El legado de Copenhague: la emergencia de una nueva ciudadanía planetaria
Autor: Joan Buades
El inesperado fiasco de la Cumbre de Copenhague ha sido tan monumental y evidente que ha dejado perplejo a todo el mundo. Tras los relativos éxitos de la Cumbre de la Tierra de Rio de Janeiro (1992) y de Kioto (1997), Copenhague sanciona el fin de la credibilidad del sistema de Naciones Unidas como marco de solución de los grandes retos globales a que se enfrenta crecientemente nuestra especie.
La imagen final de esta cumbre lo dice todo: una mera declaración de intenciones alcanzada fuera de tiempo, de madrugada, entre algunos grandes estados, marginando a la inmensa mayoría de países del Sur y con un texto sin objetivos concretos hasta 2050. Todo ello, además, orquestado al margen de la Asamblea de las Naciones Unidas ya que no fue sometido a voto en la propia cumbre ante la indignación de la mayoría de miembros, y presentado en solitario por el presidente norteamericano en una rueda de prensa restringida a la participación de medios "de confianza". Sin la típica foto final de grupo ni ningún mensaje esperanzador sobre cómo superar la catástrofe climática… Hay que estar ciego para creer que las próximas cumbres climáticas de México (a finales de 2010) e incluso la preparatoria de Bonn (en junio) van a mejorar el poder de convocatoria y los resultados de la recientemente clausurada. Entre las muchas lecciones que hemos aprendido, vale la pena destacar, para empezar, que los líderes políticos del mundo son incapaces de superar sus prejuicios de siempre, basados en el patrioterismo y la protección de los intereses "nacionales". El clima, un bien común crucial para la vida humana sobre el Planeta, no tiene portavoces influyentes entre quienes gobiernan el mundo, incluyendo al presidente Obama, depositario de prácticamente todas las esperanzas de último minuto en Copenhague. De hecho, el presidente de los EE.UU. apenas intenta administrar un aterrizaje suave de su país en un mundo donde la supremacía estadounidense se desvanece y se afirma la sensación que estamos en medio de un nuevo caos en lugar de un nuevo orden global, marcado por una multipolaridad de nuevos poderes (China, India, la UE, Japón, Brasil) ciegos a la necesidad de cooperar en la solución de los grandes retos comunes de la humanidad. Como ha dejado claro la introducción de poderes excepcionales de represión policial en la otrora ejemplar democracia danesa, el Norte liberal no sólo se está volviendo xenófobo y racista sino que evoluciona hacia unos niveles de autoritarismo contra los movimientos sociales y las libertades desconocidos desde finales de los años 70. En la capital danesa hemos asistido también a la puesta en escena de la fuerza del Sur y su capacidad de interlocución de tú a tú con las potencias nórdicas, pero igualmente ha quedado clara su fragmentación y disparidad de intereses. ¿Qué tienen que ver la posición del gigante chino o el indio con la mayoría de países del llamado G77? ¿Qué aliados reales tienen los casi 1.000 millones de africanos, los 150 millones de bangladeshíes y la coalición de microestados insulares del índico y el Pacífico (la llamada AOSIS1) que luchan, básicamente, por no tener que convertirse en refugiados ambientales e incluso desaparecer físicamente a causa del cambio climático? Los intereses geoestratégicos de los dirigentes chinos, indios y hasta brasileños están a años luz de la urgencia por sobrevivir del Sur más empobrecido del Planeta. Esta es la tercera gran enseñanza danesa: lejos de constituir un problema meramente ambiental a largo plazo, el cambio climático se está revelando como un escenario clave sobre la idea de justicia global ahora. Es decir, el agravamiento de la crisis climática, que afecta ya a algunas regiones del Planeta, está obligando a muchas sociedades y gobiernos del Sur a plantearse tomar la iniciativa para defender sus "derechos históricos" sobre el clima. Para Tuvalu, Bangladesh, Sudán, Ecuador o Bolivia, es inaceptable que el Sur sea la parte más vulnerable al cambio climático cuando son los estados del Norte los que han generado las tres cuartas partes de las emisiones letales. Por ello, han empezado a clamar por la reparación de la "deuda climática" histórica del Norte y sus transnacionales a través de reducciones reales de contaminación a cargo de estos, la transferencia