Contra la prisa autoritaria
Ante amenazas como la del cambio climático hay quienes se sienten tentados por soluciones autoritarias. Pero lo cierto es que la supresión de la democracia, sumada a la urgencia, ha sido, una y otra vez, la receta para el desastre: Hay catástrofes deliberadas, también hay catástrofes que acontecen sin más, sin mano que las provoque, y catástrofes, quizá las más estremecedoras, que parten de las mejores intenciones.
Samuel Witteveen
Escritor y periodista
De entre los desastres bienintencionados hay un ejemplo célebre por la dimensión y a la vez sencillez de su tragedia. Me refiero a la guerra que Mao Zedong declaró a los gorriones, en el marco del Gran Salto Adelante en 1958. Estos pajaritos, como es bien sabido, sienten especial predilección por el grano, lo que hacía perder a la nación ingentes cantidades de alimento y, según el razonamiento de las autoridades chinas, impedía acabar con el hambre en el país. Decidido a resolver el mal de las hambrunas, Mao movilizó a la población para terminar con la plaga. La coordinación fue tal que en apenas unos meses los gorriones prácticamente desaparecieron del paisaje chino.
Y el castigo consiguiente fue, si se quiere, de dimensiones bíblicas. Pues resulta que los gorriones no solo se alimentan de grano sino también de insectos y que su presencia en el ecosistema resultaba esencial para contener las plagas. La matanza de los gorriones, sumada a otros desvaríos de la planificación económica, se nombra como la principal causa de la Gran Hambruna China que entre 1959 y 1961 se llevó entre 35 y 50 millones de vidas humanas (Judith Shapiro, Mao's War Against Nature, Cambridge University Press, 2001, pp. 86-93).
Pero antes de desechar esta historia como el vestigio de una dictadura delirante, conviene recordar que este evento, lejos de ser una excepción, resulta típico del siglo XX, el cual nos deja un impresionante catálogo de proyectos megalómanos llamados a acabar con todo tipo de males cuyo saldo fue catastrófico. Y estos desastres no se los puede achacar ni al capitalismo ni al socialismo, como señala el antropólogo James C. Scott en su obra seminal Lo que ve el Estado, sino a un conjunto de condiciones que se dieron y se pueden dar en sociedades muy diferentes (James C. Scott, Seeing Like a State, Yale University Press, 1998, pp. 88-89).
Las catástrofes bienintencionadas comparten, según Scott, la aspiración al control administrativo de la sociedad y la naturaleza, respaldándose en la ciencia y la tecnología. Lo que las mueve es la creencia en el progreso. Pero aunque estas condiciones se dan en prácticamente todas las sociedades actuales, lo que marca la diferencia en estos casos es que, además, el Estado dispone de un gran poder para forzar el orden deseado sobre una sociedad incapaz de oponer resistencia. Y esto, principalmente, ocurre durante situaciones excepcionales como guerras, revoluciones o grandes amenazas.
En pie de guerra
Aunque poco a poco ha acabado calando la necesidad de actuar contra el calentamiento global vemos que las medidas tomadas por los gobiernos a menudo resultan impopulares e incluso chocan con una resuelta oposición social. Un ejemplo reciente es el de los agricultores y ganaderos que, gracias a sus tractoradas y al poder de su lobby, han conseguido que la Comisión Europea recule en el Pacto Verde y, entre otras concesiones, abandone el objetivo de reducir el uso de pesticidas y fertilizantes. Piense asimismo en el escarnio con el que se recibe cualquier llamada a reducir el consumo de productos animales, como sufrió Alberto Garzón en su época de ministro. Pero también en la protesta de quienes ven sus entornos, largamente abandonados por la administración, convertirse ahora en un monocultivo de aerogeneradores que deben producir energía renovable para que otros en las ciudades disfruten de sus coches eléctricos. Por no olvidar, por supuesto, la reticencia o, más bien, sabotaje desde las grandes empresas que se aferran a sus modelos de negocio, sin importarles el coste colectivo de sus beneficios privados.
Esto ha llevado a voces autorizadas a concluir que dada la urgencia de la crisis climática los procesos democráticos deberían suspenderse y, simplemente, hacer lo que hay que hacer. Pues si esperamos a alcanzar consensos será demasiado tarde y dado que la amenaza es existencial debemos tratarla como tal, sin titubeos.
