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“La creencia de que todo se resuelve con más ciencia, más tecnología, más medios, más desarrollo... es pura y simplemente una superstición.” Entrevista con Agustín López Tobajas

De nada sirve cambiar las energías contaminantes por energías limpias si el hombre no empieza por limpiar su alma. Una actitud espiritual correcta da lugar (en términos generales y dentro de ciertos límites) a una relación correcta con el mundo físico, pero no está tan claro que lo inverso sea siempre tan cierto.

No tengo conocimientos técnicos y no puedo —ni, a decir verdad, me interesa— responder desde una perspectiva técnica, así que mi aportación debe ser de índole más bien “humanista”. No quiero calcular índices de riesgo, calibrar costes, ni cuantificar nada. Creo simplemente que toda intervención sobre la naturaleza realizada con los medios de la moderna tecnología da lugar a más problemas de los que resuelve. Hemos obtenido energía para poner a funcionar todos nuestros inventos, pero, para lograrlo, hemos acumulado unas colosales bombas radiactivas que —lo estamos viendo—, un día u otro, estallan. Hemos acabado con ciertas enfermedades, es verdad; pero para conseguirlo —aparte de generar otras nuevas— ha habido que crear un sistema que está consiguiendo acabar con el planeta. Por cada problema, real o ficticio, que la tecnología actual aparentemente resuelve surgen otros diez, mucho más graves que los inicialmente planteados. Desde un punto de vista global, lo peor no son los problemas que actualmente existen; lo peor son los remedios que se nos ocurren.
Además, aun suponiendo que la geoingeniería fuera eficaz, la eficacia no puede ser el criterio supremo de la acción. La eficacia debe estar subordinada a la moral, que no es —o no debe ser— el sometimiento a un conjunto de leyes arbitrarias, sino la adecuación de la conducta a la naturaleza esencial del ser. Cuál sea esa adecuación, incluso cuál sea esa naturaleza esencial, puede tal vez no estar claro, pero sí lo está lo que con seguridad no lo es: pretender ejercer de demiurgos, modelando el universo según los delirios megalomaníacos de nuestras mentes enfermas. Y eso es lo que Occidente lleva haciendo desde hace por lo menos siglo y medio. La geoingeniería es el último desvarío de los doctores Frankestein de nuestros días.
Confiar en la tecnociencia para resolver los problemas actuales de la naturaleza es como poner los lobos a vigilar el rebaño. Resulta penoso ver a algunos saludando alborozados que una región del planeta se coloque bajo “protección científica”. La creencia de que todo se resuelve con más ciencia, más tecnología, más medios, más desarrollo... es pura y simplemente una superstición.
Aunque a algunos les pueda parecer absurdo, pienso que, en última instancia, la solución —si la hubiere— a la llamada “crisis ecológica” pasa necesariamente por una experiencia interiorizada de lo real radicalmente distinta a la que subyace en los planteamientos concordantes de la razón científica y la razón sociológica. Pues el mundo que éstas nos proponen, el mundo que hace posible la geoingeniería, el mundo de la experiencia hoy en día común, no es el mundo real. Se nos ha arrebatado lo real, sustituido ahora por un simulacro en el que la técnica y la ciencia, mejor o peor, “funcionan”. Esto genera una ilusión de realidad con un poder de convicción al que no es fácil sustraerse, pues no se echa de menos aquello que se ha olvidado y a lo que ya no se tiene acceso. En mi opinión, entender esto en profundidad es crucial. Para ello no basta una “concienciación” eco-socio-política, ni tampoco unos planteamientos religiosos, ni, mucho menos, unos conocimientos científico-técnicos.
Hemos olvidado algo fundamental: que la dignidad humana no se mide por lo que el hombre es capaz de acumular sino, justamente al contrario, por aquello de lo que es capaz de prescindir, por todas las cosas inútiles o superfluas a las que sabe renunciar para poder centrarse en lo esencial. Una sociedad sana sería una sociedad que reduciría al mínimo sus necesidades materiales y, por tanto, sus medios técnicos; sería una sociedad capaz de conformarse con lo estrictamente necesario. Parece que ahora hay mucha preocupación por hacer compatible el equilibrio ecológico con el desarrollo y la riqueza. Yo creo que con lo que habría que hacer compatible el equilibrio natural es con la sencillez y la austeridad; y eso, por cierto, no plantea ningún problema ni exige ningún esfuerzo; no requiere ningún «más»; en realidad, ni siquiera requiere ningún «hacer»: se hace por sí solo. Me parece que estaríamos física, mental y espiritualmente más sanos si, en lugar de plantearnos siempre lo que tenemos que hacer, nos planteáramos también lo que tenemos que dejar de hacer. 

Traductor especializado en tradiciones espirituales. En colaboración con María Tabuyo, dirigió la colección Orientalia (Paidós), creó y dirigió la revista Axis Mundi, y, posteriormente, el Círculo de Estudios Espirituales Comparados. Es autor del Manifiesto contra el progreso. Fuente: http://www.agendaviva.com/ArticulosDetalle.aspx?idArticulo=24859&IdRevista=24827&Agust%C3%ADn-L%C3%B3pez-Tobajas

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