Los ambientalistas son una especie en peligro de extinción en Latinoamérica
Los
asesinatos por la disputa de tierras están al alza en todo el mundo,
pero el problema es especialmente grave en Latinoamérica. Un factor
determinante es el conflicto por el creciente desarrollo industrial en
los rincones más remotos de la región.
Lindsay Fendt
• De acuerdo con un reporte de junio de la ONG del Reino Unido, Global Witness, al menos 185 activistas ambientales fueron asesinados alrededor del mundo en el 2015, casi dos tercios de ellos en Latinoamérica.
• Las razones por los asesinatos varían, pero muchas están relacionadas con el alza del desarrollo en zonas remotas de la región. Allí, los gobiernos han estado otorgando concesiones para presas hidroeléctricas, minas y otros proyectos, frecuentemente sin consultar a las comunidades indígenas o agrícolas que ya ocupan las tierras.
• Con poco apoyo del gobierno, algunos miembros de estas comunidades están oponiéndose ellos mismos a la destrucción ambiental y están pagando el precio más alto.
En un martes de marzo, en el noroeste de Honduras, el activista indígena Nelson García recibió un disparo en la cara. Al siguiente día, en Guatemala, atacantes desconocidos encontraron al ambientalista Walter Méndez fuera de su casa y llenaron su pecho de balas. Dos semanas antes, hombres armados asesinaban a una activista ambiental de renombre internacional, Berta Cáceres, en su hogar, en Honduras. Y en los meses anteriores, asesinatos similares habían sido reportados en Brasil, México y Perú.
Desde el 2010, los asesinatos por la disputa de tierras se han visto al alza alrededor del mundo, pero el problema es especialmente grave en Latinoamérica, de acuerdo a la ONG del Reino Unido, Global Witness. El grupo documentó más de 900 asesinatos de ambientalistas en la región entre el 2002 y el 2015. El año pasado fue el más mortífero registrado hasta ahora con 185 asesinatos en todo el mundo, casi dos tercios de ellos en Latinoamérica, de acuerdo al reporte lanzado por el grupo en junio.
“Hay un incremento en la presión por explotar recursos que no han sido todavía explotados”, le dijo a Mongabay John Knox, un relator especial de derechos humanos y medio ambiente de las Naciones Unidas. “Tienes por un lado intereses económicos muy poderosos, y por el otro comunidades marginadas, lo cual parece estar llevando a estos conflictos [en todo el mundo]”.
Aunque en Latinoamérica las razones de los asesinatos varían, muchos están relacionados con una oleada de desarrollo en partes remotas de la región. Buscando inversiones foráneas, los gobiernos han estado cediendo concesiones para presas hidroeléctricas, minas y otros proyectos financiados por extranjeros, con frecuencia sin consultar a las comunidades que ocupan ya esas tierras. Mientras tanto, los agricultores sin tierras, cazadores y leñadores ilegales también ejercen presión en áreas remotas en la búsqueda de recursos no explotados.
La mayoría de las áreas invadidas han sido habitadas durante generaciones por grupos indígenas o agricultores de subsistencia, pero muchas comunidades carecen de títulos de propiedad de sus tierras. Con poca ayuda del gobierno, algunos miembros de estas comunidades se están oponiendo a la destrucción del medio ambiente y están pagando el precio más alto.
“Es una de las injusticias más graves del mundo”, dijo Bill Kovarik, un profesor de la Universidad Radford, en Virginia, quien rastrea asesinatos de activistas verdes. “Por cada una de estas muertes tan graves hay decenas de personas que se enfrentan a la violencia”.
