Nuevo plan de desarrollo para Colombia: ¿Militarizar la gestión ambiental y territorial?
En el nuevo Plan Nacional de Desarrollo 2018-2011, que acaba de presentar el gobierno de Iván Duque, la temática ambiental es incorporada a las políticas de seguridad del Estado. Su consecuencia es la militarización de la gestión del ambiente y los territorios, con una naturaleza que es entendida como un “activo” que será protegida por militares y policías. El componente “político” de una política ambiental queda por debajo de su militarización. La intención no parece centrada en una protección ecológica sino en reemplazar los extractivismos ilegales por otros que sean legales en el sentido de ser otorgados por el Estado. O sea, estamos ante un nuevo síntoma de la lucha por los excedentes económicos que genera la explotación de la naturaleza. Vale la pena compartir algunas reacciones preliminares sobre esta problemática.
Eduardo Gudynas
En efecto, en aquel plan de desarrollo se parte de una visión de la “seguridad” que integra varias dimensiones, algunas de ellas muy conocidas como las amenazas al Estado, pero tiene la novedad de sumarle el campo ambiental. Esa dimensión está enfocada en el agua, la biodiversidad y el resto del ambiente, considerándolos un “activo estratégico” del país. Todo esto se debería a un contexto de futura escasez y eventuales conflictos por el control de los recursos.
Al tomar ese camino hay dos consecuencias simultáneas. Por un lado, incluir las cuestiones ambientales en la campo de la seguridad en un país como Colombia, y en sus circunstancias, significa militarizarla. Por otro lado, el ambiente pasa a entenderse como una “activo”, acentuándose dramáticamente la fragmentación de la naturaleza (1)
Esta nueva “seguridad ambiental” aparece en la sección titulada “Seguridad, autoridad y orden para la libertad: Defensa Nacional, seguridad ciudadana y colaboración ciudadana”. Allí se enumeran diversos objetivos, desde asuntos clásicos en esa materia como la defensa y el control marítimo, terrestre o aéreo, al control territorial, la lucha contra la criminalización y las drogas, la protección a las personas y comunidades.
Obsérvese que de ese modo, dentro del campo de la seguridad del país aparecen mezclados en el mismo nivel, la protección de la integridad territorial y la soberanía del país, con los intereses sobre la biodiversidad, el ambiente y los recursos naturales. A su vez, esa idea de ambiente no es la clásica de los ecólogos o de las comunidades locales, sino que apela al concepto de “activos”, un término cargado de antecedentes que vienen del mundo empresarial. Se está refiriendo a la protección de recursos naturales económicamente relevantes, pero no a la conservación de plantas o animales.
Esta postura de una “seguridad ambiental” ha sido presentada como una gran novedad, aunque hay algunos antecedentes sudamericanos. Se pueden citar a los gobiernos militares en Brasil iniciados en 1964 y que se adentraron en la década de 1980, apostando por controlar la Amazonia. Sus planes no tenían una intencionalidad ecológica, tal como proteger la biodiversidad en la selva tropical, sino que respondían a una obsesión con el control territorialy encaminar una “colonización” de regiones que se consideraban vacías o desaprovechadas. Esa mirada no era ingenua ya que específicamente excluía a los indígenas, y por ello jugaba con la metáfora de región vacía o “desierto verde”. Lo relevante de esos antecedentes es que de algún modo esas posiciones se debilitaron en los años siguientes a medida que avanzaban las políticas ambientales, pero regresaron con el triunfo de la extrema derecha de Jair Bolsonaro. El nuevo presidente de Brasil, y los militares que le acompañan, resucitan los discursos de una región que debe ser explotada, de indígenas que deben desaparecer o ser reconvertidos en empresarios, y una flexibilización de los controles ambientales clásicos. No es descabellado plantearse preguntarse si las posturas tan extremas de Bolsonaro en Brasil generan condiciones para que en los países vecinos, y entre ellos Colombia, se retome esa prédica de un militarismo sobre el territorio.
Las medidas en seguridad y defensa nacional de esos “activos” estarán a manos de una fuerza de “Protección Integral Ambiental” conformada por fuerzas militares y policías, coordinando con la fiscalía y autoridades ambientales. De este modo, policías y soldados deberían ser los nuevos protectores de la biodiversidad. Se consolida así una militarización de la gestión ambiental.
