Del Homo chatarris a la nutrición agroecológica

La pandemia global está dejando tras de sí huellas visibles en términos de enfermos, muertes, atenciones hospitalarias, polémicas sobre medidas sanitarias. Quedan invisibilizados efectos a largo plazo que condicionarán, en un futuro no muy lejano, cómo estamos viviendo y cómo podemos vivir. Toda una nueva revolución civilizatoria, silenciosa, quizás comparable a la emergencia de focos agrícolas hace 14.000 años. Nuestro mundo se contrae vertiginosamente.

Ángel Calle Collado
Integrante de la Cooperativa Ecojerte

Isabel Álvarez Vispo
Presidenta Red Urgenci

Sobre qué hacer, dónde adquirir productos, cómo alimentarnos o con quien relacionarse cada día, más que nuestras decisiones individuales o colectivas pesan sobre todo las innovaciones incesantes de plataformas virtuales que nos alientan a comprar o entretenernos, las medidas gubernamentales de urgencia para colocarnos mascarillas o frecuentar determinados espacios. Sobre esas decisiones, sobre esas potencialidades, como justificaremos en este texto, aún más está pesando una dinámica de erosión de lazos sociales y un avance de unos hábitos nutricionales que nos alejan de nuestra genética de especie: ¿el Homo sapiens sapiens muta hacia un Homo chatarris?
El siglo XXI será recordado por cómo buena parte de la humanidad abandona hábitos y espacios de socialización que han sido recurrentes en los últimos milenios, como los mercados de proximidad o las redes vecinales o comarcales que propiciaban dinámicas y políticas en las que decidíamos y podíamos intervenir más. Quizás no dure mucho más allá de unas décadas, teniendo en cuenta que la energía fósil y determinados materiales (pensemos en el aluminio o el cobre, en los fosfatos imprescindibles para la agricultura química) se vuelven cada vez más inaccesibles, más “caros” en los mercados monetarios. Pero, mientras tanto, estamos comprobando cómo nuestro mundo se encoge y se enmarca en torno a interacciones sociales, paradójicamente, no-personales. Es lo que señala Eric Klinenberg en su texto Palacios del pueblo (Capitán Swing, 2021): las sociedades se vuelven más desiguales y menos saludables, con menos motivos para vivir, en la medida en que pierde infraestructura social básica como espacios vecinales y deportivos, sindicatos, librerías o los mercados comunitarios están menos presentes en nuestras vidas.
La decadencia de infraestructuras sociales tiene su reflejo directo en nuestra alimentación: en cómo adquirimos productos, en cómo transformamos en ingesta de kilocalorías lo que debería ser una nutrición saludable. Es decir, la erosión social y biofísica del planeta nos está llevando a una revolución nutricional para la que el homo sapiens no estaba preparado. No en tan corto espacio de tiempo, apenas unas décadas. El exhaustivo estudio de la catedrática Dolores Raigón Manual de la nutrición ecológica. De la molécula al plato documenta los concluyentes estudios que indican una pérdida constante en los últimos 70 años de las propiedades de nuestros alimentos, lo que poco a poco los reduce a meros productos comestibles. Como muestra, nuestras manzanas, las cuales perdieron un 70% de vitamina C entre 1985 y 2002. Pero en general, las verduras y muchas de las frutas examinadas tienen un menor contenido de vitaminas, minerales, proteínas y sustancias antioxidantes.