Intereses Internacionales
Máxima Acuña Chaupe dice que un día de febrero regresó a su casa en Cajamarca, Perú, y encontró su casa saqueada y a su perro sangrando del cuello. Fue otro en la serie de ataques contra Acuña y su familia, quienes reclaman haber estado en la mira por negarse a vender su granja de 60 acres de papas para darle lugar a una mina de oro. De acuerdo a Acuña, sus hijos han sido atacados y amenazados por la policía, y su casa fue objeto de disparos en abril. “En Cajamarca sabemos lo que las minas pueden hacer. En poco tiempo habría envenenado las truchas y el ganado. Si no tenemos agua, no tenemos vida o futuro”, dijo Acuña a The Guardian después de ser galardonada con el prestigioso Premio Ambiental Goldman, por su trabajo en abril.
La mina de Conga, de 4800 millones de dólares, a la que Acuña se ha opuesto se habría vuelto la mina de oro más grande en Sudamérica. El gobierno peruano ha otorgado la concesión a un proyecto de la estadounidense Newmont Mining Corporation y la compañía peruana Buenaventura sin realizar ninguna consulta pública. La concesión acució protestas en Cajamarca; en el 2012 cinco personas fueron asesinadas durante estas.
La controversia forzó a Newmont a suspender el proyecto Conga en el 2015, pero el gobierno de Perú sigue obstinado en sus esfuerzos por atraer el negocio minero al país. En el 2014, la legislatura de Perú aprobó una ley que relajaba los requerimientos ambientales para nuevos proyectos de desarrollo, y según se reporta, el gobierno confía en que la minería de cobre proporcione 62 mil millones de dólares de inversión antes del 2017. Los conflictos relacionados con la minería han causado aproximadamente el 80 % de los 69 asesinatos ambientales en Perú desde el 2002, de acuerdo a cifras de Global Witness.
Otros países en la región han perseguido caminos similares para un desarrollo rápido. En el 2010, el gobierno derechista de Honduras otorgó 47 concesiones de presas hidroeléctricas bajo una ley que le concedió al mismo gobierno el derecho a vender los recursos hídricos del país al mejor postor. Hasta tiempos recientes, Colombia había desarrollado sus leyes sobre libros que fueron esbozados por abogados presentes en las nóminas de compañías mineras.
En muchos casos, los fondos de estos desarrollos vienen desde el exterior de Latinoamérica.
“Definitivamente hay un rol que juegan los países del norte”, dijo a Mongabay Billy Kyte, uno de los autores del informe de Global Witness. “Muchas de las compañías e inversiones vienen de los países desarrollados y de entidades como el Banco Mundial”.
Entre el 2009 y el 2013, el Banco Mundial prestó 50 mil millones de dólares en todo el mundo a proyectos categorizados como altamente riesgosos por provocar impactos “irreversibles o sin precedentes” a comunidades o al ambiente, de acuerdo a una investigación del Consorcio Internacional de Periodistas Investigadores. En Latinoamérica, la Corporación de Financiamiento Internacional (IFC por sus siglas en inglés), el brazo de préstamos independientes del Banco Mundial, ha sido vinculado a proyectos controvertidos en Perú, Honduras y Guatemala.
Mientras que el Banco Mundial tiene candados sociales y ambientales pensados para prevenir el fondeo de proyectos con consecuencias ambientales o sociales severas, el IFC opera frecuentemente a través de intermediarios financieros en lugar de hacer contribuciones directas a un proyecto. De acuerdo a Paul Cadario, un miembro distinguido de la Escuela Munk de Asuntos Globales, de la Universidad de Toronto, antes también gerente sénior en el Banco Mundial, el IFC no siempre revisa los proyectos que sus inversiones terminarán financiando.
“El IFC está diciendo que solo prestan para el banco de desarrollo y que no se preocupan respecto a sus clientes, lo que hacen con el dinero ni cómo lo hacen”, le dijo Cadario a Mongabay. “Hay muchos, incluyéndome, que creemos que esto es inaceptable para una institución de desarrollo”.
El IFC ha actualizado sus protocolos de evaluación de riesgo, pero solo para los proyectos que financia directamente. Hizo muchos de estos cambios después de su préstamo a la compañía de alimentos hondureña Corporación Dinant, en el 2009 y el 2011. El dinero se fue a la plantación de aceite de palma de la corporación, en Paso Aguán, cuyo desarrollo ha sido vinculado a la muerte de 89 personas en la comunidad agrícola local, entre las que hay 19 que incluyen guardias de seguridad, miembros de la policía o la milicia y terratenientes.