Estas medidas tan extremas se deberían al reconocimiento que las actividades criminales o ilegales tienen crecientes impactos sobre el ambiente. Esa problemática no es nueva, ya que desde hace décadas se sabe que existen prácticas ilegales de extracción y comercialización, por ejemplo, de maderas. Pero es posiblemente el continuo avance de la minería ilegal, con todos sus impactos sociales y ambientales, lo que ha obligado a este movimiento. En el plan se reconoce que grupos armados organizados que actúan en la minería ilegal logran ingresos financieros similares a los del narcotráfico, y que esas actividades se expanden en diversas regiones y ya amenazas a los parques nacionales (2).
La minería ilegal de oro la que concentra todas las atenciones, y la gravedad que representa se la reconoce con sinceridad. En el texto del Plan se deja en claro que el gobierno sabe que es la minería ilegal de oro la que domina totalmente a ese sector: el 86% del oro extraído en Colombia proviene de prácticas ilegales. Por lo tanto, todas las discusiones sobre el manejo de la minería empresarial formal de oro se convierten en eufemismos ante la gravedad de esta situación (3). Dicho de otro modo, Colombia es esencialmente un país de minería de oro ilegal, y los sectores legales son minoritarios. Considerando todo el sector minero, se admite que posiblemente el 13% del PBI minero provenga del tráfico ilegal. El plan también admite que en el 44% de los municipios del país se realiza minería ilegal de oro, carbón o algún otro mineral, dejando en claro la enorme penetración territorial de este flagelo. A su vez, los grupos ilegales que operan en ese tipo de minería están a su vez en muchos casos involucrados en cultivos ilícitos, tráfico de maderas, etc.
El plan postula atacar “estructuralmente” la explotación y comercialización ilícita de minerales, entre varias otras metas, para promover el tránsito hacia prácticas legales. Se anuncian desde posibles reformas normativas a planes de apoyo local. Entre ellas, por ejemplo, promover la participación del sector privado en la lucha contra la minería ilegal a lo largo de la cadena de comercialización.
Entre esos instrumentos, uno de los más preocupantes es la formalización de un ordenamiento territorial a gran escala con las llamadas “Zonas Estratégicas de Intervención Integral (ZEII), para aquellas regiones que son importantes tanto por temas de seguridad como por la protección ambiental. Esas zonas serán “intervenidas” por lo menos durante cinco años con la intención, según la letra del plan, de fortalecer el Estado en ellas, dando servicios sociales y protegiendo a la población civil. Esto incluye aspectos compartibles, tales como reemplazar economías ilegales por otras que sean legales. Pero a la vez deja en claro que en esas zonas el Ministerio de Defensa determinará la estrategia de intervención militar y policial, y que serán complementadas con “ingenieros militares” y “empresas del sector”. Esos extremos están repletos tanto de riesgos, que vienen siendo discutidos desde el pasado año, como de intentos similares que en muchos casos terminaron en un cóctel de más violencia contra las comunidades locales y ninguna salida económica viable. Como parte de ese control territorial, en el plan se insiste en planes de desarrollo local que más o menos reproducen estrategias conocidas, cuando en realidad lo que se necesitan son alternativas al desarrollo.
Se postula una cierta reorganización institucional para todos estos fines. Se reorganiza el Consejo de Seguridad Nacional para incorporar al Ministerio del Ambiente, y la temática ambiental deberá estar incluir en una Estrategia de Seguridad Nacional, y posiblemente también en la Estrategia Nacional de Inteligencia.
Esa ampliación de los servicios de inteligencia sobre la temática ambiental no es menor. Un examen de situaciones similares en países vecinos muestra que, por ejemplo en Ecuador, eso desembocó en espionaje y control sobre organizaciones ambientalistas, y en Argentina, en un programa de seguimiento de líderes locales (el conocido “proyecto X” del gobierno Kirchner que espiaba a más de mil organizaciones ciudadanas; 3). En esos países prevaleció el control político y social sobre los ciudadanos antes que la protección de la naturaleza.
Estas medidas, analizadas en forma preliminar aquí, así como otras que aparecen en otros capítulos del plan de desarrollo, no generan ninguna certeza en terminar con la problemática ambiental del país. Se construye una estrategia de militarización que tiene por finalidad controlar a los recursos naturales, los territorios y a sus poblaciones, donde el primer propósito que se insinúa es en realidad suplantar los emprendimientos ilegales por otros que serían legales, o al menos no tan ilegales -- ya que nada parece indicar que mejorarán las irregularidades en evaluaciones de impacto ambiental, zonificación, control del funcionamiento, participación ciudadanía, información pública.