masiva de tecnologías limpias y de dinero suficiente (cuadruplicando el nivel de la actual ayuda oficial al desarrollo) para hacer frente en casa a la catástrofe que ya toca a la puerta. Las dos áreas más críticas las constituyen el Sudeste asiático y América Central y el Caribe. La paradoja es que el Norte no puede ignorar sin más las exigencias de la parte más empobrecida del Planeta ya que su desentendimiento dispararía las migraciones desde el Sur hasta unos niveles inauditos, lo que pondría en entredicho sus equilibrios sociopolíticos y culturales. La avalancha de refugiados ambientales podría alcanzar los 1.000 millones de personas en 2050 según la UNHCR. El corredor mediterráneo podría convertirse en el tercer gran "volcán" global, tanto en términos de vulnerabilidad climática directa como de atracción de la diáspora humana que esta ocasionará en regiones como el África subsahariana. En último término, desbordada por esta cacofonía de intereses y realidades emergentes, Copenhague nos ha hecho tomar conciencia de la urgencia de actuar. Estamos en tiempo de descuento. Todo lo que sea posponer, por ejemplo, para más allá de 2020 las reducciones reales de emisiones letales como han "conseguido" forzar los grandes en la cumbre (la llamada expresivamente ("Chinamérica"), encarecerá notablemente la factura económica del cambio climático y extremará los nuevos riesgos de seguridad global, en forma de nuevas corrientes migratorias y una creciente desesperación social en el Sur que puede llevar a nuevas guerras y formas de terrorismo. Por ello, la próxima década es la clave: o conseguimos parar el deterioro climático en el Norte y limpiamos el modelo de desarrollo del Sur industrial o nos encontraremos en el peor escenario posible de entre los previstos por el IPCC. II Pero el legado de Copenhague no se agota con la catástrofe de la conferencia oficial. Allí también se congregaron decenas de miles de voces de todo el Planeta bajo un nuevo denominador común, independientemente de la edad, el color, el sexo o las ideologías tradicionales. Dos eslóganes resumen su identidad: "¡No existe un Planeta B!" y "Hay que cambiar la política, no el clima". Los 100.000 manifestantes del 12 de diciembre de 2009 por las calles de la capital danesa simbolizan la emergencia de un nuevo tipo de ciudadanía global, que, sin renunciar a su bagaje cultural e histórico particular, prioriza la defensa de los bienes comunes de la Humanidad como el clima respirable. Y exige la institucionalización de un nuevo tipo de derechos, los de la Naturaleza y el de supervivencia de la Humanidad y de las comunidades indígenas amenazadas por el industrialismo y las transnacionales, mayoritariamente de tipo capitalista neoliberal pero no sólo, como en el caso chino. En el fondo, la demostración masiva, multicolor y pacífica de Copenhague, constituye el nacimiento de un nuevo sujeto político que va más allá de la protesta que empezó en Seattle en 1999. Ante el caos y la amenaza global contra las condiciones de supervivencia de la humanidad en su conjunto, se trata de vertebrar y dar empuje a un nuevo cosmopolitismo, en el sentido que ha teorizado el sociólogo Ulrich Beck.2 Es decir, empezar a exigir derechos comunes en calidad de ciudadanos y ciudadanas del Planeta antes que como chinos, bangladesíes, dominicanos, nigerianos o brasileños. Nnimmo Bassey,3 el portavoz nigeriano de Amigos de la Tierra Internacional y uno de los oradores más inspirados en el Klimaforum alternativo a la cumbre oficial, resumía este renacer del movimiento por una globalización justa en tres palabras: "Resistir, movilizar, organizar". Para salir, precisamente, del marasmo de Copenhague tenemos que poner el acento en la idea de organización. Más allá de la imprescindible resistencia y protesta, necesitamos convertir rápidamente esta nueva confluencia de iniciativas ecologistas, antiglobalización, indigenistas, pro Sur y un largo etcétera en un movimiento plural pero influyente. Necesitamos tener capacidad de iniciativa a partir de alternativas viables que busquen apoyos cada vez más amplios para poder acelerar las transformaciones radicales que permitan proteger el clima común incrementando la justicia global. Sin duda, entre las prioridades a la hora de apoyar la consolidación de este contrapoder social global, destaca la urgencia de ampliar el apoyo ciudadano sin