La agricultura convencional y la industria agroalimentaria son responsables de estas pérdidas, siendo un caso muy ilustrativo el de los productos refinados, como el grano del cereal al que, retirando su cascarilla, se le reduce considerablemente la vitamina E, así como algunos minerales y fibra alimenticia. El procesado industrial introduce además aditivos tóxicos. Emerge una dieta a base de productos ultraprocesados que nos alejan del cuidado de nuestra salud, de nuestra cultura alimentaria y de nuestros ecosistemas. Dichos productos, como los alimentos precocinados, la bollería y dulces industrailes, los lácteos azucarados o las pizzas elevan nuestra ingesta de azúcares, grasas saturadas o sodio, a la vez que retiran proteínas, fibra alimentaria o minerales. El ensayo Fast Food Nation, de Eric Schlosser, establece que en países como los Estados Unidos el 90% que dicha “comida chatarra” supone el 90% del presupuesto medio que una persona gasta en su cesta “alimentaria”. El informe Global Burden of Disease analizó las causas de mortalidad en 195 países del mundo entre 1990 y 2017. La dieta de buena parte de la humanidad en estos años se caracteriza por una disminución de la ingesta de verduras y frutas frescas, con apenas presencia de cereales integrales. Todo, mientras aumentaba el consumo de azúcar, sal y grasas saturadas, colocándonos en una verdadera emergencia nutricional como apunta el informe Viaje al Centro de la Alimentación que nos enferma que publicaba en 20217 la ONG Justicia Alimentaria. Como consecuencia de esta fuerte ingesta de productos ultraprocesados, se vincularon 10 millones de muertes en 2017 a enfermedades cardiovasculares, 900.000 por algún tipo de cáncer y 340.000 por diabetes tipo 2.
La erosión social, la erosión de la fertilidad de la tierra y nuestros crecientes problemas de nutrición están entrelazados. El planeta ve alterado determinados ciclos que son fundamentales para la reproducción de la fertilidad agrícola: mineralización y suelos muertos son la consecuencia del empleo rutinario de agrotóxicos, los monocultivos demandan más agua y la reducción de la biodiversidad donde son instalados, el 40% de la superficie agraria útil se dedica a piensos para sostener una dieta basada en productos cárnicos que llegarán a nuestros cuerpos cargados de restos de antibióticos. Desde los monocultivos, la industria agroalimentaria mundializada nos lleva a los productos ultraprocesados como ingrediente básico de nuestra dieta. Se trata de ofertar una gama que es variada en colores, pero no en sabores ni en variedades de plantas o de animales. Se trata también de ofrecer productos que son considerados “comestibles” y que resisten largos transportes, duran mucho tiempo en las estanterías, poseen texturas que seducen a la persona consumidora y amplían los márgenes de beneficios como consecuencia del abaratamiento monetario en su producción.
Como consecuencia de esta extensión masiva de ultraprocesados en nuestras cestas de la compra aumenta la mortalidad derivada de tumores, alergias, enfermedades cardiovasculares y obesidades, según señala el catedrático de Tecnología de Alimentos Pau Talens Oliag en su artículo Alimentos ultraprocesados: impacto sobre las enfermedades crónicas no transmisibles. A su vez, se recombinan factores, que resultan mortales, no dirigidos a sostener la vida, en sociedades donde el tiempo se vuelve “escaso”, “líquido” como buena parte de los lazos auspiciados por las sociedades capitalistas escribía el sociólogo Zygmunt Bauman. Todo ello nos hace co-evolucionar en dirección opuesta a las condiciones en las que el Homo sapiens acopló su cuerpo, y en particular su sistema digestivo, a un medio nutricional para tratar de hacernos más “sapiens”. Y para sostener simplemente un tono muscular, pues a mayor ingesta de productos ultraprocesados menor es la capacidad de oxidar la glucosa en nuestros músculos: más fatiga, menos capacidad para realizar un ejercicio continuo.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Lo que somos y las encrucijadas nutricionales a las que nos enfrentamos son el resultado de adaptaciones al medio natural, saltos tecnológicos-energéticos y formas de organizar la sociedad o la producción de alimentos. Todo ello ha desembocado en visiones concretas y aprovechamientos ligados a un territorio específico donde el ser humano ha expresado diferentes formas de relacionarse con su casa (hogar, territorio, relación con el planeta), con el cuidado del cuerpo (a través de la alimentación) y con el sostenimiento de lazos (organización social, afectos, identidades). Las culturas americanas son hijas del maíz, mientras que Europa es hija del trigo y Oriente se inclina hacia el arroz como fuente de hidratos de carbono. Somos diversos y diversas. Sin embargo, el Homo sapiens y sus necesidades alimentarias tomaron ya forma hace 200.000 años. Artemis Simopoulus, investigadora genetista y presidenta del Center for Genetics, Nutrition and Health, al referirse al cambio de dieta entre la era Paleolítica y la actual, expresa en un artículo sobre enfermedades crónicas que: “en los últimos 10.000 años apenas han acontecido cambios en nuestra genética, quizás en torno al 0.005%. Nuestros genes son muy similares a aquellos de nuestros ancestros del Paleolítico, hace 40.000 años, cuando se fijó nuestro perfil genético. Los humanos vivimos hoy en un entorno nutricional que difiere de aquel en el que nuestra constitución genética fue establecida”.