Dicho de forma muy esquemática, no está en juego el problema mayor que es la minería de oro, con todos sus impactos sociales y ambientales, sino que se busca reemplazarla por una minería en manos de actores empresariales formalizados y reconocidos por el Estado. De ese modo el Estado, y los agrupamientos políticos que cobijan, podrán decidir quién accederá a esa minería, cuánto se cobrará en impuestos, etc. O incluso para aquellos que son escépticos dados los niveles de corrupción incluso dentro del Estado, se podría argumentar que se reemplazarán unos entramados ilegales por otros (4). Es por ello que son tantas las cosas que pueden salir más con esta estrategia.
Esta estrategia de seguridad podría ser interpretada como una pelea por quienes controlan los excedentes económicos de la explotación de los recursos naturales. No es una disputa sobre cómo proteger a la naturaleza o a las comunidades. Es más, otras medidas dentro del Plan así como otras iniciativas del gobierno muestran una intención de liberalizar todavía más la minería, por ejemplo.
Algunos argumentarán que la militarización de la gestión ambiental comenzó realmente con el accionar de las guerrillas y otros grupos armados, y que el gobierno no tiene más remedio que reaccionar ante ellas. Hay mucho de verdad en ello y es comprensible. Incluso habrá actores locales que reclaman esa seguridad ante las amenazas y violencia que sufren, y esto también es entendible. Pero aceptar esto en un plan de desarrollo es incorporar una lógica de la guerra también en la política ambiental. El riesgo aquí es que un gobierno finalmente termine razonando y actuando como los grupos armados, y entiende que la única solución esté centrada en ese campo. Eso no es nuevo, y en esos enfrentamientos quedan atrapadas las comunidades locales.
Es ingenuo pensar que la protección del ambiente se ganará con pelotones de soldados y policías. Más ingenuo es pensar que con ello se podrá abordar el drama de la minería de oro: ¿pondrán un soldado detrás de cada recodo de cada río? ¿un policía detrás de cada árbol?
El caso del oro es posiblemente uno de los más sencillos para encaminar una alternativa post-extractivista. El país debe implementar una moratoria a la exportación de oro de cualquier origen. No tiene sentido persistir en esas prácticas que, por un lado, no atienden ninguna necesidad vital contemporánea (aproximadamente el 90% del oro se utiliza con fines suntuarios o superfluos como joyas), y que deja en el país un daño ecológico y social enorme. El dinero que se utilizaría en toda esas prácticas de seguridad y militarización, debería ser encaminado en alternativas productivas para las comunidades locales atrapadas en esas prácticas. A su vez, el dinero que se ahorraría en los costos económicos de esos impactos también debería ser orientado a una reconversión productiva (5).
Esta propuesta de seguridad y militarización termina debilitando aún más la “política” en cualquier “política ambiental”. En lugar de promover el debate de ideas, la participación ciudadana y la democratización en la toma de decisiones sobre los aprovechamientos de la naturaleza, se apuesta a controles militarizados sobre los territorios y las personas, manteniéndose la esencia del papel de Colombia como proveedora de materias primas para la globalización. Es en todo esto que existen enormes riesgos que deberían ser analizados en detalle.
Notas:
(1) En el Plan se dice: “Es necesario adoptar una visión multidimensional de la seguridad que implique la comprensión de las amenazas al Estado y a la población como fenómenos articulados que tienen incidencia en los campos económico, político, social y medioambiental y, por tanto, es necesario generar respuestas articuladas de Estado para enfrentarlas. El agua, la biodiversidad y el medio ambiente son el interés nacional principal y prevalente desde la óptica de la seguridad nacional y un activo estratégico del país, en un contexto de futura escasez y de eventuales conflictos por su control”.
(2) El Plan lo dice claramente: “es notoria la progresiva participación de Grupos Armados Organizados en la extracción ilícita de minerales y su posterior comercialización, actividades que generan ingresos similares a los producidos por el narcotráfico y que, al igual que los cultivos de coca, son los factores principales de daño a los recursos hídricos, los parques naturales, los páramos y, en general, a los recursos naturales del país, los cuales representan en su conjunto el más importante activo estratégico de la Nación. La consecuencia es el fortalecimiento de esas organizaciones criminales, la dificultad de garantizar la seguridad y la convivencia en las zonas afectadas, la degradación acelerada del medio ambiente y la creación de condiciones que propician la prolongación indefinida de la violencia y la criminalidad e, incluso, su agravamiento”.