De acuerdo a Mark Constantine, oficial actual de la IFC quien trabaja en evaluación del riesgo ambiental y social, después del desastre público con Corporación Dinant, el IFC aumentó sus esfuerzos para asegurar que las compañías a las que les presta tengan la capacidad de adherirse a los estándares de desempeño del Banco Mundial. Constantine dijo también que el grupo empezó haciendo un mejor trabajo en la evaluación del contexto histórico de los asuntos referentes al derecho de tierras en los países donde opera, y asimismo en el estudio de la cadena de suministros completa para detectar áreas con menor potencial evidente de abuso a los derechos humanos.
Aun así, el IFC todavía tomará proyectos riesgosos; el compromiso del grupo a trabajar en las naciones en desarrollo en ocasiones hace que algunos riesgos sean inevitables, dijo Costantine.
“Estamos intentando fomentar el desarrollo económico y social y aliviar la pobreza. Para nosotros, alejarse completamente no resuelve nada”, dijo. “Si hay un problema, sentimos que nuestro involucramiento puede cosechar un mejor resultado o una solución real.”
Proyectos privados de compañías internacionales también han contribuido a la violencia. En particular, las compañías extractoras canadienses tienen una fuerte presencia en Latinoamérica y un pobre historial de derechos humanos.
De acuerdo a un informe en el 2014 elaborado por un grupo de ONG conocido como Working Group on Mining and Human Rights in Latin America, el 70 % de la actividad minera en Latinoamérica en el 2012 tuvo involucramiento canadiense. El mismo informe resaltó 22 proyectos canadienses a gran escala que arrastraron abusos ambientales y de derechos humanos.
Otro estudio, comisionado por la Asociación de Prospectores y Desarrolladores de Canadá (PDAC, por sus siglas en inglés) en el 2010, encontró que compañías extractoras canadienses fueron responsables en los últimos diez años, del 33 % de los incidentes en los que se dieron conflictos comunitarios, abusos a los derechos humanos, prácticas ilegales o inmorales o degradación ambiental en un país en desarrollo. Esto es cuatro veces el número de cualquier otro país. Cerca de un tercio de estos incidentes ocurrieron en Latinoamérica.
A pesar de haber puesto en marcha el estudio, la PDAC no lo hizo público y uno de sus voceros declinó comentar para esta historia.
No solo la financiación extranjera pone en marcha proyectos riesgosos. En años recientes también ha habido un incremento de actividades ilegales nacionales como la cacería y la tala. En Brasil, el país con el mayor número total de asesinatos de ambientalistas (50 solo en el 2015, de acuerdo al informe de Global Witness), los estados con el más alto nivel de deforestación también tienen el más alto índice de violencia contra activistas. En Brasil y muchos otros países latinoamericanos es común que las comunidades rurales no tengan títulos de sus tierras, lo cual permite que intereses agrícolas y de tala hagan presión dentro de áreas boscosas vírgenes sin temor a repercusiones legales. Los taladores, agricultores y rancheros tienen gran influencia sobre la poca presencia que pueda existir del gobierno en el área, dejando solos a los ocupantes anteriores en la defensa de su territorio. “Los que se levantan son rápidamente reducidos”, dijo Kovarik.
• De acuerdo con un reporte de junio de la ONG del Reino Unido, Global Witness, al menos 185 activistas ambientales fueron asesinados alrededor del mundo en el 2015, casi dos tercios de ellos en Latinoamérica.
• Las razones por los asesinatos varían, pero muchas están relacionadas con el alza del desarrollo en zonas remotas de la región. Allí, los gobiernos han estado otorgando concesiones para presas hidroeléctricas, minas y otros proyectos, frecuentemente sin consultar a las comunidades indígenas o agrícolas que ya ocupan las tierras.
