Habitar la Tierra como un conflicto trágico
El nuevo libro de Luis Sáez, "Tierra y destino" puede leerse como una suerte de tratado de filosofía de la naturaleza o, directamente, como una defensa de la filosofía como herramienta necesaria para enfrentar nuestro problema más urgente. El contexto que sirve de punto de partida es la crítica a los restos de la ideología del progreso y del crecimiento ilimitado que aún se encuentran firmemente asentados en el inconsciente colectivo. La creencia en una salvación in extremis del planeta tiene como origen la ilusión de un desarrollo infinito que nos deja a la espera de la acción de los dispositivos científicos y tecnológicos, mientras nos expropia de la búsqueda de soluciones autónomas.
Por María Santana Fernández
Esta delegación nos paraliza y acaba desembocando en la sensación de impotencia con la que contemplamos horrorizados cómo nos acercamos a la destrucción de la Tierra y a nuestra propia extinción. A pesar de lo apremiante de la situación, Sáez tiene cuidado de no regodearse en las presentaciones apocalípticas o en el pesimismo melancólico. De hecho, se puede decir que ya estamos atiborrados de imágenes del fin del mundo, hasta el punto de pensar que nos encontramos en una especie de prórroga previa al desastre final. Tal y como sucede en el reciente telefilme de éxito No mires arriba en el que aún se plantea el papel del científico sacerdote como única posibilidad de rescate.
En cualquier caso, para revertir la tristeza apática que despierta esta grave crisis, el libro nos coloca en otro lugar con respecto al cuidado de la Tierra. La intención de Sáez es comprender la responsabilidad que tenemos con nuestra morada como si se tratara de un conflicto trágico cuya solución sólo podría surgir de la propia naturaleza gestante, el resto de physis no domesticada o salvaje que perviviría en la profundidad del mundo y de cada individuo. Algunos de los elementos de esta crisis colectiva entendida como enfermedad civilizatoria ya eran planteados en El ocaso de Occidente. Sin embargo, ahora Sáez coloca el foco en la tarea ineludible de hacernos cargo de nuestro hogar. De ahí que no se centre sólo en la descripción de la alienación colectiva.
Tierra y destino busca mantenerse en un discurso complejo o poliédrico con el que evitar caer en los reduccionismos de otros planteamientos habituales. En este sentido, se refiere de manera directa a algunos pensadores de la tradición crítica que engrandecen elementos parciales de la cultura occidental. Aquí señala el concepto de lo líquido en Bauman o el de lo cibernético en el colectivo Tiqqun. Coincido en el peligro de las simplificaciones a las que se tiende en algunos casos, dado que hay veces en que el pensador en cuestión atesora ese término clave y acaba por encajar todo dentro de esa idea. Aun así, algunos de estos conceptos pueden superponerse y, por ejemplo, la propia noción de dispositivo que aparece en Tierra y destino podría compartir algunos de los rasgos de la estructura burocrática que describía Bauman en Modernidad y holocausto. Del mismo modo, los Tiqqun también gustan de referirse a conceptos ontológicos provenientes de Heidegger, aunque dediquen tanto esfuerzo a esa genealogía de lo cibernético como el elemento clave de nuestro mundo. Igualmente, a lo largo de este libro Sáez se desliga del discurso del movimiento ecologista al uso que trata de alejar la Tierra de la propia vida humana para convertirla en un objeto de veneración. Y del liberalismo socialdemócrata que busca extender el campo del derecho a territorios no humanos como único modo de proteger políticamente la Tierra.
Sáez establece una perspectiva radical con la que situarnos fuera del vacío angustioso en el que se está convirtiendo nuestra cultura. Aquí es donde la filosofía en su nivel más profundo jugaría un papel imprescindible. En ese ejercicio de separación del caos incomprensible de lo cotidiano, aparece el concepto de “voluntad ontológica de dominio” entendida como “la propensión a la conquista de lo ontológico, es decir, de todo lo que es, del ser en cuanto tal”. Con esta y otras nociones similares, Sáez emprende la labor de aclaración ontológica que sería fundamental para comprender los complejos elementos del habitar humano y la hondura del malestar colectivo que se extiende como una verdadera epidemia. El origen profundo de la crisis se encontraría en el subsuelo del territorio en el que vivimos cuya relevancia es señalada del siguiente modo: “Esta Tierra invisible es un espacio telúrico, una territorialidad cualitativa que no se mide o se pesa, pero que opera y actúa bajo la Tierra extensa y cuantificable, es decir, bajo el hábitat que nos permite sobrevivir”. Si nos sentimos desterrados es porque ni siquiera comprendemos la pérdida de ese sustrato invisible que nos sostenía en el territorio sociocultural, porque la voluntad de dominio ahonda en lo más recóndito del mundo. En relación a la naturaleza ontológica de este desastre, es bueno insistir, como lo hace el libro, en la forma en que las diversas terapias psicológicas encubren el nihilismo cultural. Estos dispositivos sanitarios de control social malinterpretan las consecuencias de la crisis y diagnostican el sufrimiento como enfermedad personal. Es más, aunque el fracaso existencial se sienta como una lacerante pérdida individual, su origen y su posible solución implican a toda la comunidad, ponen en juego las relaciones con el mundo y los otros, porque son trans-individuales.