Repasemos un poco nuestro recorrido como especie. Los primeros homínidos seguían hace millones de años una dieta vegetariana. El acceso fácil y abundante a frutos, brotes o raíces proporcionaba la energía necesaria para la existencia del Ardipithecus o el Australopithecus, aunque éstos últimos incorporaban esporádicamente proteína animal o de insectos a su dieta. Hace casi tres millones de años el boscoso paisaje africano fue siendo transformado por diversas glaciaciones y periodos interglaciales. En el paisaje marcado por las sabanas comenzaron a escasear plantas nutritivas.
Se inició un gran cambio en la dieta de nuestros antecesores homínidos para permitir el acopio de energía en un menor tiempo. Hace un millón y medio de años, el cerebro de uno de nuestros antepasados, el Homo ergaster, pasó a doblar el volumen cerebral con respecto al Australophitecus, hasta alcanzar una masa de 900 cm³. La nueva maquinaria neuronal demandaba más y nuevas fuentes de energía. El consumo de animales, primero desde la caza y luego a través de pescados y moluscos, aportaba dicha energía y favorecía la reducción de nuestro aparato digestivo y, por tanto, de sus demandas energéticas. Nos hicimos menos pesados y con digestiones más rápidas en comparación con otros mamíferos herbívoros que precisan de aparatos digestivos más largos. Los neandertales usaron el fuego de manera sistemática tanto para cocinar como para ahumar, y así conservar los alimentos. Más robustos que otras familias de homínidos, necesitaban ingerir un promedio de 4.000 kilocalorías (mujeres) y 5.000 kilocalorías (hombres) diarias. Un mayor cerebro facilitó la diversificación de estrategias de obtención de alimentos durante su presencia en Europa y Asia Central, hace 200.000 años.
Por su parte, el Homo sapiens llegará a consumir habitualmente tanto alimentos de procedencia acuática (peces o crustáceos) como variedades terrestres (aves, plantes, mamíferos). La emergencia del lenguaje facilitaba estrategias de cooperación socio-técnica. El Homo sapiens aparece ya manejando un utillaje variado de piedras, de huesos y de marfiles tallados para la caza o la pesca, hace 30.000 años. Y se le supone conocedor de las migraciones de grandes hervíboros, como los bisontes, o las posibles travesías de peces, aplicándose en técnicas colectivas para la obtención de alimentos. Las dietas y la organización social se complejizan. Las sociedades cazadoras y recolectoras centradas en frutos silvestres aceleraron así el camino hacia dietas omnívoras.