• Con poco apoyo del gobierno, algunos miembros de estas comunidades están oponiéndose ellos mismos a la destrucción ambiental y están pagando el precio más alto.
En un martes de marzo, en el noroeste de Honduras, el activista indígena Nelson García recibió un disparo en la cara. Al siguiente día, en Guatemala, atacantes desconocidos encontraron al ambientalista Walter Méndez fuera de su casa y llenaron su pecho de balas. Dos semanas antes, hombres armados asesinaban a una activista ambiental de renombre internacional, Berta Cáceres, en su hogar, en Honduras. Y en los meses anteriores, asesinatos similares habían sido reportados en Brasil, México y Perú.
Desde el 2010, los asesinatos por la disputa de tierras se han visto al alza alrededor del mundo, pero el problema es especialmente grave en Latinoamérica, de acuerdo a la ONG del Reino Unido, Global Witness. El grupo documentó más de 900 asesinatos de ambientalistas en la región entre el 2002 y el 2015. El año pasado fue el más mortífero registrado hasta ahora con 185 asesinatos en todo el mundo, casi dos tercios de ellos en Latinoamérica, de acuerdo al reporte lanzado por el grupo en junio.
“Hay un incremento en la presión por explotar recursos que no han sido todavía explotados”, le dijo a Mongabay John Knox, un relator especial de derechos humanos y medio ambiente de las Naciones Unidas. “Tienes por un lado intereses económicos muy poderosos, y por el otro comunidades marginadas, lo cual parece estar llevando a estos conflictos [en todo el mundo]”.
Aunque en Latinoamérica las razones de los asesinatos varían, muchos están relacionados con una oleada de desarrollo en partes remotas de la región. Buscando inversiones foráneas, los gobiernos han estado cediendo concesiones para presas hidroeléctricas, minas y otros proyectos financiados por extranjeros, con frecuencia sin consultar a las comunidades que ocupan ya esas tierras. Mientras tanto, los agricultores sin tierras, cazadores y leñadores ilegales también ejercen presión en áreas remotas en la búsqueda de recursos no explotados.
La mayoría de las áreas invadidas han sido habitadas durante generaciones por grupos indígenas o agricultores de subsistencia, pero muchas comunidades carecen de títulos de propiedad de sus tierras. Con poca ayuda del gobierno, algunos miembros de estas comunidades se están oponiendo a la destrucción del medio ambiente y están pagando el precio más alto.
“Es una de las injusticias más graves del mundo”, dijo Bill Kovarik, un profesor de la Universidad Radford, en Virginia, quien rastrea asesinatos de activistas verdes. “Por cada una de estas muertes tan graves hay decenas de personas que se enfrentan a la violencia”.
Intereses Internacionales
Máxima Acuña Chaupe dice que un día de febrero regresó a su casa en Cajamarca, Perú, y encontró su casa saqueada y a su perro sangrando del cuello. Fue otro en la serie de ataques contra Acuña y su familia, quienes reclaman haber estado en la mira por negarse a vender su granja de 60 acres de papas para darle lugar a una mina de oro. De acuerdo a Acuña, sus hijos han sido atacados y amenazados por la policía, y su casa fue objeto de disparos en abril. “En Cajamarca sabemos lo que las minas pueden hacer. En poco tiempo habría envenenado las truchas y el ganado. Si no tenemos agua, no tenemos vida o futuro”, dijo Acuña a The Guardian después de ser galardonada con el prestigioso Premio Ambiental Goldman, por su trabajo en abril.
La mina de Conga, de 4800 millones de dólares, a la que Acuña se ha opuesto se habría vuelto la mina de oro más grande en Sudamérica. El gobierno peruano ha otorgado la concesión a un proyecto de la estadounidense Newmont Mining Corporation y la compañía peruana Buenaventura sin realizar ninguna consulta pública. La concesión acució protestas en Cajamarca; en el 2012 cinco personas fueron asesinadas durante estas.
