Ante esa obscura obsesión por el oro, es necesaria una moratoria minera


Eduardo Gudynas
Alai

La minería de oro se ha convertido en un flagelo que azota muchos países de América Latina. En algunos sitios operan unas pocas transnacionales gigantes, pero en otras zonas se agolpan cientos a miles de personas, hurgando en los ríos de las selvas o entrañas de las montañas por unos gramos de oro. Mientras que las grandes corporaciones insisten en contar con tecnologías de punta, servir al crecimiento económico y bridar empleo, la minería a pequeña escala, informal o ilegal, está bajo la sombra de la contaminación, la violencia y la pobreza.

En realidad, las dos prácticas son igualmente terribles. En la gran minería del oro se generan toda clase de impactos territoriales y ambientales, y las repetidas promesas de excelencia en tecnología y gestión se han derrumbado. Pascua Lama, una gigantesca operación ubicada en las cumbres andinas compartidas entre Argentina y Chile, repetidamente prometió que sería el ejemplo de desempeño ambiental. La realidad ha sido otra, y ante su mala gestión e incumplimientos, el emprendimiento ha sido multado y suspendido por la justicia chilena.
Es, además, una de las actividades extractivas más ineficientes que se conocen. Entre los 50 primeros productores globales, el promedio alcanzado es de obtener 5 gramos de oro por tonelada de rocas extraída. Ante esa situación a nadie pueda sorprender que sea una actividad de profundos e intensos impactos ambientales.
La pequeña minería del oro tampoco escapa a los problemas. En distintos sitios amazónicos de Colombia, Brasil, Ecuador y Perú, son prácticas que se están hundiendo en la desolación social y ambiental. En regiones como en Madre de Dios (en el sur Perú), se ha convertido en uno de los principales factores de destrucción amazónica y violencia local. Avanza deforestando la selva y contaminando aguas y suelos.
La escala individual o familiar termina siendo un espejismo, ya que suma en una misma región desde cientos a miles de personas, con impactos que se acumulan y multiplican entre sí. La imagen del hombre encorvado, sobre el río, recogiendo arena para procesarla, ya es cosa del pasado en muchos lugares. Se las han ingeniado para transportar y poner en operación enormes maquinarias de dragado en los rincones más apartados de la Amazonia. Esa sostenida expansión sólo es posible porque esa minería ha terminado articulándose con los mercados formales, y su oro puede terminar incluso en las propias corporaciones mineras.
A pesar de todo esto, se insiste en defender la minería en general, y la de oro en particular. Esos proyectos son presentados como bendiciones económicas y éxitos exportadores. Parecería que las necesidades de oro son de una enorme importancia para el bienestar humano y el desarrollo, que se debería justificar toda esta destrucción. ¿Esto es cierto? ¿El oro tiene usos que son indispensables para la calidad de vida de las personas o imprescindibles para alguna cadena industrial clave? Si no exportamos oro, ¿caerá alguna cadena productiva? ¿se desplomarán las economías nacionales? Nada de eso.
Apenas el 10% de la demanda de oro responde a usos tecnológicos o en la medicina. En cambio, todo el resto se divide entre dos usos: joyería (poco más del 40% ), y financiero, manejado por inversores, para acuñar monedas o guardarlo como lingotes en los depósitos de bancos centrales (también poco más del 40%). Por ejemplo, en 2012 se estimó la demanda global en 4 415 toneladas, las que se repartieron entre la joyería (1 896 tons), “inversores” (1 568 tons) y compras desde los bancos centrales (544 tons). Dicho de otra manera, el 90% del oro extraído en todo el planeta es para sostener usos suntuarios, el consumo exhibicionista de joyas, o la especulación y respaldo de las finanzas. Difícilmente puede decirse con seriedad que el bienestar o desarrollo global dependan de seguir con la minería en oro.
Una parte importante de todo ese oro circulante proviene del reuso y reciclaje. Pero la demanda es tan alta, que eso presiona por más extractivismos minero. Consecuentemente, en los últimos años se han sucedido records en la extracción minera de oro; en 2012 alcanzó las 2 982 ton en todo el planeta. El más grande minero del mundo es China (donde se extrajeron más de 400 ton); y recién en el quinto puesto aparece un país latinoamericano (Perú). China se ha convertido también en el primer consumidor de oro a nivel planetario. Sus necesidades se han cuadruplicado en la última década, y se lo usa sobre todo en joyería.
Encontramos así que la depredación para obtener oro no alimenta ningún proceso industrial clave, ni ninguna necesidad básica, sino que está atada a las modas de la joyería global, y en especial el consumismo de familias adineradas de China y otros países, o a las necesidades de los financistas. Si América Latina dejara de proveer oro para esos fines, no ocurría ningún colapso; por el contrario, la calidad de vida de muchas comunidades en nuestro continente mejoraría mucho.