(3) En el Plan se indica que el “86% [de las toneladas de oro producidas en Colombia] fue extraído a partir de las operaciones de mineros artesanales, explotadores informales y organizaciones al margen de la ley (Dirección Nacional de Inteligencia, 2018). En correspondencia con lo anterior, un estudio realizado por la Defensoría del Pueblo (2010) indicó que en el 44% de los municipios del país existe explotación ilegal de carbón, oro u otro mineral. Así mismo, durante la elaboración del Censo Minero Departamental, se identificaron 14.357 unidades de producción minera, de las cuales tan solo el 37% tienen título minero; mientras que el 63% no lo tienen”. Se agrega que “ la cifra resultante asociada a los ingresos criminales por explotación ilegal de yacimientos mineros podría aproximarse a los $10 billones, lo que representó el 13% del PIB Minero en el año 2012 …”.
(3) Proyecto X: Cómo espió la Gendarmería a más de mil organizaciones, Clarín, 10 marzo 2013, https://www.clarin.com/home/espio-gendarmeria-mil-organizaciones_0_SkFWsScsvQl.html
(4) Sobre el flagelo de la corrupción, siguen vigentes todas las alertas. Por ejemplo, ante este plan de desarrollo, Salomón Kalmanovitz indica que en el “pacto por la legalidad se enuncia que habrá cero tolerancia para los corruptos. Ojalá fuera cierto porque la corrupción endémica causa la pérdida o el desvío de parte importante de los pocos recursos que logra acopiar el Estado". ¿Cuál plan de desarrollo", S. Kalmanovitz, 14 enbero 2018, https://www.elespectador.com/opinion/cual-plan-de-desarrollo-columna-833817
(5) Sobre la moratoria de la minería de oro ver la entrevista en El Espectador, en: https://www.elespectador.com/noticias/medio-ambiente/no-tiene-sentido-seguir-sacando-oro-eduardo-gudynas-articulo-789751
Estas y otras medidas son parte de las llamadas transiciones post-extractivistas; se analizan en detalle para distintos países en varios documentos disponibles en www.transiciones.org
Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES). El artículo se publicó originalmente en Embrollo del Desarrollo, en el diario El Espectador de Bogotá. El último libro publicado por el autor en Colombia es “Extactivismos y corrupción”, editado por Desde Abajo.
Fuente: Rebelión - Imagenes: Servindi - Foto: eRepublik - Blogs El Espectador
Eduardo Gudynas
En efecto, en aquel plan de desarrollo se parte de una visión de la “seguridad” que integra varias dimensiones, algunas de ellas muy conocidas como las amenazas al Estado, pero tiene la novedad de sumarle el campo ambiental. Esa dimensión está enfocada en el agua, la biodiversidad y el resto del ambiente, considerándolos un “activo estratégico” del país. Todo esto se debería a un contexto de futura escasez y eventuales conflictos por el control de los recursos.
Al tomar ese camino hay dos consecuencias simultáneas. Por un lado, incluir las cuestiones ambientales en la campo de la seguridad en un país como Colombia, y en sus circunstancias, significa militarizarla. Por otro lado, el ambiente pasa a entenderse como una “activo”, acentuándose dramáticamente la fragmentación de la naturaleza (1)
Esta nueva “seguridad ambiental” aparece en la sección titulada “Seguridad, autoridad y orden para la libertad: Defensa Nacional, seguridad ciudadana y colaboración ciudadana”. Allí se enumeran diversos objetivos, desde asuntos clásicos en esa materia como la defensa y el control marítimo, terrestre o aéreo, al control territorial, la lucha contra la criminalización y las drogas, la protección a las personas y comunidades.
Obsérvese que de ese modo, dentro del campo de la seguridad del país aparecen mezclados en el mismo nivel, la protección de la integridad territorial y la soberanía del país, con los intereses sobre la biodiversidad, el ambiente y los recursos naturales. A su vez, esa idea de ambiente no es la clásica de los ecólogos o de las comunidades locales, sino que apela al concepto de “activos”, un término cargado de antecedentes que vienen del mundo empresarial. Se está refiriendo a la protección de recursos naturales económicamente relevantes, pero no a la conservación de plantas o animales.
