Lo político es lo privado
Llegarás a casa de noche, prepararás las cosas del día siguiente, cenarás algo, verás una serie, leerás las noticias mortalmente aburrida, pensando si esta desazón es culpa tuya… Una tarde para un amigo. Cinco semanas para conocer a tu hijo. Y si no puedes con ello, si no lo asumes, si la mentira se te hace excesivamente dura, tendrás dos días de baja y cuatro tipos de pastillas. La precariedad como norma es uno de los signos de esta época.
David Fernández
Paula Llaves
El vagón avanza a través del túnel. Te distraes observando el reflejo del interior en los cristales. Estamos ahí, todos, en teoría, voluntariamente, a las seis de la mañana, cada uno encajado en el rol que lo alimenta. Aunque no lo parezca a simple vista, todos uniformados. Apretaditos. Incómodos. Disfrazados. Preparados para mentir. La gente miente. Tu mientes. Constantemente. Todos los días. Estamos obligados a mentir y a mentirnos. Si quieres tener un techo que te cubra, es muy probable que la mentira, que la credibilidad de la pose, sea directamente proporcional a tus posibilidades de acceder y mantener a un trabajo.
A veces puedes ver en ese reflejo lo perverso de todo esto. Es tan real, tan irrefutable, que casi parecería natural, que está ahí desde siempre, que estará siempre… Sin embargo, apenas tiene cien años. El tren, que avanza con la pesada carga de nuestra subsistencia, es el absoluto triunfo de la ideología.
Miras de reojo el mapa de las estaciones, la estructura subterránea que cruza el interior de la ciudad hecha a base de subvenciones, contratos y licitaciones, eligiendo cuidadosamente las paradas, de dónde a dónde, conectando con líneas de autobuses el centro y los suburbios, los colegios, los hospitales, los polígonos industriales, los empresariales y las zonas de ocio prefabricadas, el horario laboral, el salario base, el precio de la vivienda, el sexo de los viernes —porque el sábado no se madruga—, los códigos sociales, tu angustia de los lunes, el coste de la vida, tu tiempo de lectura, las mañanas que no disfrutaste… Podría ser una metáfora, pero no hay aquí nada de poesía, solo es una parte minúscula de un contrato social. De un contrato firmado de antemano. Antes siquiera de que tú hubieras nacido.
Conoces el pacto. Tendrás la certidumbre de un camino trazado, que no es garantía de ningún éxito. A cambio, acatarás las limitaciones laborales y burocráticas de tu existencia. Aceptarás que te rompan el corazón a las siete menos cuarto y, a las ocho y media, estar con un cliente, intentando sostener una sonrisa, que el duelo por la pérdida es de dos días laborales, y el tercero se te permite alguna lágrima mientras te dan el pésame junto a la fila de mesas modulares donde pequeños objetos de contrabando emocional (un cactus, un portalápices, una foto de una niña de tres años que sonríe ajena a toda esa brutalidad hecha tedio…) dejan revelar los pequeños resquicios de identidad permitidos. Tolerarás, por ley, dos días y medio para olvidar que tuviste una madre, un hermano.
Una tarde para un amigo. Cinco semanas para conocer a tu hijo. Cuatro meses si eres madre, el mínimo de lactancia necesaria para garantizar algo de inmunidad en su organismo. Una desconocida oirá sus primeras palabras, verá sus primeros pasos y guardará silencio, que es otra forma de mentir, para que tú creas que su primera vez es la primera vez que estabas presente. Y si no puedes con ello, si no lo asumes, si la mentira se te hace excesivamente dura, tendrás dos días de baja y cuatro tipos de pastillas para que, aunque sigas sin asumirlo, porque es inasumible, seas al menos capaz de cargar con la ficción que se te exige.
Vives (lo sabes) en el mejor de los mundos posibles, pero en el reflejo negro del cristal no parece gran cosa. Decía Curzio Malaparte que “la lucha contra la muerte es heroica; la lucha por la supervivencia, miserable”. No se trata de una conspiración, es solo una consecución de decisiones en las que nadie como tú ha tomado parte. El ganadero no busca el sufrimiento de las reses, es simplemente que no lo tiene en cuenta si no es para maximizar su beneficio. Extraño cataclismo el de lo imperceptible. Pasó vertiginosamente despacio, empezó en los albores del siglo XX, cuando el automóvil, el urbanismo y la especulación confluyeron en la primera gran crisis del capitalismo moderno. Roosevelt decidió invertir en infraestructuras y en industria automovilística. Le Corbusier, fascinado con el edificio de Fiat y por Henry Ford, empezó a diseñar ciudades organizadas a la medida de la humanidad. De su humanidad de prócer, de varón de su tiempo bien remunerado. Arrinconó todo aquello que afeaba su paisaje y puso las viviendas de los asalariados —monótonas, minúsculas, apiladas en los márgenes—, confinó la infancia a los espacios conocidos, recluyó a las amas de casa y los ancianos, diseñó una ciudad inabarcable caminando, a una hora en coche de cualquier sitio.