Una de estas voces fue la del ya fallecido James Lovelock, el legendario científico y activista climático que popularizó la hipótesis de Gaia, según la cual la tierra se entiende como un sistema autorregulatorio de frágiles equilibrios. En una entrevista Lovelock afirmaba: ''incluso en las mejores democracias se está de acuerdo que cuando la guerra se aproxima, la democracia hay que suspenderla por un tiempo. Tengo el sentimiento de que el cambio climático es un problema tan grave como una guerra. Habría que suspender la democracia por un tiempo.”
Asimismo, en un análisis para Foreign Policy, Cameron Abadi afirma que la democracia, en su forma actual, más que la solución seguramente sea parte del problema. Aun sin respaldar la tesis autoritaria de Lovelock, Abadi enumera algunas de las razones por las que la toma de decisiones democrática nos está impidiendo acometer seriamente la transición climática. La democracia, explica Abadi, funciona por compromisos mientras que el cambio climático es el tipo de cuestión que no admite compromisos. Además, la contienda democrática se decide mediante elecciones, las cuales tratan de problemas a corto plazo sobre los que los políticos deben rendir cuentas en apenas unos pocos años, invitando a la comprensión y participación ciudadana. El cambio climático, en cambio, ''ocurre en grandes periodos de tiempo, se extiende más allá de todas las divisiones políticas, es irreversible y muy urgente, además de extremadamente difícil de comprender en todo su alcance''.
Y quizá el mejor argumento contra la democracia es que mientras los países occidentales se enzarzan en luchas internas sobre cómo hacer frente al cambio climático y sobre quién debe pagar sus costes, China se ha convertido en el líder indiscutible en la transición a las energías renovables, acogiendo ya la mitad de la capacidad mundial para generar energía solar y eólica. Un país, como también se demostró durante la pandemia de coronavirus, donde siempre se puede hacer lo que hay que hacer.
Déspotas ilustrados
El mundo que nos deja el calentamiento global es un mundo cada vez más impredecible. Nadie sabe con exactitud cómo se manifestarán los desequilibrios infligidos en el sistema terrestre pero los escenarios que manejan los expertos, detallados en los informes del IPCC, son, como poco, alarmantes y, más bien, descorazonadores. Mientras las emisiones de carbono siguen creciendo –desde los Acuerdos de París hasta 2030 se estima que un 9%–, la amenaza de los puntos de inflexión climáticos se vuelve más y más real. Puntos de inflexión, o tipping points, se llaman aquellos procesos irreversibles desencadenados por la subida de las temperaturas. Algunos ejemplos son el deshielo del Ártico con la consecuente subida del nivel del mar, el deshielo del permafrost en Siberia liberando enormes cantidades de carbono, la muerte del Amazonas o el colapso de la corriente Atlántica que regula las temperaturas de Europa. Nuestra imaginación apenas alcanza a adivinar las consecuencias sociales y económicas que estos procesos tendrían.
Cuando un joven le preguntó al primer ministro británico Harold Macmillan que cuál es el mayor desafío para un dirigente él dijo aquello de ''events, dear boy, events''. Y esta máxima quizá nunca haya sido tan actual como en el incierto mundo en el que nos adentramos, donde los eventos naturales y sociales se suceden sin respiro. Pero este estado de excepción permanente, como analizó Giorgio Agamben, trae consigo el incremento del poder ejecutivo, es decir, la gobernanza por decreto y por actores como las grandes plataformas tecnológicas que eluden el control democrático, a lo que se le une una creciente vigilancia y pérdida de la privacidad. La excepción fomenta la hipertrofia de un poder decisionista –en forma de gobernantes, policía, jueces o plataformas– que tiende a perpetuarse de facto e integrarse en el imaginario, pues siempre hay nuevos eventos que la justifiquen. Este es el nuevo autoritarismo al que muchos se someten de buena gana.
Pero ante el deseo de que un mundo incierto se gobierne con mano dura debemos hacernos la pregunta de qué es precisamente lo que salvamos, cuando para salvarnos sacrificamos las libertades.