La controversia forzó a Newmont a suspender el proyecto Conga en el 2015, pero el gobierno de Perú sigue obstinado en sus esfuerzos por atraer el negocio minero al país. En el 2014, la legislatura de Perú aprobó una ley que relajaba los requerimientos ambientales para nuevos proyectos de desarrollo, y según se reporta, el gobierno confía en que la minería de cobre proporcione 62 mil millones de dólares de inversión antes del 2017. Los conflictos relacionados con la minería han causado aproximadamente el 80 % de los 69 asesinatos ambientales en Perú desde el 2002, de acuerdo a cifras de Global Witness.
Otros países en la región han perseguido caminos similares para un desarrollo rápido. En el 2010, el gobierno derechista de Honduras otorgó 47 concesiones de presas hidroeléctricas bajo una ley que le concedió al mismo gobierno el derecho a vender los recursos hídricos del país al mejor postor. Hasta tiempos recientes, Colombia había desarrollado sus leyes sobre libros que fueron esbozados por abogados presentes en las nóminas de compañías mineras.
En muchos casos, los fondos de estos desarrollos vienen desde el exterior de Latinoamérica.
“Definitivamente hay un rol que juegan los países del norte”, dijo a Mongabay Billy Kyte, uno de los autores del informe de Global Witness. “Muchas de las compañías e inversiones vienen de los países desarrollados y de entidades como el Banco Mundial”.
Entre el 2009 y el 2013, el Banco Mundial prestó 50 mil millones de dólares en todo el mundo a proyectos categorizados como altamente riesgosos por provocar impactos “irreversibles o sin precedentes” a comunidades o al ambiente, de acuerdo a una investigación del Consorcio Internacional de Periodistas Investigadores. En Latinoamérica, la Corporación de Financiamiento Internacional (IFC por sus siglas en inglés), el brazo de préstamos independientes del Banco Mundial, ha sido vinculado a proyectos controvertidos en Perú, Honduras y Guatemala.
Mientras que el Banco Mundial tiene candados sociales y ambientales pensados para prevenir el fondeo de proyectos con consecuencias ambientales o sociales severas, el IFC opera frecuentemente a través de intermediarios financieros en lugar de hacer contribuciones directas a un proyecto. De acuerdo a Paul Cadario, un miembro distinguido de la Escuela Munk de Asuntos Globales, de la Universidad de Toronto, antes también gerente sénior en el Banco Mundial, el IFC no siempre revisa los proyectos que sus inversiones terminarán financiando.
“El IFC está diciendo que solo prestan para el banco de desarrollo y que no se preocupan respecto a sus clientes, lo que hacen con el dinero ni cómo lo hacen”, le dijo Cadario a Mongabay. “Hay muchos, incluyéndome, que creemos que esto es inaceptable para una institución de desarrollo”.
El IFC ha actualizado sus protocolos de evaluación de riesgo, pero solo para los proyectos que financia directamente. Hizo muchos de estos cambios después de su préstamo a la compañía de alimentos hondureña Corporación Dinant, en el 2009 y el 2011. El dinero se fue a la plantación de aceite de palma de la corporación, en Paso Aguán, cuyo desarrollo ha sido vinculado a la muerte de 89 personas en la comunidad agrícola local, entre las que hay 19 que incluyen guardias de seguridad, miembros de la policía o la milicia y terratenientes.
De acuerdo a Mark Constantine, oficial actual de la IFC quien trabaja en evaluación del riesgo ambiental y social, después del desastre público con Corporación Dinant, el IFC aumentó sus esfuerzos para asegurar que las compañías a las que les presta tengan la capacidad de adherirse a los estándares de desempeño del Banco Mundial. Constantine dijo también que el grupo empezó haciendo un mejor trabajo en la evaluación del contexto histórico de los asuntos referentes al derecho de tierras en los países donde opera, y asimismo en el estudio de la cadena de suministros completa para detectar áreas con menor potencial evidente de abuso a los derechos humanos.
