Los mitos que sustentan la utopía del mercado total
por Edgardo Lander
En forma explícita o implícita, la utopía del mercado total está sustentada sobre un conjunto de mitos o falacias que se han venido convirtiendo en sentido común en la medida en que el conocimiento colonial eurocéntrico de las ciencias sociales hegemónicas se fue imponiendo como la forma de conocimiento pretendidamente universal (Lander, 2000a; Mignolo, 2001). De estos mitos sólo se destacan los más significativos.
En primer lugar está el mito del crecimiento sin fin. Quizás la idea fuerza más potente del proyecto histórico de la sociedad industrial, tanto en sus versiones liberales como en sus versiones socialistas, ha sido el mito prometeico de la posibilidad del control de la naturaleza para hacer posible el crecimiento sin límite, así como la identificación de la felicidad humana con un bienestar material en permanente expansión. De acuerdo con este mito no existen límites materiales para la manipulación/explotación siempre creciente de los recursos y de la capacidad de carga del planeta Tierra. Como corolario, se asume que en los casos en los cuales aparezca alguna traba, ésta siempre podrá ser sobrepasada mediante una respuesta tecnológica, el llamado technological fix. De acuerdo con el imaginario de la utopía del mercado total, basta para ello con que operen sin interferencia las leyes espontáneas del mercado. La elevación de los precios de los bienes escasos garantizaría los incentivos requeridos para la inversión en investigación y desarrollo que le dé respuesta a todo posible obstáculo al crecimiento sin fin.
El crecimiento sin límite no es sólo un imaginario, no es sólo un componente básico de la utopía del mercado total, es igualmente una exigencia estructural del funcionamiento de la sociedad del capital, una necesidad que tiene poco que ver con los niveles de bienestar y de consumo de la población. En cada estadio de consumo de bienes materiales, la lógica expansiva de la valorización del capital –como condición de su propia supervivencia– exige más. No hay, ni puede haber, punto de llegada. El mejor ejemplo de esta exigencia inexorable es el de la economía japonesa de los últimos años. Desde el punto de vista del capital, los altísimos niveles de consumo alcanzados por la población de dicho país no son, ni pueden ser, suficientes. A pesar de su extraordinaria abundancia material, una economía de crecimiento cero se convierte en una profunda e insostenible crisis.
El mito del crecimiento sin límite ignora los estrechos condicionamientos que imponen los recursos naturales y la capacidad de carga del planeta, desconoce el hecho de que, a pesar del restringido acceso a los recursos que tiene la mayoría pobre del Sur, los recursos y la capacidad de carga del planeta están siendo utilizados en una escala que ya ha sobrepasado las posibilidades de la reposición natural, no de algunos ecosistemas locales o regionales, sino del sistema ecológico planetario global. Los actuales niveles de utilización de los recursos y capacidad de carga del sistema global no son compatibles con la preservación de la vida sobre el planeta Tierra a mediano plazo (World Wide Fund International et al., 2000; United Nations Development Program, 2000 y Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, 2000).
El mito del crecimiento sin fin opera como dispositivo necesario para ocultar la realidad de que sólo mediante una radical redistribución del acceso y uso de los recursos y capacidad de carga del planeta a escala global sería posible el logro de niveles de vida dignos para las mayorías pobres del planeta. Es un dispositivo que pretende negar el hecho de que en el uso de los recursos y de la capacidad de carga del planeta hemos llegado a una situación que, sin exageración alguna, es ya propiamente una situación de suma-cero en la que la apropiación de más recursos por parte de algunos implica, necesariamente, que habrá menos recursos y capacidad de carga disponibles para otros, que mientras más ricos sean los ricos, necesariamente, dados los límites materiales existentes, más pobres serán los pobres[1].
El segundo mito fundante de la utopía del mercado total es el mito de la naturaleza humana, tal como ésta ha sido caracterizada por el pensamiento liberal clásico y ahora radicalizado por el neoliberalismo, lo que Macpherson (1979) ha denominado el individualismo posesivo. En esta concepción, el ser humano es por naturaleza egoísta e individualista: el motor determinante de su acción en última instancia es siempre el propio beneficio. Negando el carácter histórico-cultural de este modelo de sujeto humano, se afirma que la sociedad del mercado total es la sociedad que mejor expresa la naturaleza universal de lo humano, el único modelo de organización social que permite el despliegue máximo de todo el potencial de la creatividad y la libertad humana.
Desde esta perspectiva, toda diferencia cultural es un obstáculo a superar, expresión de lo primitivo, atrasado, subdesarrollado, populista, comunitario, obstáculos que afortunadamente el mercado podrá superar si lo dejan operar sin trabas. El llamado hombre económico, producto histórico de la hegemonía de la relación social del capital se convierte en el sustento naturalizador básico de la utopía del mercado total[2].
Un tercer mito fundante de la utopía del mercado total es el mito del desarrollo lineal y progresivo de la tecnología. El modelo tecnológico hegemónico de la sociedad industrial de occidente es entendido como producto de un desarrollo ascendente hacia tecnologías cada vez mejores y más eficientes, de contenido político neutro, fundamento material de la sociedad de la abundancia. En este mito desaparece por completo el tema de las opciones tecnológicas y del condicionamiento social de las tecnologías, convirtiendo a la tecnología en una variable independiente que condiciona al resto de las dimensiones de la sociedad[3]. De esta manera se hace innecesario indagar sobre las implicaciones del modelo tecnológico. El mercado simplemente funciona en condiciones tecnológicas dadas. Al naturalizar y objetivar el modelo tecnológico, se hacen opacas o invisibles sus relaciones de poder, y también su papel básico en las condiciones de reproducción de las relaciones de desigualdad y dominio propias de la sociedad capitalista.