Pues mediante un experimento mental podemos imaginar que el cambio climático se contiene, la economía prospera y otros resultados deseables se obtienen mediante gobiernos en manos de déspotas ilustrados que emplean las sofisticadas herramientas de vigilancia y control disponibles con las mejores intenciones. Inspirándose, por ejemplo, por el economismo autoritario chino. Canjear libertad por seguridad y comodidad material. Una idea que para muchos no sonará descabellada pues según una encuesta reciente 1 de cada 4 jóvenes preferiría vivir en un país autoritario a cambio de mayor bienestar y posibilidades económicas.
Pero estos jóvenes posiblemente no saben que entonces se encontrarían en una sociedad vaciada de vitalidad y nervio, quizá ideal según los marcadores, pero muerta en vida. Porque la seguridad, la sostenibilidad, la bonanza económica o cualquier otra propiedad deseable en una sociedad jamás deben ser fines en sí, sino los principios a partir de los cuales cada uno pueda formular sus propios objetivos. Sin libertad para disfrutarlas, ninguna de esas propiedades tiene sentido. Y la crisis climática, al igual que la desigualdad económica, no es un problema que simplemente se pueda resolver con ajustes técnicos. Hablamos de un problema político y es como tal que debe tratarse.
Y ahora qué
Quizá sorprenda leer que, según el Eurobarómetro más reciente, el 93% de los ciudadanos europeos cree que el cambio climático es un problema serio mientras que el 88% quiere que la Unión Europea alcance la neutralidad climática en 2050. En España esas cifras alcanzan el 95% y 92% respectivamente. La preocupación y la demanda de medidas es, según estos datos, prácticamente unánime. Y entonces, ¿por qué país por país avanzan los partidos negacionistas y los gobiernos moderan sus objetivos ante la cólera popular? ¿No son estas mayorías lo suficientemente sólidas como para mandar hacer lo que hay que hacer? ¿Qué es lo que falla para que una voluntad tan manifiesta no se traduzca en acciones claras?
La respuesta es tan breve como compleja y basta con señalar esa brecha que siempre se abre desde la constatación de un problema hasta solución. Pues incluso cuando tanta gente coincide en preocuparse por una misma realidad, las interpretaciones de ésta y las propuestas para afrontarla variarán radicalmente y, más aún, tratándose de una cuestión que pone en tela de juicio nuestra producción, consumo, modo de vida y, por así decirlo, nuestra propia existencia. Por no olvidarnos de que los más ricos y poderosos, las grandes petroleras y empresas fósiles, nombres como Shell, Gazprom o Saudi Aramco, hacen todo lo posible para que nada cambie, saboteando con todo el poder a su alcance las regulaciones climáticas.
Y el conflicto que todo esto crea, evidentemente, no es un enfrentamiento entre quienes creen en la urgencia del problema y quienes no. Es un conflicto de poder, un conflicto político.
Es por ello que ante grandes desafíos como la crisis climática, la política debe servir para canalizar una confrontación de modelos y visiones, donde los intereses en juego y las relaciones de poder se muestren a la luz y se delibere abiertamente sobre las prioridades a seguir y los sacrificios a realizar. Porque, aunque no haya ningún escenario que contente a todos, sí que hay escenarios más deseables que otros para la mayoría. Y para definir un destino común hace falta democracia.
Ahora bien, democracia es una de esas palabras que adolecen de un hinchamiento tal de su significado que de tanto decirlas acaban por apenas significar algo. El discurso político está plagado de este tipo de palabras –libertad, patria, justicia– y es conveniente usarlas con cuidado porque a menudo pueden hacer a uno sonar inteligible cuando en realidad no se está diciendo nada.
Democracia, por ejemplo, no debe confundirse con votar. En octubre de 2023 el Gobierno de Polonia preguntó en referéndum a sus ciudadanos si apoyan acoger a inmigrantes africanos y de Oriente Medio, tal como le demanda la Unión Europea. Aunque la consulta no alcanzó la participación suficiente para ser vinculante, con un 97% de votos negativos el resultado fue apabullantemente claro. El pueblo ha hablado, dirán sus impulsores. Pero con la justicia y los medios de comunicación al servicio del Gobierno, no se puede afirmar que se dieran las condiciones necesarias para validar la votación. Además, ¿puede algo así acaso decidirse en un referéndum? ¿Pueden los derechos votarse o primero tiene que haber derechos para después poder decidir? Los referéndums, en ocasiones, no son más que un medio capcioso que emplean los Gobiernos para ganar legitimación o avanzar sus intereses.