Aun así, el IFC todavía tomará proyectos riesgosos; el compromiso del grupo a trabajar en las naciones en desarrollo en ocasiones hace que algunos riesgos sean inevitables, dijo Costantine.
“Estamos intentando fomentar el desarrollo económico y social y aliviar la pobreza. Para nosotros, alejarse completamente no resuelve nada”, dijo. “Si hay un problema, sentimos que nuestro involucramiento puede cosechar un mejor resultado o una solución real.”
Proyectos privados de compañías internacionales también han contribuido a la violencia. En particular, las compañías extractoras canadienses tienen una fuerte presencia en Latinoamérica y un pobre historial de derechos humanos.
De acuerdo a un informe en el 2014 elaborado por un grupo de ONG conocido como Working Group on Mining and Human Rights in Latin America, el 70 % de la actividad minera en Latinoamérica en el 2012 tuvo involucramiento canadiense. El mismo informe resaltó 22 proyectos canadienses a gran escala que arrastraron abusos ambientales y de derechos humanos.
Otro estudio, comisionado por la Asociación de Prospectores y Desarrolladores de Canadá (PDAC, por sus siglas en inglés) en el 2010, encontró que compañías extractoras canadienses fueron responsables en los últimos diez años, del 33 % de los incidentes en los que se dieron conflictos comunitarios, abusos a los derechos humanos, prácticas ilegales o inmorales o degradación ambiental en un país en desarrollo. Esto es cuatro veces el número de cualquier otro país. Cerca de un tercio de estos incidentes ocurrieron en Latinoamérica.
A pesar de haber puesto en marcha el estudio, la PDAC no lo hizo público y uno de sus voceros declinó comentar para esta historia.
No solo la financiación extranjera pone en marcha proyectos riesgosos. En años recientes también ha habido un incremento de actividades ilegales nacionales como la cacería y la tala. En Brasil, el país con el mayor número total de asesinatos de ambientalistas (50 solo en el 2015, de acuerdo al informe de Global Witness), los estados con el más alto nivel de deforestación también tienen el más alto índice de violencia contra activistas. En Brasil y muchos otros países latinoamericanos es común que las comunidades rurales no tengan títulos de sus tierras, lo cual permite que intereses agrícolas y de tala hagan presión dentro de áreas boscosas vírgenes sin temor a repercusiones legales. Los taladores, agricultores y rancheros tienen gran influencia sobre la poca presencia que pueda existir del gobierno en el área, dejando solos a los ocupantes anteriores en la defensa de su territorio. “Los que se levantan son rápidamente reducidos”, dijo Kovarik.
“No a
Conga” escrito en la ladera de una montaña en Cajamara, Perú, planes de
protesta para la mina de Conga de oro y bronce, la cual fue puesta en
pausa. Foto por Alan vía Flickr (CC BY-NC-ND 2.0).
Los activistas
En marzo del 2013, la gente de Río Blanco, en el oeste de Honduras, despertó con un grupo de guardias de seguridad armados que bloqueaban su acceso al Río Gualcarque. Durante generaciones, los indígenas Lenca habían vivido en Río Blanco, tomando agua, bañándose y pescando en el Gualcarque. Las fuerzas de seguridad pertenecían a Desarrollos Energéticos SA, una compañía hondureña de energía que había recibido una concesión para construir una presa en el río.
Berta Cáceres, una mujer Lenca, y el Consejo de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH) pronto empezaron un bloqueo en el camino al sitio de construcción, exigiendo ser consultados para el proyecto de acuerdo a la ley hondureña. Sostuvieron el bloqueo más de un año, manteniendo sus lugares a pesar de las amenazas de muerte e incluso después de que a uno de sus miembros, Tomás García, le dispararan durante una protesta pacífica en Julio del 2013.