Asociado a los mitos anteriores, está el mito de la historia universal, la noción según la cual la historia parroquial de Europa Occidental, tal como ésta ha sido descrita por los historiadores europeos, es el patrón de referencia, la plantilla universal a partir de la cual abordar el estudio de las carencias y deficiencias de toda otra experiencia histórica, la experiencia de vida de todos los otros (Blaut, 1993; Chakrabarty, 2000). La sociedad del mercado total es, en este metarrelato, el punto de llegada de la historia, de toda historia, de la historia de todos los pueblos (Fukuyama, 1992).
De acuerdo con el mito de la tolerancia y de la diversidad cultural en la sociedad del mercado total, el liberalismo es la máxima expresión del reconocimiento del otro, de la tolerancia de la diferencia, paradigma necesario para la posibilidad misma de la diversidad cultural. Sin embargo, en la sociedad del mercado total la diversidad cultural se convierte en un mito en la medida en que, aun celebrando la diferencia, el sometimiento de ésta a la lógica expansiva del mercado establece severos límites a la posibilidad misma de la preservación y/o creación de otros modos de vida. Toda celebración de la diferencia y de la particularidad que ignore la operación de las estructuras transnacionales de la geopolítica y de la acumulación capitalista no puede sino contribuir a legitimar las dinámicas globales de este sistema-mundo e invisibilizar la operación continuada de la guerra cultural colonial e imperial dirigida a la subordinación de toda diferencia y de toda autonomía (Castro Gómez, 2000).
Articulado a los mitos anteriores, está el mito de una sociedad sin intereses, sin estrategias, sin relaciones de poder, sin sujetos. En esta invisibilización de los sujetos y sus acciones estratégicas coinciden el neoliberalismo y vertientes significativas del pensamiento posmoderno (Lander, 1996). Es el mundo del fin de la política, la Historia, y las oposiciones y conflictos ideológicos. Sintetiza todos los mitos anteriores y reafirma así la naturalización y objetivación de la sociedad del mercado total.
Este mito de la sociedad que opera sin sujetos capaces de imponer sus proyectos estratégicos obvia, como veremos más adelante, el extraordinario papel que tiene y siempre ha tenido el Estado en la sociedad capitalista. Pero igualmente distorsiona en forma radical la naturaleza y los modos de operación del mercado en la sociedad contemporánea, en particular lo que constituye hoy su dimensión definitoria: su carácter oligopólico. Característica en este sentido es la argumentación de Hayek cuando, en su polémica contra toda reivindicación de equidad y de justicia social[4], afirma que no se puede cuestionar la justicia de los resultados que produce el mercado ya que éstos no son el producto de la voluntad humana, sino de la operación de fuerzas impersonales y espontáneas (Hayek, 1983, 141). Este mítico “orden espontáneo” tiene poco que ver con un mundo en el que de las 100 más grandes economías del mundo, 51 son corporaciones y 49 son países (Anderson y Cavanagh, 2000), existen altos grados de concentración oligopólica en prácticamente todas las industrias más importantes (Grupo de Acción Sobre Erosión, Tecnología y Concentración, 2001) y estas corporaciones son, conjuntamente con los gobiernos de los países más ricos, las fuerzas principales detrás del diseño del orden jurídico e institucional de la globalización[5].
[1]De acuerdo con Friedrich A. Hayek, los pobres se benefician del incremento en la desigualdad, ya que ésta permite que los ricos aumenten la inversión que es clave para la eliminación de la pobreza. “El rápido progreso económico con que contamos parece ser en una gran medida el resultado de la (…) desigualdad y resultaría imposible sin ella” (Hayek, 1975). “Una economía exitosa depende de la proliferación de los ricos”, citado por Waligorski (1990, 88).
[2]Sobre la economía capitalista como un orden cultural, como una forma de “producir sujetos humanos”, ver Escobar (1995, 59).
[3]La investigación empírica en los campos de la sociología, de la ciencia y de la tecnología documenta ampliamente que la ciencia (y la tecnología), “lejos de ser una actividad autónoma, regida por leyes propias, está determinada, en sus mismos productos, por factores sociales” (Vessuri, 1989). Ver igualmente: Lander (1994); MacKenzie y Wajcman (1985); Knorr-Cetina y Mulkey (1983).
[4]Según Hayek, la justicia social “… es en la actualidad probablemente la más grave amenaza a la mayor parte de los otros valores de una civilización libre”. Economic Freedom and Representative Government, Occasional Paper n° 39. Londres, Institute of Economic Affairs, 1973, p. 13, citado por Waligorski (1990, 135).
[5]De la amplísima literatura sobre el poder de las empresas transnacionales en la sociedad global contemporánea, se puede consultar lo siguiente: Wallach y Sforza (1999); Barnet y Cavanagh (1994); Korten (1995); y Lander (1998).
Extraído de “La utopía del mercado total y el poder imperial” de Edgardo Lander 2002
Imagenes: madashellnews.com
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