La tecnología del paleolítico avanzaba hacia la mejora de utensilios que permitían realizar construcciones, cortar árboles o extraer bulbos, lo que acabaría alentando el surgimiento de focos agrícolas y de domesticación de animales hace 14.000 años. La domesticación de plantas y animales daba lugar a la ampliación de la dieta: consumo de lácteos y derivados, pan, vino, cerveza. La gastronomía surge como arte y como saberes en torno al cocinado y conservación de alimentos, adaptándose al contexto local, tanto para la obtención de materias primas como de energía. Buena parte de los manejos agroganaderos se orientaban hacia la reposición de la fertilidad (restos de cosecha, estiércol) o la mejora de ésta, interviniendo en los ciclos del agua. El regadío agrícola demanda planificación y adecuación de cauces, lo que impulsa formas colectivas de apoyo entre el incipiente campesinado y formas indígenas que perdurarán miles de años. En paralelo surgen las primeras acumulaciones de grano y los primeros Estados. Mudamos paisajes y lazos sociales. Pero no cuerpos: las bases de nuestra genética y de nuestra orientación alimentaria estaban ya establecidas hace 200.000 años.
La revolución industrial supuso el aterrizaje de nuevos procesamientos mecánicos en el que quedaron incrustados muchos aspectos de nuestra vida. El molino de piedra sí garantizaba la presencia de proteínas y micronutrientes en la harina resultante. El creciente hacinamiento en las ciudades tiene que ver mucho con la mecanización a base de combustibles fósiles que favorecía el disciplinamiento de la incipiente clase obrera, por encima de criterios de eficiencia energética o interés de la población, como sostiene el investigador Andreas Malm en su libro Capital Fósil. El procesamiento de la caña de azúcar a gran escala a partir del siglo XIX dio lugar a la extensión de los azúcares refinados en nuestras platos y, bajo la mundialización de marcas gaseosas, es ahora demasiado abundante en nuestras bebidas. De la misma manera, en el siglo XX los aceites vegetales entraron en nuestra cesta de la compra merced al procesamiento mecánico de semillas oleaginosas. El consumo de alcoholes se extiende. Suponemos que, al contrario que hoy en día con la irrupción de potenciadores de sabor, el ser humano apenas conocía la sal en el periodo del Paleolítico. La dieta cárnica se establece como referencia y como rutina alimentaria de producción-consumo, siguiendo la McDonalización de la sociedad, a decir del sociólogo George Ritzer.
Entramos ahora en la uberización del mundo: se acelera la distribución de comida rápida, la precariedad de las relaciones laborales y la creación de marcas que controlan los sistemas de producción y consumo sin apenas responsabilidad laboral o fiscal con las sociedades de las que se nutren. Por el camino se eliminan empleos. Y también desaparecen de nuestra mesa las legumbres, las verduras frescas y el tiempo para cocinar, compartir y conservar alimentos cultivados en la proximidad. En España el consumo de verdura y fruta fresca se reduce, siendo un 40% quien las consume diariamente. La mecánica industrial del tiempo (re)productivo se impone sin, paradójicamente, límite de tiempo para salirse de la rueda que gira sobre nuestros cuerpos. Particularmente incide en las cargas laborales de las mujeres hoy en día según encuestas sobre nuestro uso del tiempo. La actividad fabril y febril en torno al consumo se orienta desde, y hacia, una industria global que no reconoce en sus 200 años de vida estaciones, ciclos de vida esenciales asociados al nitrógeno al agua, o la importancia de cultivar fertilidad y biodiversidad en nuestros campos. En la actualidad, la interrupción de cadenas de suministros sobrevenidas por escasez energética o de materiales nos hace suponer que el reconocimiento puede abrir puertas a una recuperación de la conciencia de especie. O, por el contrario, seguir la senda del confinamiento de clases populares bajo la extensión de la pobreza alimentaria y energética.
Estamos siendo sometidos a un proceso de desconexión ambiental y nutricional, desconexión crítica para nuestra supervivencia: cuerpos, lazos y casa habitable son elementos que pueden resultar “extraños” en un mundo aparentemente virtualizado. Decimos “aparentemente” porque cualquier click está cargado de producción material y requerimientos energéticos. Y también porque el Homo sapiens es carne de necesidades básicas relacionadas con el sostenimiento de cuerpos, el afecto, la expresión y la relación con la naturaleza.
