Uruguay: Otra historia, tal vez

Con menos de 50 años, Julio de los Santos tiene una incapacidad física de cerca del 90 por ciento, respira con ayuda mecánica y para sobrevivir necesita enormidad de medicamentos y tratarse casi todos los días en un centro de salud. Todo eso se lo debe a su exposición a agrotóxicos durante los 384 días en los que la empresa para la que trabajaba, Arrozal 33, lo exprimió hasta más no poder.

Por Daniel Gatti

Lo “bueno” del caso es que la justicia acaba de darle la razón en su denuncia contra la compañía, y esa sentencia, la primera en Uruguay en favor de un trabajador rural por envenenamiento con agrotóxicos, podría sentar jurisprudencia. El fallo de la jueza laboral Elena Salaberry, difundido la semana pasada, es claro: “La exposición a factores contaminantes de naturaleza agroquímica o biológica durante el tiempo en que el actor se desempeñó en Arrozal 33, por incumplimiento de normas de seguridad y prevención, configuró culpa grave que merece reproche jurídico”, apunta la sentencia.
La empresa fue condenada a indemnizar a De los Santos por “daño moral”, “daños emergentes” y “lucro cesante”. Es decir, por el “grave padecimiento espiritual y anímico” derivado de su estado de salud “irreversible y degenerativo”, por los gastos en medicamentos y tratamientos que debe afrontar y por los ingresos que podría haber percibido en caso de haber seguido laborando hasta su jubilación.
Si el fallo queda firme, Arrozal 33 deberá pagar, incluidos intereses y actualización, alrededor de 8 millones de pesos, unos 186.000 dólares, dice a La Rel el abogado del trabajador, Santiago Mirande. “Esto no le devolverá la salud a Julio, pero le permitirá vivir más dignamente junto a su familia, junto a sus hijas”.
La empresa tiene plazo para apelar hasta el martes 28. Si lo hace, y sus abogados comienzan con dilatorias, Mirande está dispuesto a entablar un juicio penal y en paralelo, en lo civil, agotar todas las instancias, llegando incluso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
“Un caso paradigmático”
Mirande subraya que nunca hubo en Uruguay una sentencia de estas características por contaminación con agrotóxicos.
“Se trata de un caso paradigmático desde todo punto de vista: social, ético, jurídico”, dice.
Social porque ha quedado demostrado que hay en el país sectores como el arrocero que funcionan como cotos cerrados, violando todas las normas laborales, ambientales, sanitarias; judicial, porque esta sentencia podría habilitar juicios similares, que están en las gateras; y ético, “porque marca lo que está bien y lo que está mal”, y lo que está mal queda claro que es el modelo productivo.
Varios de sus compañeros esperaban a ver qué pasaba con Julio en la justicia para hacer sus propias denuncias contra Arrozal 33.
“Del expediente surge que ya hubo denuncias antes, pero algunas terminaron sólo en multas y otras se archivaron. Hemos recibido de manera informal datos de ex y actuales trabajadores de Arrozal 33 que están viviendo la misma situación. A mí me llegaron fotos de alguno en las que se ve bien su estado. Por ahora no han denunciado”, dice el abogado.
Señores feudales
Mirande espera que “la valentía y la dignidad” de su defendido sirvan de ejemplo y que otros se animen a desafiar a una empresa que se cree dueña y señora de la vida de sus trabajadores.
Pero los feudos no son pavada.
“Toda la prueba que se diligenció en este expediente demuestra que existe un feudo arrocero como poca gente se imagina”, machaca Mirande.
“Hay testimonios de médicos tratantes, de trabajadores y ex trabajadores, informes de organismos estatales como el Banco de Previsión Social y el Banco de Seguros del Estado, peritajes de la Facultad de Medicina que prueban que Arrozal 33 se sustrae a la legalidad vigente, dicta normas e impide de hecho que las victimas reclamen”.
En los arrozales hay temor
Tiempo atrás, recordó en declaraciones al semanario Brecha Richard Olivera, dirigente del Sindicato Único de Trabajadores de Arroz y Afines (SUTAA) en Arrozal 33, hubo en la empresa una huelga que comenzó siendo acatada por el 70 por ciento de los 250 trabajadores.
Tras “intervenciones” de la dirección –léase campañas de amedrentamiento y presiones– sólo el 10 por ciento continuó con el paro.
Más datos para completar el cuadro “feudal”: 150 trabajadores, el 60 por ciento de la plantilla, viven en el propio Arrozal 33, que es a su vez el único empleador de una localidad del departamento de Treinta y Tres, fronterizo con Brasil, que está enteramente dedicada al cultivo, industrialización y exportación del cereal.
La empresa tiene sólidos antecedentes antisindicales. En 2017, un campamento de trabajadores en conflicto fue incendiado por “desconocidos”, y ese mismo año un empleado allegado al sindicato fue apuñalado por otro afín a la dirección y terminó a pesar de todo despedido.
Imposible no contaminarse
En enero pasado La Rel pudo hablar con De los Santos y cubrir extensamente su caso. Ya dependía de un respirador mecánico y debía tomar varios medicamentos por día, además de desplazarse a un centro médico varias veces a la semana para recibir tratamiento. Tenía diabetes, hipertensión y su hígado estaba afectado.
A Arrozal 33 ingresó en 2014. Lo pusieron a reparar máquinas, como los “mosquitos” que fumigan los cultivos, y entre sus tareas estaba cortar a soplete, en un taller sin ventilación alguna, tanques de 200 litros que al horadarlos despedían un humo cargado de los residuos de agrotóxicos acumulados en el fondo del recipiente.