La mejor manera de describir lo que ocurre con el oro es rescatando el concepto de “preciosidades”, propuesto por Immanuell Wallerstein, a mediados de la década de 1970. Estos son bienes que son caros esencialmente por su valor simbólico. Quienes los poseen y exhiben ostentan riqueza y poder. Otros ejemplos de preciosidades son los diamantes, rubíes y otras piedras preciosas, los tapados de pieles de animales exóticos o el caviar. No desempeñan papeles similares a los de otras materias primas que se comercializan globalmente, como las que se destinan a los alimentos u otras necesidades de las personas, o las que son insumos para procesos industriales, como el hierro. La minería latinoamericana en oro ni siquiera es una “industria”, ya que allí no ocurre ningún proceso manufacturero.
Esta condición afecta tanto a la minera de oro en manos corporativas como la informal e ilegal. No puede olvidarse que cualquiera de las dos siguen siendo lo mismo: extractivismo minero. Ambas tienen efectos negativos en las dimensiones sociales, ambientales y económicas. Y las dos están amarradas a los mercados globales, e incluso una se inserta en la otra, para poder exportar oro hacia la globalización.
No puede tampoco olvidarse las responsabilidades gubernamentales en promover condiciones políticas y económicas que reproducen una y otra vez los extractivismos. Han dado todo tipo de cobertura a las grandes empresas, en sus inversiones, en concederles territorios, en asegurar sus exportaciones, en otorgarles subsidios (la mayor parte de ellos encubiertos o indirectos), y han llegado incluso a defenderlas con policías o militares. También son responsables de que innumerables familias no tengan otras salidas que dedicarse a ganarse sus pesitos buscando pepitas de oro en plena selva ya que el propio Estado los ha dejado desamparados, sin contar con otras opciones productivas viables.
Todo esto desemboca en que una vez instaladas las corporaciones o esos miles de mineros, el Estado ya no los puede controlar (o no quiere). Ambos cuentan con poder político. El corporativo es mas sutil pero más firme y ampliado, opera desde las cámaras empresariales y la prensa. El de los mineros artesanales o ilegales descansa en caudillos locales, alcaldes, y hasta algunos legisladores, como se ha señalado en Perú. La violencia y la ilegalidad aparecen en los dos casos, aunque también de manera distinta.
Esta situación debe detenerse, y este tipo de desarrollo debe revertirse cuanto antes. Se debe resolver el drama que significa la minería del oro y otras preciosidades, sea grande, mediana o pequeña, o esté manejada por privados, cooperativas o el propio Estado. Las respuestas deben ser radicales, en tanto el daño ambiental y los impactos sociales se siguen sumando, y son cada vez mas graves. Estos problemas ya no se pueden solucionar con nuevas tecnologías mineras, con responsabilidad social empresarial o algún nuevo tipo de política pública, ya que la explotación aurífera marcha a ritmo de vértigo. La reacción no puede esperar por años y años hasta que los patrones de consumo de los países industrializados y de los nuevos ricos en Asia, entiendan que poco sentido tiene la ostentación de joyas, y hagan caer la demanda global. Tampoco se puede seguir aguardando por un repentino arrepentimiento entre los que animan el mundo de las finanzas. En cambio, las soluciones deben ser construidas por los propios latinoamericanos, ya que ellos son los más interesados en defender su propia población y sus ambientes. Como consecuencia de todo esto, el mecanismo que se debe aplicar es evidente: América Latina la que debe declarar una moratoria de la minería de oro.
Esto implica tanto suspender nuevos emprendimientos mineros, como ir desmontando los actuales. Simultáneamente se debe contar con un marco regulatorio regional que impida el ingreso de oro nuevo desde la minería, con lo cual el sector informal rápidamente desaparecerá. En cambio, se debe permitir y alentar el comercio basado en el reuso y reciclaje del oro que ya fue extraído. A su vez, el Estado debe reorientar todos los recursos financieros, humanos y políticos, que ha usado hasta el día de hoy en sostener a la minería corporativa, para pasar a brindar apoyo y opciones productivas dignas a todas las familias rurales.
No hay que sentir temor ante la idea de una moratoria de la minería del oro. Es el paso necesario para enfrentar una situación que se ha vuelto tan dramática, que no se pueden aceptar postergaciones, si es que realmente se defiende la vida.
Eduardo Gudynas es analista en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social), Montevideo. Twitter: @EGudynas
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