, pero no sólo o principalmente en términos económicos (en contra de lo que establece el discurso de algunos demagogos occidentales) sino una en la que tu familia y tú mismo no corran continuamente un elevado riesgo de ser asesinados en un tiroteo o por una explosión. La mayor parte de la gente quiere, simplemente, vivir, y no ser asesinados por culpa de los designios de un señor de la guerra. Los atentados de París no sólo han destruido la seguridad de los occidentales, sino también la de los que huyen de la guerra, y lo hace de doble manera. De un lado, porque demuestran que la misma arbitrariedad de muerte y destrucción puede golpear el corazón de Europa y, yendo más allá, lo que los terroristas pretenden decirnos es que lo podrían hacer con la misma frecuencia con la que hechos semejantes asolan Siria u otros escenarios bélicos. Pero por otro lado, al traer la destrucción a nuestra casa y dejándonos claro que es consecuencia de aquella otra violencia, los terroristas están consiguiendo culpabilizar a los refugiados que huyen de esa misma violencia. Con inusitada rapidez han surgido voces (obviamente, no provenientes de los responsables políticos) que culpan a los refugiados de Siria que han huido de la barbarie en las últimas semanas de ser responsables de estos atentados. Si ya es absurda esta proposición (los terroristas eran todos europeos, por lo que sabemos hasta ahora), aún lo es más una más miserable e implícita: quizá los refugiados no sean los culpables materiales de esta masacre, pero su llegada a atraído la violencia, que les persigue como a apestados. En el fondo, la idea es "esta gente, con su cultura y su violencia, van a acabar con el oasis de prosperidad y paz que es Europa". Nos da miedo el diferente, pero aún hay algo más, una idea todavía más culpable y de mayor miseria moral: sabemos que a esa gente que hoy acogemos sólo se les permitirá acceder a los estratos sociales más bajos de nuestra sociedad, y de sus vástagos surgirán en los años venideros, como ha pasado ahora, los terroristas del futuro.
Y es que lo que estamos viviendo es el preludio de una guerra civil europea, sólo que aún no lo queremos aceptar, pero de manera inconsciente lo intuimos. Esos hombres jóvenes que han destrozado la vida de tantas personas son nuestros compatriotas; esos asesinos sin alma que han actuado con tanta brutalidad son, aunque no nos guste aceptarlo, de los nuestros. ¿Cómo se explica que personas que no llegan a la treintena decidan arruinar su vida, incluso acabar con ella, con el solo afán de causar el máximo daño a personas perfectamente desconocidas y alejadas de cualquier círculo de poder real? Simplemente, porque estas personas vivían ya en una situación de cierta marginación social, de cierta exclusión por parte de una sociedad que no quiso abrirles completamente las puertas; una sociedad que, cuando comenzó la crisis que no acabará nunca destruyó los empleos más precarios, que justamente eran los que ocupaban ellos. Esta gente, sin futuro y sin respeto social, eran carne de cañón y proclives a aceptar un discurso de rencor y de venganza, una narrativa en la que finalmente podrían ser los héroes combatiendo eficazmente un orden de las cosas injusto y opresor, tanto en París como en Damasco. El discurso "anticasta" que tanto se extendió en España hace dos años es el germen de la generalización de esa guerra civil, cuando una visión sesgada de lo que es una concreta religión ya no sirva para justificar lo injustificable, cuando la lucha no de culturas sino meramente de clases vuelva a la calle en su forma más violenta.