La pandemia del coronavirus pareció poder actuar como revulsivo en los primeros tiempos de las medidas que se imponían: la alimentación se declaraba “esencial”, subían las demandas de productos de naturaleza ecológica en tiendas especializadas y grupos de consumo, nuestras herramientas en torno a la salud comenzaba a preocuparnos. En un año hemos observado que la política y lo político, las instituciones y nuestro cotidiano, no han seguido una dinámica más nutritiva y menos discordante con nuestra composición genética y nuestro hábitat planetario. La reflexión alimentaria no ha pasado más allá de favorecer la implantación de grandes cadenas de distribución. El sector ecológico aparece cada vez más convencionalizado: menos frescos y más procesamiento, mismas dificultades para producir y comercializar en entornos cercanos, integración vertical en grandes empresas que comercializan o facilitan los insumos orgánicos a gran escala, políticas no centradas en el acompañamiento a la pequeña producción (caso de La Granja a la Mesa en la Unión Europea) lo que supone en la práctica su exclusión inminente del sistema agroalimentario. En los titulares mediáticos y en los pantallazos de memes políticos poca alusión tendremos a la creciente inseguridad alimentaria. No escuchamos, ni parece que sentimos y reconocemos la importancia del segundo cerebro (o el cerebro complementario y que nos relaciona muy activamente con el mundo) que alojamos en nuestro aparato digestivo, según señala el neurobiólogo Antonio Damasio en El extraño orden de las cosas.
En conclusión: podemos afirmar que nos estamos adentrando en un reinicio nutricional legitimado por la erosión de las infraestructuras sociales más cercanas, comunes y colectivas. Los oligopolios que controlan cada sector de la cadena agroalimentaria con media docena de empresas acaban determinando lo que se produce (patentes), cómo se produce (insumos) y qué esta accesible (distribución) acaban imponiendo sus 3M: mundialización, monocultivos, mercantilización creciente de aspectos “mecanizables” de nuestra vida. Y, junto a buena parte de las políticas pública, se erosionan las 3C que caracterizaron nuestro metabolismo social y personal propio del camino del Homo sapiens: cooperación, cerrar ciclos en nuestras proximidades, circuitos cortos como base resiliente de nuestros mercados. Como señalan autores como Mike Davis o Rob Wallace la consecuencia son la emergencia de grandes gripes asociadas a grandes deforestaciones y grandes granjas: gripe aviar, gripe porcina, Zika, SARS, familias de coronavirus. Son las 6G que nos ayudan a completar la ecuación del desastre: 3C – 3M = 6G.
¿Qué hacer? Revertir la desconexión, reconectarnos. Re-establecer el papel de la alimentación como proceso de nutrición saludable y no como ingesta diaria de productos comestibles. Adentrarnos en territorios agroecológicos como fuente de relocalización de sistemas agroalimentarios sobre la base y el protagonismo de un territorio dado. Como afirma la investigadora Meleiza Figueroa en el texto Soberanía alimentaria: Un diálogo crítico es preciso “contemplar los sistemas alimentarios en términos de vidas sociales como conjuntos de relaciones, articulaciones y transmisores de significado”. Los sistemas de producción diversificada y más local son producto de una infraestructura social que facilita y es facilitada por el cultivo de nuestra biodiversidad cultural: espacios, conocimiento y lenguajes conectados al territorio; tecnologías convivenciales que nos dan autonomía y no están supeditadas (o lo están menos) a cadenas de suministros globalizadas; culturas que facilitan el hacer en común. Todo esto ha sido argumentado en las últimas décadas por Elionor Ostrom (El gobierno de los bienes comunes), Víctor Toledo y Narciso Barrera-Bassols (La memoria biocultural) o Javier Sanz Cañada (coordinador científico del European Research Group “Local Agro-Food Systems”). Es preciso reconectar nuestro paladar: aprender y retornar a sabores que nos enseñen a distinguir y apreciar patatas que no han sido congeladas y lechugas que no son un iceberg de agua. La industria de los antojos se caracteriza por el procesamiento de productos para que nos aparezcan tensos y crujientes por fuera, cremosos y dulces o muy saborizados por dentro, aunque perjudiciales por su contenido, su fabricación y su envasado ricos en contaminantes hormonales, como viene investigando el catedrático Nicolás Olea.
