Crecimiento sin límite y colapso
«El capitalismo es, en realidad, una sofisticada, aparatosísima, riquísima sociedad de pura subsistencia. Necesita dar un millón de vueltas, cortar un millón de cuerdas, convocar millones de deseos y colorear millones de dolores para dar de comer a un perro.» (Santiago Alba Rico).
¡Albricias! Alegrémonos todos porque hemos vuelto a la dichosa senda del crecimiento. La suma sacerdotisa del Banco Central Europeo, la francesa Christine Lagarde, icono de mujer triunfadora donde los haya, mejora la previsión de PIB para la zona euro hasta el 8%. Dejando de lado la condición de misterio sagrado de ese símbolo que es el PIB –cuyas entrañas desconocemos la mayoría de los ciudadanos, pero que determina nuestras vidas, porque si no crece sabemos que hemos de temer serias desgracias– es dogma de fe económico que si queremos vivir bien todos, o al menos el número suficiente de personas para que en las democracias liberales haya estabilidad social, el PIB tiene que crecer.
Por: José María Agüera Lorente
Como la bicicleta que deseamos que no caiga tiene para ello que rodar y rodar, la economía debe crecer sin parar. Si no, se desatan las siete plagas bíblicas, empezando por el aumento del desempleo, que conlleva un malestar social que termina teniendo serias repercusiones políticas. Sí, hemos de crecer a toda costa. Para lo cual hay que consumir, para lo cual –volvamos a lo anterior– hay que tener trabajo para lo cual –otra vez al principio de la rueda de la bicicleta que no puede caer– es imperativo que crecer.
La idea de ciclo es recurrente. Me atrevería a decir que se halla inserta en la trama cultural de muchas civilizaciones y tendrá su raíz en la noche de los tiempos. Se doma –aunque ilusoriamente– la alimaña de la incertidumbre; se contiene la existencial angustia ante el hecho cierto de lo imprevisible.
Nunca un mundo como el actual, tantas veces y por tantos tachado despectivamente de materialista, ha despreciado tanto la materia, empezando por la primordial, que es la materia natural, y continuando por la personal, que es la de nuestros cuerpos.
He aquí una contradicción poco esperanzadora. Mientras nuestra condición material impone el límite ético a nuestra voracidad de consumidores el dogma económico del crecimiento nos lleva a teñir nuestro sentido de deber ciudadano con el sagrado imperativo de consumir. Si consumir ha pasado a constituir parte integral de nuestro ser en el mundo entendido como estructura subyacente de sentido, ¿mediante qué portentosa ingeniería socio-política se transforman los modos de vida de una ciudadanía que ha crecido en las últimas generaciones instalada en la creencia de que no hay límites a la hora de satisfacer todos sus deseos? Es más: que tiene todo el derecho a exigirlo, nada importan las externalidades (los perjuicios sobrevenidos que afectan a toda la colectividad). Porque lo contrario sería atentar contra la sagrada libertad individual.
Necesitamos un cambio radical de modelo económico. Hemos de cambiar de fundamentos. No cabe postergarlo. Pero no veo cómo en el mundo que decide por el resto, ese del que formamos parte usted y yo, que gozamos de la excepción histórica que representan las democracias liberales en las que los derechos individuales y económicos son sagrados. Para empezar habría que llevar a cabo un giro del timón ideológico altamente inverosímil. ¿Regular el mercado y hacer lo que el mercado no puede? ¿Apostatar de la fe ideológica que no duda de la ineficiencia de los gobiernos? ¿Velar políticamente por una auténtica competitividad de los mercados? ¿Llevar hasta sus últimas consecuencias políticas la evidencia de que toda riqueza creada es de origen social? El economista norteamericano Joseph E. Stiglitz tiene claro que ese radical cambio de rumbo exige una acción colectiva. «El sistema necesita más que un mero ajuste de tuercas», llega a escribir.El marco dentro del cual se ejerce el pensamiento económico tiene que ser otro. Hay que sustituir la visión parcial y sesgada ideológicamente, en la que, para empezar, las dimensiones financiera, productiva, social y política se encuentran desconectadas, por un enfoque sistémico. Como apunta el citado Premio Nobel de Economía: «no se puede separar la seguridad económica, la protección y la justicia sociales de la creación de una economía más dinámica, innovadora y que tenga consideración por el medio ambiente».
Ahora bien, ¿cómo se logra eso en las democracias liberales como la nuestra cuando se precisa hacerlo ya? Esto preocupa particularmente al historiador alemán Philipp Blom quien se pregunta lo siguiente en su libro titulado Lo que está en juego: «¿Pueden los vencedores de la revolución industrial y del boom del petróleo cambiar, con medios democráticos, las condiciones de sus sociedades lo bastante rápido y a fondo para justificar el resurgimiento de una especie de esperanza?». Cabe preguntarse qué político en su sano juicio de cualquier país homologable al nuestro cuestionaría el dogma del crecimiento económico infinito por contaminar y destruir demasiado rápido demasiadas cosas y plantearía una revolución del modelo económico para afrontar el calentamiento del planeta. Porque eso supondría seguramente tener que reconocer ante los votantes que ese cambio radical probablemente nos haría más pobres a corto plazo, que tendríamos que entregarnos menos al frívolo consumo y más a la reflexión sobre qué clase de sociedad queremos para nuestros hijos, que habría que tomar decisiones realistas para acercarse a ese objetivo y ceder en lo que sea menester para tener una oportunidad.
Luego están los que viven demasiado bien como para aceptar unos cambios decisivos que los obligarán a significativas renuncias. Hemos tenido un ensayo en tiempos de pandemia en este nuestro país, cuando en los primeros meses tras su declaración llegaron las protestas de aquellos que pedían libertad a gritos frente a un Gobierno que tachaban de totalitario porque les había impuesto unas restricciones, con mayor o menor acierto, para proteger el bien público que es la salud de todos. Y también están, por otro lado, los que tienen vidas precarias que conviven con el miedo de perder lo poco que poseen y les permite disfrutar de un simulacro de vida buena. A estos les seduce el mensaje nostálgico de quienes, con tal de conservar los privilegios propios, satanizan cualquier propuesta de cambio radical. Y así, por unos motivos u otros, contribuimos entre todos a prolongar un presente sin fin que menoscaba nuestras posibilidades para el futuro. ¿Es ya el progreso un ideal esclerotizado?
Hará pronto diecisiete años de la publicación original de Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen, libro escrito por Jared Diamond, polímata investigador que conecta en sus trabajos la geografía, la biología, la antropología y la historia. En esa obra el autor se plantea la siguiente pregunta: ¿cómo una sociedad en otro tiempo tan poderosa pudo acabar derrumbándose? Y la aplica a los mayas y a los vikingos de Groenlandia y a la Grecia micénica y a la isla de Pascua, entre otros productos de la capacidad humana para crear civilizaciones. Nos asegura Diamond que las más recientes investigaciones de arqueólogos, climatólogos, paleontólogos y palinólogos (científicos que estudian el polen) que han tratado de comprender las causas de tales derrumbes señalan a una principal causa común: lo que denomina «suicidio ecológico impremeditado». Fue el halo de romántico misterio que desprenden las ruinas de esos mundos lo que atrajo a este curioso científico a investigar el porqué de su ocaso. Pero si nos sobreponemos a esa fascinación se atisba una cuestión acuciante: ¿podría un destino semejante cernirse sobre nuestra sociedad opulenta?0
Fuentes: https://www.nuevatribuna.es/articulo/sociedad/crecimiento-limite-colapso/20210922182111191295.html - Rebelión