Aunque algunos de los protestantes, como Cáceres, trabajaron como campañistas profesionales, la mayoría fueron arrastrados al conflicto cuando sus modos de vida fueron amenazados. Lo mismo ocurre con muchos de los activistas verdes asesinados en Latinoamérica. Los grupos indígenas están especialmente en riesgo debido tanto al valor de las tierras que ocupan y a la falta de claridad que rodea sus derechos de la tierra en muchos países a través de la región. De acuerdo a Global Witness, los indígenas conformaron casi el 40 % de los defensores de la tierra asesinados en el 2015. Profesionales como abogados ambientales y periodistas también figuran entre los muertos.
“Frecuentemente, la gente simplemente se halla capturada en estos conflictos”, dijo Knox, de la ONU. “Estas son comunidades marginadas que dependen considerablemente de lo que obtienen de la tierra. Sienten como si no tuvieran una alternativa, así que están dispuestos a hacer frente a esto”.
En muchos casos, la protesta y la resistencia son la única opción para los defensores de la tierra. Muchos de los países latinoamericanos tienen leyes que requieren que las compañías consulten las comunidades locales antes de que los proyectos puedan avanzar. Pero en el esfuerzo por hacer los tratos más atractivos para los inversionistas, los defensores dicen que los gobiernos de Latinoamérica con frecuencia burlan estas leyes, permitiendo a las compañías que compren o simplemente tomen la tierra de sus ocupantes previos. Global Witness reveló cientos de casos a través de la región en los que se asignó a la policía o a fuerzas de seguridad privada para desalojar comunidades sin su previo consentimiento.
“Los gobiernos tienen que consultar a las comunidades si quieren dejar entrar a la industria en sus territorios”, dijo a Mongabay Sergio Beltetón, abogado guatemalteco que trabaja en casos de derechos de la tierra con el Comité de Unidad Campesino. “No serán capaces de parar estos conflictos hasta que empiecen a respetar las leyes de consulta”.
A pesar del alto índice de mortalidad y otros obstáculos que los defensores de la tierra enfrentan, sus protestas a veces son efectivas. El bloqueo de los Lenca conducido por Cáceres convenció a la poderosa firma china de hidroingeniería Sinohydro para que retirara su proyecto de Río Blanco. En meses recientes, la indignación internacional acuciada por el asesinato de Cáceres forzó a más compañías a cesar su participación en la presa, incluyendo a los más grandes inversionistas europeos del proyecto. En otros casos, incluyendo el del punto muerto de Acuña con la mina Conga en Perú, los activistas que se negaron a dejar sus tierras detuvieron de forma efectiva el avance de los proyectos.
“El mundo ahora vive en una casa de cristal y podemos ver lo que está pasando y emprender acciones”, dijo Kovarik. “Los proyectos pueden detenerse y se puede incomodar a la gente”.
Criminalización e impunidad
Por cada defensor del ambiente que es asesinado, muchos más son amenazados o reprimidos de otra forma, incluso a través del sistema legal. El Observatorio por la Protección de los Defensores de los Derechos Humanos, con sede en Ginebra, del 2011 al 2014 documentó casos legales contra 123 activistas de la tierra a nivel global, pero señaló que el número real probablemente es mucho más alto. De acuerdo a este informe y a los hallazgos de Global Witness, esta criminalización de los defensores de la tierra es extremadamente común en Latinoamérica, especialmente en Centroamérica. Grandes compañías y entidades gubernamentales arrestan o procesan injustamente a cualquiera que se interponga en el camino de sus intereses expansionistas, encarcelan activistas o los embrollan en costosas batallas legales.
“Las compañías no tolerarán la crítica de nadie. Consideran un enemigo a cualquiera que hable y van tras ellos”, dijo Beltetón. “Encuentran la mejor manera de deshacerse de ellos, sea mediante procedimientos criminales o matándoles”.