Las Naciones Unidas y el Banco Mundial redactaron tu convenio laboral, la televisión, internet, tu idea de fracaso, del triunfo personal, las manifestaciones del amor, el orden familiar, la normalidad aceptada, tu capacidad de resilencia, el límite de tu paciencia… Nada que ver contigo. Y, sin embargo, ahí está, todo el paradigma ideológico de la globalización, delimitando tus afectos, tu código postal, lo que sabes, aquello de lo que hablas, todo lo que te preocupa, tu estado de ánimo, la hora a la que comes… Nada que ver contigo.
Una tarde para un amigo. Cinco semanas para conocer a tu hijo. Cuatro meses si eres madre, el mínimo de lactancia necesaria para garantizar algo de inmunidad en su organismo. Una desconocida oirá sus primeras palabras, verá sus primeros pasos y guardará silencio, que es otra forma de mentir, para que tú creas que su primera vez es la primera vez que estabas presente. Y si no puedes con ello, si no lo asumes, si la mentira se te hace excesivamente dura, tendrás dos días de baja y cuatro tipos de pastillas para que, aunque sigas sin asumirlo, porque es inasumible, seas al menos capaz de cargar con la ficción que se te exige.
Vives (lo sabes) en el mejor de los mundos posibles, pero en el reflejo negro del cristal no parece gran cosa. Decía Curzio Malaparte que “la lucha contra la muerte es heroica; la lucha por la supervivencia, miserable”. No se trata de una conspiración, es solo una consecución de decisiones en las que nadie como tú ha tomado parte. El ganadero no busca el sufrimiento de las reses, es simplemente que no lo tiene en cuenta si no es para maximizar su beneficio. Extraño cataclismo el de lo imperceptible. Pasó vertiginosamente despacio, empezó en los albores del siglo XX, cuando el automóvil, el urbanismo y la especulación confluyeron en la primera gran crisis del capitalismo moderno. Roosevelt decidió invertir en infraestructuras y en industria automovilística. Le Corbusier, fascinado con el edificio de Fiat y por Henry Ford, empezó a diseñar ciudades organizadas a la medida de la humanidad. De su humanidad de prócer, de varón de su tiempo bien remunerado. Arrinconó todo aquello que afeaba su paisaje y puso las viviendas de los asalariados —monótonas, minúsculas, apiladas en los márgenes—, confinó la infancia a los espacios conocidos, recluyó a las amas de casa y los ancianos, diseñó una ciudad inabarcable caminando, a una hora en coche de cualquier sitio.
Las Naciones Unidas y el Banco Mundial redactaron tu convenio laboral, la televisión, internet, tu idea de fracaso, del triunfo personal, las manifestaciones del amor, el orden familiar, la normalidad aceptada, tu capacidad de resilencia, el límite de tu paciencia… Nada que ver contigo. Y, sin embargo, ahí está, todo el paradigma ideológico de la globalización, delimitando tus afectos, tu código postal, lo que sabes, aquello de lo que hablas, todo lo que te preocupa, tu estado de ánimo, la hora a la que comes… Nada que ver contigo.
Dice McMihail que “una es y la hacen ser”. En esa frase resume un siglo de literatura política, sociológica, psicológica, que nos habla de que el ser humano necesita un hábitat habitable. Eso tan simple. Podríamos hablar de la sociedad líquida de Bauman, del psicoanálisis social de Fromm, del panoptismo de Foucault, de esos estudios de psicología comunitaria que confirman que las ciudades-dormitorio son lo opuesto a las comunidades, que el aislamiento crea individuos desarraigados, que el desarraigo genera ansiedad, miedo, frustración, que cuando esto se prolonga se vuelve patológico… O podemos decir que vives mal y por eso levantarás la voz, perderás la paciencia, te comportarás como un perfecto gilipollas.
Y llegarás a casa de noche, prepararás las cosas del día siguiente, cenarás algo, verás una serie, leerás las noticias, sustituyendo una cerveza con tus amigos por el Facebook, jugando a una aplicación idiota, mortalmente aburrida, pensando si esta desazón es culpa tuya, si deberías apuntarte a un gimnasio, o al psicólogo, o a bailes de salón. Si el problema es que el amor de tu vida no te satisface. O que la vida está en otra parte.
Y llegarás a casa de noche, prepararás las cosas del día siguiente, cenarás algo, verás una serie, leerás las noticias, sustituyendo una cerveza con tus amigos por el Facebook, jugando a una aplicación idiota, mortalmente aburrida, pensando si esta desazón es culpa tuya, si deberías apuntarte a un gimnasio, o al psicólogo, o a bailes de salón. Si el problema es que el amor de tu vida no te satisface. O que la vida está en otra parte.
“La vida tiene razón y el arquitecto se equivoca”, confesó Le Corbusier en su lecho de muerte. Pero ya no le escuchaba nadie.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/lo-politico-es-lo-privado-2