En el libro hay un esfuerzo constante por plantear los elementos del análisis con claridad y contundencia: vivimos enredados en una serie de numerosos dispositivos que se superponen desplegando las estrategias de poder del capital, la racionalización procedimental y la Mathesis Universalis. Estos dispositivos son tan diversos, inflexibles y están tan solapados que producen una sensación de totalitarismo paralizante llegando a limitar la fuerza generativa del individuo y de lo colectivo. Y aquí es donde se encontraría, según Sáez, el alimento de la pulsión de muerte como reificación del sentimiento de pérdida de la melancolía más oscura. A fuerza de sufrir las nefastas consecuencias del ideal del progreso, está desapareciendo la idea de una tierra que nos sostenga y nos provea. Sin embargo, esta visión humanista y utilitarista que está siendo abandonada no supone ninguna liberación, porque tras ella crece la sensación de caminar extraviados por un suelo cenagoso. Y yo iría más allá en la metáfora que nos plantea Sáez, porque hay momentos en los que nos vemos literalmente hundidos en arenas movedizas, por eso preferimos permanecer quietos, pensando que ésta es la única forma de mantenernos a flote.
Mientras tanto, para aliviar el sufrimiento, para sentir que los pies se elevan del suelo y conseguir que pase el tiempo, el ser humano se entrega de manera compulsiva al consumo de los productos culturales de masas y a la evasión de los paraísos artificiales que supone internet. Evidentemente, es preferible imaginarse flotando en el espacio virtual, sin cuerpo y sin arraigo, que pegado a la sucia superficie de un planeta agonizante. Me atrevo a decir que aquí se sigue encontrando uno de los nudos del malestar actual y que es imprescindible desgranar los dispositivos psicológicos, perceptivos, corporales, económicos, etc., que se enlazan para paliar el dolor y la frustración cotidiana. Porque no se tratan de simples estrategias de control que nos seducen, sino que hay un sofisticado viaje de ida y vuelta en el que perdemos y ganamos. Si, tal y como propone Sáez, debemos dirigirnos hacia una autoorganización y autogestión que se apropie de estas herramientas tecnológicas, sería conveniente comprender su funcionamiento profundo más allá de la repulsión que nos produzcan.
Frente a la vida contemporánea paralizada por un destino fatídico, Sáez nos propone traducir la crisis a un conflicto en el que retomar el papel del héroe trágico. Con esta noción no se refiere ni por asomo a los superhéroes de cómic, tampoco a los valerosos científicos, sheriffs o padres de familia que han salvado al planeta en multitud de películas norteamericanas. A lo que nos remite el libro es a otra forma de existencia, aquella que puede ser entendida como gesta trágica al modo del Barroco. Habría que recuperar la astucia, la imaginación y la capacidad generativa que laten en el interior de las personas y el colectivo. La honestidad de este sujeto en conflicto le obligará a valorar la enormidad del peligro con distancia irónica, pero evitando caer en la melancolía. Eso sí, para Sáez la risa amarga que brota en mitad de la grotesca tragicomedia de la que somos protagonistas es radicalmente distinta a la carcajada bobalicona de quien necesita matar el tiempo hasta que la salvación llegue.
Tierra y destino se mantiene en un tono alentador y sus descripciones huyen del dramatismo efectista. A Sáez no le interesa “despertar conciencias”, sino profundizar en la explicación del origen del desastre para ofrecer un punto que sirva de apoyo en la salida. A lo largo del libro hay momentos en los que el lenguaje alcanza juegos evocadores y luminosos que permiten mantener el ánimo suficiente para pensar que aún quedan posibilidades. El lenguaje se convierte en una herramienta de evocación de lo invisible que se mantiene en lo profundo de la physis desplegando esa ontología que señala con precisión eso de lo real que se nos había escapado, es decir, que aclara lo que las cosas son. A esta claridad se añade el propio goce estético que supone leer filosofía pensada y escrita en español.
Sáez evita el tono amonestador y nos deja en puertas de nuestra tarea como seres autónomos: dejar a un lado el miedo y el resentimiento para elaborar una ética de la admiración. Romper la desidia y abordar la crisis de la Tierra como un conflicto trágico que ya no surja del anhelo o la carencia, sino del exceso de vida, de creación, de imaginación y de energía. Sin embargo, a mí me sigue resultando muy difícil no caer en ese desaliento pesimista que bordea el nihilismo reactivo descrito en el libro. Trato de colocarme en la tensión trágica de quien desea una religión inmanente al modo batailleano, de quien anhela “ser agua en el agua” y resonar con la physis gestante. Y creo que me sería más fácil si el sujeto trágico propuesto por Sáez tuviera una cara, unos gestos o unos rasgos que sirviesen ya de alimento a un imaginario emancipador. Antes que nada habrá que gestar nuevas posibilidades, mitos o relatos que vayan dando de sí las costuras de los dispositivos y empiezan a resonar en lo colectivo despertando nuevas estrategias relacionales. Además, nos quedaría hacer frente al fracaso actual de las herramientas políticas de la democracia capitalista para poder desplegar otras estrategias trans-individuales y de toma de decisiones. No es poca cosa.
Fuentes: Rebelión