Reconectar es también relocalizar desde territorios. Relocalizar sistemas agroalimentarios es un primer paso, pero no basta. Es necesario reconciliarnos con sensaciones nutritivas, establecer seguridades alimentarias, promover prácticas agroecológicas, activar encuentros desde lógicas y protagonismos rurales y campesinos, invitar a una transición del reino de lo comestible al mundo de lo saludable. Se trata, pues, de avanzar en formas de soberanía alimentaria desde una perspectiva que incorpore las voces y formas de relación de quienes producen, dinámicas de igualdad de género y haga de la producción y la nutrición saludable un derecho real. En concreto, siguiendo a Dolores Raigón, una nutrición agroecológica sería una actividad holística que contempla todos los elementos de la cadena agroalimentaria para lograr una sostenibilidad fuerte: una dieta que sostiene nuestra salud y nuestro entorno ambiental, y a la vez procura bienestar y se adapta a las diferentes culturas de quien produce o distribuye alimentos. Frente al mundo pandémico, carecterizado por la desconexión, nos hemos encontrado gran cantidad de articulaciones de la pequeña producción que, no tan paradójicamente, son las que más se han preocupado porque sectores populares y de bajo poder adquisitivo pudieran acceder a una nutrición agroecológica, según se concluye en el último informe del Observatorio del derecho a la alimentación y a la nutrición.
Urge, en definitiva, iniciar una reconexión agroecológica, desde abajo. Fomentar para ello una gastronomía anclada en propiedades nutricionales, recuperar lazos para la relocalización de sistemas agroalimentarios, defender territorios destinados a la explotación o al sacrificio en medio de un colapso de suministros globalizados, reinventar las relaciones campo-ciudad. Y para ello, hablando desde nuestro contexto europeo, son insuficientes o sesgadas hacia un insostenible capitalismo verde las propuestas de la Unión Europea o desde cualquier entidad financiera que no contemplen directamente la implicación y activación del tejido productivo en el medio rural y de las más desfavorecidas en el medio urbano. El mercado no resolverá cuando se ofrece como panacea por sí mismo, como motor de una supuesta autorregulación, ya criticada hace si un siglo por el historiador y antropólogo económico Karl Polanyi. Incluso aunque tenga acentos locales, pues por ahí se colarán distribuidores y políticas orientadas, en el mejor de los casos, a una sustitución de insumos, aunque globalizantes y no centrales para la transformación del terreno productivo. Las instituciones liberales tampoco son la panacea, sujetos pasivos de dinámicas muy desiguales e insostenibles ligadas, por ejemplo, al reparto de fondos provenientes del programa NextGeneration-EU. Se debería construir y empujar desde un músculo social que sea el protagonista de la relocalización de sistemas agroalimentarios. O comenzamos a hablar desde el lenguaje de territorios agroecológicos, y no de lo que permitan instituciones (neo)liberales, o acabaremos malnutridos social y corporalmente por la gramática del Homo chatarris.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/soberania-alimentaria/del-homo-chatarris-a-la-nutricion-agroecologica - Imagen de portada: Fotografía: Adli Wahid en Unsplash.

Entradas populares de este blog

Francia: ‘Mi orina contiene glifosato, ¿y la tuya?’ Denuncia contra el polémico herbicida

Sobre transgénicos, semillas y cultivos en Latino América

Antártida: qué países reclaman su soberanía y por qué