¿Le interesa realmente a alguien intentar escarbar en el fondo de estas espinosas cuestiones? La verdad es que no. El Gobierno francés ha respondido a los ataques, cometidos por ciudadanos franceses, bombardeando con más virulencia Siria, y nadie ha recalcado el radical absurdo de esta situación. No contentos con ello, se ha prorrogado el estado de emergencia en Francia tres meses e incluso van a modificar la constitución para poder efectuar registros con menos garantías judiciales. En suma, con la excusa de una supuesta amenaza exterior se restringen y reducen las libertades y garantías en el interior, en un movimiento que recuerda la progresiva implantación de las dictaduras fascistas hace ahora ochenta años. ¿Piensa realmente el Gobierno francés que el problema proviene de ISIS, el estado islámico de Irak y el Levante que campa por sus respetos por las regiones más ricas en petróleo de Irak y Siria? Si es así, ¿por qué no intenta acabar con la principal fuente de financiación de ISIS, la venta de petróleo? Obviamente no es sencillo, pero la clave está en controlar los flujos de crudo que atraviesan las fronteras de la zona controlada por ISIS. Y no sólo pueden perjudicar a ISIS en su principal fuente de ingresos: dada la fuerte concentración de la fabricación de armas en unas pocas compañías, ¿por qué no evitan que puedan comprar armas? Piensen que no estamos hablando de un par de pistolas, sino de miles de fusiles de asalto, miles de cajas de munición, centenares de bombas de tipo diverso... ¿Tan difícil es cortar las vías de aprovisionamiento? Es conocido que ISIS nació por un grave error de estrategia de las potencias occidentales, en su intento de financiar movimientos emergentes contra Bashar el-Assad. ¿Realmente se quiere acabar con ISIS? Hasta que Rusia comenzó sus bombardeos, la coalición de países árabes y la occidental habían hecho pocos progresos sobre el terreno.
Tras los hechos de París, el mundo occidental tiene claro que ISIS es un monstruo con el que tienen que acabar, y por eso el estado islámico de Irak y el Levante tiene sus días contados. Pero, cuando desaparezca ISIS, ¿de dónde saldrá el nuevo chivo expiatorio al que dirigir las culpas? ¿Con qué espantajo se distraerá a la población occidental del inevitable declive de su estilo de vida? ¿Podrán seguir disfrazando de "lucha de civilizaciones" o de "guerra de religiones" lo que es una guerra civil europea, de los excluidos contra los (provisionalmente) aún incluidos? ¿Podrán hacerlo cuando los que se alcen en armas no sean descendientes aún reminiscentes de otras culturas, sino que sean europeos de muchas generaciones? ¿Cuál será entonces el nuevo Goldstein hacia el cual dirigir las iras?
Por lo pronto, el estado de emergencia francés será muy útil para dirigir la represión y acallar los previsibles movimientos de protesta global que se iban a dar cita en París con motivo de la próxima cumbre mundial de Naciones Unidas sobre el Clima, la COOP 21. Desde hace meses, miles de activistas de todo el mundo se habían preparado para encontrarse en París, en una cumbre que debería ser decisiva para el futuro del clima de este planeta, a pesar de que la actitud de los líderes políticos hace presagiar que no se adoptarán acuerdos de calado. Justamente por eso, el activismo medioambiental tenían una cita clave en París en las próximas semanas. Con el blindaje de la capital francesa, blandiendo las víctimas de los recientes atentados como tótem para acallar las críticas, y si es preciso recurriendo a la represión, se conseguirá darle a esta cumbre sobre el clima el perfil mediático bajo necesario, distrayendo la atención de la falta de capacidad de nuestros líderes para tomar decisiones en el que es probablemente el asunto más importante a escala global, y centrándola en imágenes de manifestantes presuntamente violentos y desconsiderados con el luto debido a los mártires de París.
El viejo refrán latino dice "Si vis pacem para bellum", "Si quieres la paz, prepara la guerra". Ésta parece ser la consigna que las potencias occidentales han decido seguir. En las grandes cancillerías que rigen los destinos del mundo, nadie se ha planteado la grave y urgente necesidad de acabar con una política de explotación de recursos que genera graves desigualdades y represión en los países productores, que está desequilibrando el clima y que por su mero declive productivo nos aboca a un futuro económico catastrófico. Nadie se plantea que la mejor manera de acabar con las guerras es redistribuir los recursos, acabar con la pobreza y exclusión en todo el mundo y fomentar la educación. Nadie concibe que se tiene que acabar con el lucrativo comercio mundial de armas, o con el contrabando de materias primas. Quizá, si ninguna de estas cuestiones incómodas y evidentes se plantean en los grandes salones reales, deberían estar más presentes que nunca en la calle, como mínimo para intentar contrarrestar la tóxica propaganda que nos hace ver como enemigo a nuestro hermano, el refugiado, el inmigrante, el árabe, el musulmán, el excluido.
Salu2,
AMT
Fuente: http://crashoil.blogspot.com.es/