Esta postura de una “seguridad ambiental” ha sido presentada como una gran novedad, aunque hay algunos antecedentes sudamericanos. Se pueden citar a los gobiernos militares en Brasil iniciados en 1964 y que se adentraron en la década de 1980, apostando por controlar la Amazonia. Sus planes no tenían una intencionalidad ecológica, tal como proteger la biodiversidad en la selva tropical, sino que respondían a una obsesión con el control territorialy encaminar una “colonización” de regiones que se consideraban vacías o desaprovechadas. Esa mirada no era ingenua ya que específicamente excluía a los indígenas, y por ello jugaba con la metáfora de región vacía o “desierto verde”. Lo relevante de esos antecedentes es que de algún modo esas posiciones se debilitaron en los años siguientes a medida que avanzaban las políticas ambientales, pero regresaron con el triunfo de la extrema derecha de Jair Bolsonaro. El nuevo presidente de Brasil, y los militares que le acompañan, resucitan los discursos de una región que debe ser explotada, de indígenas que deben desaparecer o ser reconvertidos en empresarios, y una flexibilización de los controles ambientales clásicos. No es descabellado plantearse preguntarse si las posturas tan extremas de Bolsonaro en Brasil generan condiciones para que en los países vecinos, y entre ellos Colombia, se retome esa prédica de un militarismo sobre el territorio.
Las medidas en seguridad y defensa nacional de esos “activos” estarán a manos de una fuerza de “Protección Integral Ambiental” conformada por fuerzas militares y policías, coordinando con la fiscalía y autoridades ambientales. De este modo, policías y soldados deberían ser los nuevos protectores de la biodiversidad. Se consolida así una militarización de la gestión ambiental.
Estas medidas tan extremas se deberían al reconocimiento que las actividades criminales o ilegales tienen crecientes impactos sobre el ambiente. Esa problemática no es nueva, ya que desde hace décadas se sabe que existen prácticas ilegales de extracción y comercialización, por ejemplo, de maderas. Pero es posiblemente el continuo avance de la minería ilegal, con todos sus impactos sociales y ambientales, lo que ha obligado a este movimiento. En el plan se reconoce que grupos armados organizados que actúan en la minería ilegal logran ingresos financieros similares a los del narcotráfico, y que esas actividades se expanden en diversas regiones y ya amenazas a los parques nacionales (2).
La minería ilegal de oro la que concentra todas las atenciones, y la gravedad que representa se la reconoce con sinceridad. En el texto del Plan se deja en claro que el gobierno sabe que es la minería ilegal de oro la que domina totalmente a ese sector: el 86% del oro extraído en Colombia proviene de prácticas ilegales. Por lo tanto, todas las discusiones sobre el manejo de la minería empresarial formal de oro se convierten en eufemismos ante la gravedad de esta situación (3). Dicho de otro modo, Colombia es esencialmente un país de minería de oro ilegal, y los sectores legales son minoritarios. Considerando todo el sector minero, se admite que posiblemente el 13% del PBI minero provenga del tráfico ilegal. El plan también admite que en el 44% de los municipios del país se realiza minería ilegal de oro, carbón o algún otro mineral, dejando en claro la enorme penetración territorial de este flagelo. A su vez, los grupos ilegales que operan en ese tipo de minería están a su vez en muchos casos involucrados en cultivos ilícitos, tráfico de maderas, etc.
El plan postula atacar “estructuralmente” la explotación y comercialización ilícita de minerales, entre varias otras metas, para promover el tránsito hacia prácticas legales. Se anuncian desde posibles reformas normativas a planes de apoyo local. Entre ellas, por ejemplo, promover la participación del sector privado en la lucha contra la minería ilegal a lo largo de la cadena de comercialización.
Entre esos instrumentos, uno de los más preocupantes es la formalización de un ordenamiento territorial a gran escala con las llamadas “Zonas Estratégicas de Intervención Integral (ZEII), para aquellas regiones que son importantes tanto por temas de seguridad como por la protección ambiental. Esas zonas serán “intervenidas” por lo menos durante cinco años con la intención, según la letra del plan, de fortalecer el Estado en ellas, dando servicios sociales y protegiendo a la población civil. Esto incluye aspectos compartibles, tales como reemplazar economías ilegales por otras que sean legales. Pero a la vez deja en claro que en esas zonas el Ministerio de Defensa determinará la estrategia de intervención militar y policial, y que serán complementadas con “ingenieros militares” y “empresas del sector”. Esos extremos están repletos tanto de riesgos, que vienen siendo discutidos desde el pasado año, como de intentos similares que en muchos casos terminaron en un cóctel de más violencia contra las comunidades locales y ninguna salida económica viable. Como parte de ese control territorial, en el plan se insiste en planes de desarrollo local que más o menos reproducen estrategias conocidas, cuando en realidad lo que se necesitan son alternativas al desarrollo.