fronteras. Ello es especialmente crucial en el Sur, el hemisferio más poblado y vulnerable, donde a veces faltan clamorosamente las libertades democráticas básicas (caso de China, el primer emisor mundial de gases invernadero) y donde en todo caso la toma de conciencia sobre el impacto desigual del cambio climático es más incipiente. Se trata de ganar centralidad política y ciudadana en ambos hemisferios. Aquí podría ayudar mucho el trabajo en dos ámbitos clave: a) La regionalización de los impactos y previsiones del cambio climático en marcha, relacionando los datos científicos con las condiciones de vida resultantes y los riesgos migratorios. Pasar de una información abstracta del peligro global del cambio climático para el Planeta a una comprensión del grave impacto regional cercano tomando en consideración prioritariamente el futuro económico y de bienestar de las comunidades puede catalizar un rápido crecimiento de la movilización en áreas tan vulnerables como el Sudeste asiático, América Central y el Caribe o el África subsahariana y el Mediterráneo. b) La focalización estratégicas en algunos objetivos cruciales a conseguir a corto y medio plazo, como, por ejemplo: •Penalizar el transporte a precios irrisorios de mercancías y personas alrededor del globo. Hay que avanzar hacia la "desglobalización" de los flujos de transporte que permiten deslocalizar masivamente la producción empeorando si cabe las condiciones laborales locales y los riesgos ambientales globales. Si el petróleo es la sangre de la globalización, su alma es el transporte y por ello el Norte industrialista y sus transnacionales consiguieron que en Kioto quedara al margen de cualquier reducción de emisiones. El transporte de mercancías mediante containers marítimos y el turismo internacional aéreo (sólo este supone hasta el 14% de las emisiones globales) deben gravarse fuertemente mediante ecotasas disuasorias que reviertan en la transferencia de tecnologías limpias y dinero suficiente para que las regiones más vulnerables puedan protegerse del deterioro climático. Naturalmente, esta medida afectaría drásticamente a las emisiones de China y los EE.UU, con unas economías basadas en el máximo fomento de emisiones (una convirtiéndose en la fábrica sucia y artificialmente barata del mundo y los otros en un imperio parasitario que vive del consumo de bienes lejanos, climáticamente letales). •Preservar los bosques, con especial énfasis en los tropicales, asegurando la supervivencia y los derechos de las comunidades indígenas, teniendo en cuenta que la deforestación supone más del 20% de las emisiones letales y que fue el otro gran olvidado en Kioto. No hay que confundir la protección de la biodiversidad con el nuevo proyecto de solución neoliberal llamado REDD (Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de los Bosques) promovido en Copenhague por el Banco Mundial y los estados del Norte con entusiasmo. La realidad es que, si bien mejoran la ingeniería contable de las transnacionales, permiten seguir contaminando en el resto del Planeta mientras se siguen esquilmando los bienes del Sur y desposeyendo de tierras y derechos a sus gentes. En cambio, resulta imprescindible apoyar y multiplicar las iniciativas que tienen en cuenta tanto la biodiversidad tropical como las comunidades indígenas siguiendo las esperanzadoras propuestas de la Global Forest Coalition.4 •Asegurar niveles de reducción y ambientalización suficientes (disminuyendo las emisiones como mínimo un 40% respecto a 1990 para 2020) en sectores centrales de producción y consumo en el Norte y en los países emergentes como China, Brasil o India, a saber: la desconexión rápida de las energías fósiles (carbón, petróleo) y el apoyo masivo al despliegue de las energías limpias (solar, eólica); el transporte fósil y privado en beneficio del transporte colectivo y ecológico; la transferencia de turismo aéreo hacia el marítimo y ferroviario; el apoyo masivo a la agricultura de cercanía y ecológica o la renovación urbana a favor de sistemas de aislamiento y construcción amables con el clima. •Reclamar el resarcimiento urgente de la "deuda climática" para con el Sur a partir de la realidad de que el 70% de las emisiones históricas desde la Revolución Industrial han sido responsabilidad del Norte. Esta reparación debe ir paralela a la prohibición de los "mercados del carbono", es