Lo que también en ocasiones puede darnos la impresión de vigor democrático pero en realidad no ser más que un estéril postureo es la exageración de la idea de que lo personal es político. Mirando a nuestro alrededor podemos llevarnos la impresión de vivir en una sociedad muy politizada: protestas y debates por doquier, una sucesión sin fin de controversias y escándalos, banderas arcoíris ondeando en las fachadas de los edificios oficiales, incluso grandes empresas y estudios de cine arrogándose las luchas antirracista y ecológica. Pero todo esto responde más bien a lo que el historiador Anton Jäger ha llamado hiperpolítica: ''Una forma de politización sin consecuencias políticas''. Pues aunque se le dé el barniz de la lucha a toda clase de cuestiones, el mundo, mientras tanto, sigue su curso habitual, apenas inmutado por toda esa indignación y gestos discursivos.
La hiperpolítica es un ejercicio simbólico, accesible para todos, de satisfacción rápida y seguro. Y sobre todo, individual. Jäger nos recuerda que aunque hoy todo se politice, en realidad, la afiliación a sindicatos, partidos y la lucha organizada no han parado de decaer en las últimas décadas. Es decir, que sin el músculo de una organización capaz de forzar transformaciones, tan solo nos queda gastar las energías en controversias mediáticas, candidaturas personalistas, activismo consumista y arreglos cosméticos tan efímeros como inofensivos.
Cruzar las líneas
La coyuntura de la crisis climática presenta una serie de profundas contradicciones, de intereses y objetivos enfrentados que deben abordarse con claridad para entender que esto no puede ser indoloro y que por acción o inacción se están tomando decisiones de calado. Mientras tanto, la política actual, irónicamente, aun tan polarizada como se nos presenta, apenas manifiesta estos conflictos.
La clave de esto nos la puede dar Simone Weil y su crítica a la dinámica del 'a favor' y 'en contra', que encontramos en su ensayo Notas sobre la supresión general de los partidos políticos, de 1943: ''Casi en todas partes la operación de tomar partido, de tomar posición a favor o en contra, ha sustituido a la obligación de pensar. Se trata de una lepra que se ha originado a partir de los medios políticos y se ha extendido, a través de todo el país, a la casi totalidad del pensamiento.''
Para Weil los partidos políticos son ''máquinas de fabricar pasiones colectivas'' que hacen el trabajo de pensar por nosotros y cuya aspiración no es el bien ni la justicia sino su propio éxito y supervivencia. Y esto quizá sea especialmente cierto ahora que los partidos, vaciados de militantes y democracia interna, son poco más que asociaciones profesionalizadas cuyo éxito depende de la habilidad de sus spin doctors para leer la actualidad y perfilarse a través de los medios.
Qué verdadero resulta en cambio cuando por compartir un destino común personas que en las elecciones estarían enfrentadas de pronto se ven como compañeras obligadas a pensar y actuar de común acuerdo.
Es por ello que para recuperar el potencial de la democracia hay que cruzar las líneas espurias que tienden los partidos políticos y aprender a asociarse y disociarse una y otra vez, saber crear alianzas estratégicas en un punto mientras que las mismas personas sean capaces de oponerse en otros. Sin una fluidez que desborde la dinámica del 'a favor' y 'en contra' que denunció Weil, no será posible llevar los conflictos reales al centro de la política y abordar los dilemas que apremian a la sociedad. El debate sobre qué hacer respecto a la crisis climática es al final y al cabo el debate sobre en qué sociedad queremos vivir.
Asambleas ciudadanas por el clima como las que se han organizado en España, Francia y Reino Unido son experimentos bienvenidos aunque totalmente ineficaces sin una participación amplia y una buena cobertura mediática.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/prisa-autoritaria-crisis-climatica - Imagen de portada: ÁLVARO MINGUITO