Se postula una cierta reorganización institucional para todos estos fines. Se reorganiza el Consejo de Seguridad Nacional para incorporar al Ministerio del Ambiente, y la temática ambiental deberá estar incluir en una Estrategia de Seguridad Nacional, y posiblemente también en la Estrategia Nacional de Inteligencia.
Esa ampliación de los servicios de inteligencia sobre la temática ambiental no es menor. Un examen de situaciones similares en países vecinos muestra que, por ejemplo en Ecuador, eso desembocó en espionaje y control sobre organizaciones ambientalistas, y en Argentina, en un programa de seguimiento de líderes locales (el conocido “proyecto X” del gobierno Kirchner que espiaba a más de mil organizaciones ciudadanas; 3). En esos países prevaleció el control político y social sobre los ciudadanos antes que la protección de la naturaleza.
Estas medidas, analizadas en forma preliminar aquí, así como otras que aparecen en otros capítulos del plan de desarrollo, no generan ninguna certeza en terminar con la problemática ambiental del país. Se construye una estrategia de militarización que tiene por finalidad controlar a los recursos naturales, los territorios y a sus poblaciones, donde el primer propósito que se insinúa es en realidad suplantar los emprendimientos ilegales por otros que serían legales, o al menos no tan ilegales -- ya que nada parece indicar que mejorarán las irregularidades en evaluaciones de impacto ambiental, zonificación, control del funcionamiento, participación ciudadanía, información pública.
Dicho de forma muy esquemática, no está en juego el problema mayor que es la minería de oro, con todos sus impactos sociales y ambientales, sino que se busca reemplazarla por una minería en manos de actores empresariales formalizados y reconocidos por el Estado. De ese modo el Estado, y los agrupamientos políticos que cobijan, podrán decidir quién accederá a esa minería, cuánto se cobrará en impuestos, etc. O incluso para aquellos que son escépticos dados los niveles de corrupción incluso dentro del Estado, se podría argumentar que se reemplazarán unos entramados ilegales por otros (4). Es por ello que son tantas las cosas que pueden salir más con esta estrategia.
Esta estrategia de seguridad podría ser interpretada como una pelea por quienes controlan los excedentes económicos de la explotación de los recursos naturales. No es una disputa sobre cómo proteger a la naturaleza o a las comunidades. Es más, otras medidas dentro del Plan así como otras iniciativas del gobierno muestran una intención de liberalizar todavía más la minería, por ejemplo.
Algunos argumentarán que la militarización de la gestión ambiental comenzó realmente con el accionar de las guerrillas y otros grupos armados, y que el gobierno no tiene más remedio que reaccionar ante ellas. Hay mucho de verdad en ello y es comprensible. Incluso habrá actores locales que reclaman esa seguridad ante las amenazas y violencia que sufren, y esto también es entendible. Pero aceptar esto en un plan de desarrollo es incorporar una lógica de la guerra también en la política ambiental. El riesgo aquí es que un gobierno finalmente termine razonando y actuando como los grupos armados, y entiende que la única solución esté centrada en ese campo. Eso no es nuevo, y en esos enfrentamientos quedan atrapadas las comunidades locales.
Es ingenuo pensar que la protección del ambiente se ganará con pelotones de soldados y policías. Más ingenuo es pensar que con ello se podrá abordar el drama de la minería de oro: ¿pondrán un soldado detrás de cada recodo de cada río? ¿un policía detrás de cada árbol?
El caso del oro es posiblemente uno de los más sencillos para encaminar una alternativa post-extractivista. El país debe implementar una moratoria a la exportación de oro de cualquier origen. No tiene sentido persistir en esas prácticas que, por un lado, no atienden ninguna necesidad vital contemporánea (aproximadamente el 90% del oro se utiliza con fines suntuarios o superfluos como joyas), y que deja en el país un daño ecológico y social enorme. El dinero que se utilizaría en toda esas prácticas de seguridad y militarización, debería ser encaminado en alternativas productivas para las comunidades locales atrapadas en esas prácticas. A su vez, el dinero que se ahorraría en los costos económicos de esos impactos también debería ser orientado a una reconversión productiva (5).