decir, del tráfico especulativo de derechos de contaminación dominado por los grandes estados e industrias contaminantes. Obviamente, y por justicia climática, los beneficiarios de esta transferencia económica y tecnológica deberían ser, prioritariamente, las regiones más vulnerables y con menos emisiones históricas per cápita (desde los microestados insulares de la AOSIS hasta Centroamérica y el Caribe o Bangladesh), el Sur más desfavorecido y no los estados emergentes.Paralelamente a esta popularización mundial del movimiento por la justicia climática hay que establecer y profundizar las alianzas entre el Sur y entre este y el Norte sobre una base regional y local. Las diferencias interculturales y sociopolíticas deben ser tomadas en consideración para poder establecer redes de iniciativas y de apoyo mutuo que permitan avanzar rápidamente hacia soluciones globales como las citadas. El ejemplo de los miles de personas reunidas de todos los continentes en el Klimaforum, la llamada "conferencia climática popular", en el mismo Copenhague, constituye la semilla del horizonte posible.5 La idea sería fomentar la asociación interregional en el Sur (en las regiones más vulnerables y necesitadas de una verdadera acción concertada como Centroamérica y el Caribe) así como las alianzas de cooperación climática directa entre el Norte y el Sur a escala urbana o regional porque no podemos esperar a un dudoso acuerdo global por unanimidad en la ONU para preservar el clima. Estas dinámicas permitirían poner en marcha planes concretos de solarización y protección ante el cambio climático en los dos hemisferios, capacitando técnicamente y socialmente a ambas partes, y podrían desencadenar un efecto emulación que incrementaría la presión a los dirigentes políticos e industriales responsables del bloqueo de la acción a favor del clima común. Además, vista la comprometida posición del bloque de la AOSIS, la correosa y sorprendente postura común africana o la doble representación (en la sede oficial del Bella Center y en el Klimaforum) de gobiernos como Bolivia y Ecuador, estas alianzas deben superar la frontera entre organizaciones no gubernamentales y administraciones. Plantearse influir la políticamente, incluida la perspectiva gubernamental, refleja la madurez del movimiento por la justicia global y responde a la situación de emergencia planetaria que vivimos. Conseguir que estos gobiernos encuentren aliados en sus homólogos del Norte mientras llega un acuerdo global vinculante podría ser una de los elementos decisivos para superar la pesadilla de Copenhague. Finalmente, el movimiento mundial por la justicia climática tiene que ser creativo. Ante una crisis de civilización sin precedentes, necesitamos experimentar nuevas soluciones, aunque se cometan errores o algunas iniciativas se demuestren inconsistentes o insuficientes. Por ello, hay que ser ambiciosos y no tener miedo a exigir medidas justas como el fin de los mercados del carbono o la regulación pública internacional sobre las transnacionales, estados y sectores contaminantes en forma de ecotasas o enjuiciamiento criminal. En este sentido, la propuesta del gobierno boliviano ante las Naciones Unidas de crear un Tribunal Penal Internacional sobre crímenes climáticos contra la humanidad, merece todo el apoyo. Igualmente, la introducción en la nueva constitución ecuatoriana de los derechos fundamentales de Pachamama, la Madre Tierra, y las comunidades indígenas, se sitúa en la vanguardia de nuestras alternativas. Que esto se empiece a concretar en actuaciones tan innovadoras como el proyecto Yasuní-ITT6 que permitirá ahorrar las emisiones de CO2 equivalentes al consumo de petróleo de España, protegiendo la selva tropical y dando poder a las comunidades indígenas que viven ahí, gracias al apoyo financiero de gobiernos del Norte y aportaciones privadas, demuestra que el Sur puede ofrecer soluciones nuevas ahorrándose el camino de copiar el "desarrollo" sucio del Norte. Cultivar y compartir estas cuatro prioridades no haría más que fortalecer el margen de influencia y organización de esta semilla de ciudadanía global que constituye la mejor herencia de Copenhague. Por el futuro de nuestra especie y por justicia con la mayoría de la actual humanidad, es hora de protestar y organizarse antes de que sea demasiado tarde. Ibiza, Mediterráneo Occidental, 13 de enero de 2010.