Notas al margen del camino




Jorge Majfud (Desde Estados Unidos. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)


El mundo habla de los grandes cambios del mundo, de una Nueva Era, de la revolución que significa la próxima caída de Occidente y del inevitable surgimiento de India y China.

Es cierto que el mundo esta cambiando. Cambiar es lo que mejor ha sabido hacer el mundo desde que la humanidad comenzó a tomar nota de sus propias obsesiones. Pero este nuevo siglo ¿es tan revolucionario como se pretende? ¿Dónde está la novedad, el paso hacia delante?

Pensemos en los últimos mil años, para no ir muy lejos. Pensemos en el humanismo del siglo XII, en el Renacimiento, en el capitalismo burgués, en el Iluminismo del siglo XVIII, en las sucesivas revoluciones, en la americana, en la francesa, pensemos en la revolución industrial, en el nacimiento del liberalismo y del marxismo, en las democracias representativas que por siglos fueron definidas como inventos del diablo, pensemos en los movimientos de liberación de todo tipo y color, como el feminismo, el poscolonialismo, la lucha por los derechos de negros, amarillos, verdes, homosexuales...

Todos fueron, a su tiempo, propuestas radicales que desafiaron las convicciones unánimes de sus épocas, movieron los estamentos más profundos de las sociedades y, al menos desde mi punto de vista, significaron nuevos pasos hacia el progreso de la liberación del individuo. No sin retrocesos dramáticos, no sin nuevas formas de explotación y tiranías, claro. Ninguna nueva idea, por virtuosa que sea, se impuso nunca sin la resistencia del poder de turno. Pero con sangre o sin ella se fue creando a nueva conciencia social e individual que hoy predomina. Ahora, si nos preguntamos qué es lo nuevo que tiene nuestro tiempo para ofrecerle a la historia, no encontramos nada. O casi nada.

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Quizás lo nuevo que tiene nuestro tiempo para ofrecerle a la historia es la radicalización de la democracia directa. Otra vez, esta novedad no es más que la radicalización de la democracia representativa, que a su vez fue la radicalización del Iluminismo, que a su vez fue la radicalización de la crítica humanista. Pero hoy por hoy siento que ese camino es más oscuro y empedrado de lo que pensábamos a finales del siglo XX. Uno de los instrumentos de ese fenómeno es Internet, que al igual que la imprenta en el siglo XV, los libros de bolsillo del siglo XVI, la prensa escrita del siglo XIX y los mass media del siglo XX sirvieron tanto para democratizar la información, la cultura y, consecuentemente, el poder pero también sirvió para esclavizarla.

La Era digital se encuentra en un estado de inmadurez senil. A medida que los medios de comunicación se perfeccionan, los individuos, los supuestos fines, se convierten en otros medios. Somos consumidores que nos creemos individuos. A veces, hasta nos creemos libres. Nos estamos alienando, aislando, al tiempo que nos enorgullecemos de lo conectados que estamos. Como los insectos, volamos hacia la luz y nos quemamos en el fuego.

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En la mayoría de las lenguas europeas, cuando nos referimos al futuro lo visualizamos y lo verbalizamos como algo que está adelante. En pueblos más contemplativos como el griego, el pasado es lo que está hacia adelante, porque es lo que se puede ver. El futuro no, por lo tanto, para el griego el futuro está hacia atrás, llegando y pasando por nosotros para luego convertirse en hechos y memoria.

Pero en nuestra civilización, los protagonistas somos nosotros, no el tiempo ni la historia. Somos los caminantes que hacen camino y “…al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”. Para nosotros el futuro es lo que está por delante al caminar y, no sin paradoja, es lo que menos claramente podemos ver.

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No hay líderes mundiales. Seguramente tampoco son necesarios. Lo que hay, y mucho, son productos publicitarios construidos en el discurso del PIB, de la megalomanía, de la excusa del pragmatismo. En la cultura de lo nuevo no hay ninguna idea nueva. De hecho lo que hoy se considera sabiduría es el éxito económico y éste se comporta ante los presidentes y ante los economistas como el número ganador de la lotería. Quienes aciertan recuerdan que soñaron con ese número. Los astrólogos olvidan sus cien errores y repiten su único acierto. Mañana será otra historia y así vamos erráticos, consumiendo discursos triunfalistas por aquí, explicaciones del fracaso por allá.

A mediado de los ’90, en plena euforia neoliberal, nos preguntábamos: “Cuando los regímenes comunistas cayeron, no cayeron por sus carencias morales; cayeron por sus defectos económicos. […] Al parecer, la justicia sólo llega con el fracaso económico. ¿Qué diremos de este anacrónico fin de siglo cuando fracase? ¿Debemos esperar hasta entonces para decir algo?” (Critica, 1997). La pregunta sigue vigente: ¿será necesario esperar hasta la gran crisis china para criticar sus métodos?

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La política como los políticos es un mal necesario en un mundo imperfecto. Yo, que no creo en santos menos podría creer en un político. A unos creo menos que a otros, pero al fin a ninguno. Ni a Obama ni a Hu Jintao, ni a Lula ni a los Kirchner, ni a Uribe ni a Chávez, ni a Sarkozy, ni a Putin, ni a nadie.

De vez en cuando se estrechan las manos, un beso y un abrazo. Luego, según el precio del petróleo cae o las bolsas se hacen el oso, uno amenaza al otro con alguna acción o sólo de palabra y todo sirve para ir creando ese nivel de conflicto tan necesario para mantener el crecimiento anual del PIB por encima del equis por ciento y a la vez consolidarse en la conciencia de sus votantes que todavía, en la sociedad global, sufren de la irresistible trampa de los nacionalismos.

Esa especie de egolatría colectiva.

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No es cierto que soy un incrédulo irrespetuoso. Soy respetuoso. Por ejemplo, respeto mucho la imagen de una Virgen llorando sangre. Porque respeto a quienes creen que es un milagro y a quienes creen en la Virgen. Incluso respeto la probabilidad de que semejante fenómeno sea un milagro y respeto la probabilidad, aunque probablemente escasa, de que el Creador del Universo ande distraído con ese tipo cosas.

Pero mucho más que una Virgen de yeso llorando o sudando sangre me preocupa la mano de un gerente despidiendo a mil personas bajo la irrefutable excusa de un recorte de gastos. Me preocupan las leyes que respetan mejor los derechos de los perros a una vida digna que a la familia de un inmigrante a ser tratados, si no como humanos, al menos como perros. Me preocupa y me importa mucho más la mano de de un tirano firmando una guerra, los pies de un fanático destruyendo el mundo para salvar su alma.

Sospecho que Dios, la Virgen y sus servidores podrían estar de acuerdo conmigo. Al menos en esto. Claro, eso sólo lo sabrán ellos. No lo sé ni yo, ni los fanáticos que suben nerviosos a sus cielos privados en escaleras de huesos, siempre tan seguros de lo ven, de lo que dicen, de lo que hacen.

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