Esta propuesta de seguridad y militarización termina debilitando aún más la “política” en cualquier “política ambiental”. En lugar de promover el debate de ideas, la participación ciudadana y la democratización en la toma de decisiones sobre los aprovechamientos de la naturaleza, se apuesta a controles militarizados sobre los territorios y las personas, manteniéndose la esencia del papel de Colombia como proveedora de materias primas para la globalización. Es en todo esto que existen enormes riesgos que deberían ser analizados en detalle.
Notas:
(1) En el Plan se dice: “Es necesario adoptar una visión multidimensional de la seguridad que implique la comprensión de las amenazas al Estado y a la población como fenómenos articulados que tienen incidencia en los campos económico, político, social y medioambiental y, por tanto, es necesario generar respuestas articuladas de Estado para enfrentarlas. El agua, la biodiversidad y el medio ambiente son el interés nacional principal y prevalente desde la óptica de la seguridad nacional y un activo estratégico del país, en un contexto de futura escasez y de eventuales conflictos por su control”.
(2) El Plan lo dice claramente: “es notoria la progresiva participación de Grupos Armados Organizados en la extracción ilícita de minerales y su posterior comercialización, actividades que generan ingresos similares a los producidos por el narcotráfico y que, al igual que los cultivos de coca, son los factores principales de daño a los recursos hídricos, los parques naturales, los páramos y, en general, a los recursos naturales del país, los cuales representan en su conjunto el más importante activo estratégico de la Nación. La consecuencia es el fortalecimiento de esas organizaciones criminales, la dificultad de garantizar la seguridad y la convivencia en las zonas afectadas, la degradación acelerada del medio ambiente y la creación de condiciones que propician la prolongación indefinida de la violencia y la criminalidad e, incluso, su agravamiento”.
(3) En el Plan se indica que el “86% [de las toneladas de oro producidas en Colombia] fue extraído a partir de las operaciones de mineros artesanales, explotadores informales y organizaciones al margen de la ley (Dirección Nacional de Inteligencia, 2018). En correspondencia con lo anterior, un estudio realizado por la Defensoría del Pueblo (2010) indicó que en el 44% de los municipios del país existe explotación ilegal de carbón, oro u otro mineral. Así mismo, durante la elaboración del Censo Minero Departamental, se identificaron 14.357 unidades de producción minera, de las cuales tan solo el 37% tienen título minero; mientras que el 63% no lo tienen”. Se agrega que “ la cifra resultante asociada a los ingresos criminales por explotación ilegal de yacimientos mineros podría aproximarse a los $10 billones, lo que representó el 13% del PIB Minero en el año 2012 …”.
(3) Proyecto X: Cómo espió la Gendarmería a más de mil organizaciones, Clarín, 10 marzo 2013, https://www.clarin.com/home/espio-gendarmeria-mil-organizaciones_0_SkFWsScsvQl.html
(4) Sobre el flagelo de la corrupción, siguen vigentes todas las alertas. Por ejemplo, ante este plan de desarrollo, Salomón Kalmanovitz indica que en el “pacto por la legalidad se enuncia que habrá cero tolerancia para los corruptos. Ojalá fuera cierto porque la corrupción endémica causa la pérdida o el desvío de parte importante de los pocos recursos que logra acopiar el Estado". ¿Cuál plan de desarrollo", S. Kalmanovitz, 14 enbero 2018, https://www.elespectador.com/opinion/cual-plan-de-desarrollo-columna-833817
(5) Sobre la moratoria de la minería de oro ver la entrevista en El Espectador, en: https://www.elespectador.com/noticias/medio-ambiente/no-tiene-sentido-seguir-sacando-oro-eduardo-gudynas-articulo-789751
Estas y otras medidas son parte de las llamadas transiciones post-extractivistas; se analizan en detalle para distintos países en varios documentos disponibles en www.transiciones.org
Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latinoamericano de Ecología Social (CLAES). El artículo se publicó originalmente en Embrollo del Desarrollo, en el diario El Espectador de Bogotá. El último libro publicado por el autor en Colombia es “Extactivismos y corrupción”, editado por Desde Abajo.
Fuente: Rebelión - Imagenes: Servindi - Foto: eRepublik - Blogs El Espectador