Los tanques eran luego reutilizados para extraer agua de los canales y regar los arrozales, completando la cadena de contaminación.
Su tarea De los Santos la realizaba con una protección totalmente ineficaz y le tocó regresar a su casa empapado con los líquidos de los bidones que cortaba y volvía a soldar porque no se le permitió ni siquiera cambiarse de ropa.
“Cualquier cosa había en esos bidones: glifosato y otras cosas”, contó entonces a La Rel. Relató también que las fumigaciones se hacían a menudo “sobre las cabezas” de los trabajadores y a cortísima distancia de las viviendas y la escuela del poblado, desmintiendo a la empresa, que en el juicio afirmó que respetaba las normas.
En 2016, el trabajador tuvo los primeros síntomas (dificultades para respirar, dolores en pecho y espalda, náuseas, vómitos, desmayos) de enfermedades que, tiempo después, las pericias ordenadas por la justicia catalogaron como derivadas de su labor en la arrocera.
De los Santos vivía todavía en el propio establecimiento. Tuvo que intervenir la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo para que se le otorgara una vivienda alejada del predio.
La empresa le negó siempre la asistencia que necesitaba y le descontaba los días no trabajados, cada vez más numerosos.
En 2017, el Banco de Previsión Social le diagnosticó un 30 por ciento de pérdida de capacidad pulmonar, lo que ya le impedía trabajar. Dos años después su grado de incapacidad laboral trepó al 50 por ciento y hoy es del 87,98.
De los Santos inició la demanda judicial contra la empresa a fines de 2017. Arrozal 33 decía que las enfermedades que le habían sido diagnosticadas derivaban de su adicción al tabaco y a su trabajo previo como soldador.
Enfermedad laboral
El proceso judicial fue lento. Incluyó la sustitución de una jueza que había acusado al trabajador de mentiroso y hecho suyos todos los argumentos de los empresarios.
Su remplazante, en cambio, ordenó pericias independientes que no dejaron lugar a dudas sobre el origen de las enfermedades de De los Santos.
En 2020, el Departamento de Salud Ocupacional del Hospital de Clínicas, dependiente de la Facultad de Medicina, el único organismo público que estudia este tipo de patologías, determinó que Julio padecía “neumonitis por hipersensibilidad a sustancias”, comprendida “en el listado de enfermedades profesionales en el país”.
Derivaba de su exposición, “durante su desempeño laboral”, a “posibles agentes causales como polvo de arroz, pinturas y sustancias químicas”.
Uno de cada diez
Un estudio especializado de 2014 de la Universidad de la República determinó que hasta entonces al menos el 10 por ciento de los trabajadores del arroz de la cuenca de la Laguna Merín, zona en la que se ubica el predio de 8.200 hectáreas de Arrozal 33, había sufrido intoxicación con agrotóxicos.
La aspersión de plaguicidas y otros agrotóxicos sobre los trabajadores, los insuficientes e inadecuados elementos de protección brindados, la nula o escasa instrucción recibida para manipular los productos, la ausencia de etiquetado de los envases, su disposición incorrecta en predios y campos figuran entre los factores que explican el envenenamiento por plaguicidas y otros agroquímicos en el medio laboral.
Laura Taran, profesora adjunta en el Centro de Información y Asesoramiento Toxicológico del Departamento de Toxicología de la Facultad de Medicina, un organismo que realiza regularmente estudios sobre este tema, dijo al semanario Brecha que es responsabilidad de las empresas –nunca del trabajador– cubrir todos esos aspectos.
También destacó la necesidad de formar a los médicos para atender estas patologías en el medio rural con un enfoque de medicina preventiva y que las empresas agropecuarias cuenten con un departamento de salud ocupacional a la altura de las circunstancias.
En la última negociación colectiva los trabajadores arroceros presentaron a las compañías una propuesta en ese sentido. Cifraron su costo en unos 400.000 pesos, algo más de 9.300 dólares, una minucia para un sector en expansión que en 2020 tuvo buenos resultados en todos los rubros y exportó por cerca de 455 millones de dólares. Pero las empresas se negaron a financiarla.
Ese modelo
Entre los puntos positivos del fallo Mirande destaca que coloca a “la comunidad” ante la posibilidad de replantearse colectivamente todos estos temas, comenzando por el del “modelo productivo”.
“Es un modelo que, a partir del uso de agroquímicos, contamina a humanos, animales, suelo, ríos, arroyos, y que se expande a los alimentos que consumimos. La ciencia lo está probando cada vez con mayor precisión”, dice este abogado que se ha dedicado al estudio del impacto de los agrotóxicos y formó parte del colectivo Ta, un espacio universitario interdisciplinario sobre transgénicos y agroecología.
El caso de Julio de los Santos, piensa, es también una “oportunidad para que las empresas intenten hacer mejor las cosas en su modo de producir y de atender la salud de sus trabajadores y del entorno en el que actúan”.
Mirande cree que a los que dicen que es imposible ir hacia algo distinto hay que responderles que existen ejemplos concretos que prueban lo contrario. “Aquí al lado, en Argentina, hay zonas de producción agroecológica a gran escala. Es cuestión de planteárselo”. Pero hay que cambiar las cabezas, y, acaso, de sistema.

Fuente: Rel UITA - Ilustración: Allan McDonald

 

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