Los activistas ambientales han sido acusados por difamación o calumnia por pronunciarse contra los proyectos de desarrollo, incriminados por robo o multados por impedir la justicia mientras bloqueaban una carretera durante alguna protesta. De acuerdo a Global Witness, en años recientes, los grupos de derechos humanos también han visto a nivel global una oleada de gobiernos que etiquetan a los activistas como terroristas. Tanto Guatemala como Chile han tachado a los activistas de “enemigos internos” y los han acusado bajo leyes antiterroristas por protestar pacíficamente.
Incluso cuando el sistema legal no está castigando activamente a los ambientalistas, hace muy poco por protegerles. Global Witness ha descubierto que las autoridades raramente investigan amenazas contra activistas y los asesinatos casi nunca resultan en procesos de condena. Aunque no hay números precisos disponibles, Global Witness encontró solo 10 casos a nivel mundial, entre 2002 y 2013, en los cuales los asesinos de los ambientalistas fueron enjuiciados y condenados. Este problema es especialmente severo en Latinoamérica, donde las tasas de impunidad tienden a ser altas.
En Honduras, el 90 por ciento de los crímenes cometidos contra defensores de los derechos humanos no se resuelven, de acuerdo al Ministro Público hondureño, y en Costa Rica solo fue castigado uno de los setenta y cinco crímenes contra ambientalistas registrados desde el 2002. En mayo, autoridades hondureñas arrestaron a cuatro hombres relacionados con el asesinato de Berta Cáceres. Pero las autoridades fracasaron en identificar o llevar a la justicia a los responsables por violentar a García, Méndez y Acuña.
También en Latinoamérica existe un patrón de los sistemas legales que disocia los crímenes del trabajo ambiental con las víctimas.
“Hay una tendencia por parte del gobierno decir que no es parte de un patrón más amplio”, dijo Knox. “Frecuentemente hay un problema más amplio relacionado con el trabajo ambiental. No solo es una trágica coincidencia”.
Esta tendencia fue totalmente desplegada en el 2013, cuando cazadores de huevos de tortuga mataron al conservador de tortugas costarricense, Jairo Mora. Jairo fue asesinado una noche mientras patrullaba la playa, y aunque en el pasado había recibido amenazas de muerte de los cazadores debido a su trabajo protegiendo nidos de tortugas, la policía y los gobiernos declararon repetidamente que el motivo del asesinato fue el robo. Después de gran cobertura mediática, protestas y un juicio fallido en el que los sospechosos fueron absueltos de todos los cargos, el gobierno cambió su postura.
Los demandantes consiguieron una apelación para enjuiciar a los mismos siete hombres a los que se había absuelto en el primer juicio. La segunda vez, los demandantes enfatizaron el trabajo de Mora con las tortugas marinas y su conflicto en curso con una banda de cazadores. La nueva estrategia, junto con la evidencia excluida del juicio previo, resultó en marzo en la condena de cuatro de los hombres.
Como con Mora, otros casos en que los asesinatos de los ambientalistas fueron procesados exitosamente habían sido bastante bien publicados y habían atraído presión de la comunidad internacional.
En marzo del 2013, la gente de Río Blanco, en el oeste de Honduras, despertó con un grupo de guardias de seguridad armados que bloqueaban su acceso al Río Gualcarque. Durante generaciones, los indígenas Lenca habían vivido en Río Blanco, tomando agua, bañándose y pescando en el Gualcarque. Las fuerzas de seguridad pertenecían a Desarrollos Energéticos SA, una compañía hondureña de energía que había recibido una concesión para construir una presa en el río.
Berta Cáceres, una mujer Lenca, y el Consejo de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH) pronto empezaron un bloqueo en el camino al sitio de construcción, exigiendo ser consultados para el proyecto de acuerdo a la ley hondureña. Sostuvieron el bloqueo más de un año, manteniendo sus lugares a pesar de las amenazas de muerte e incluso después de que a uno de sus miembros, Tomás García, le dispararan durante una protesta pacífica en Julio del 2013.
Aunque algunos de los protestantes, como Cáceres, trabajaron como campañistas profesionales, la mayoría fueron arrastrados al conflicto cuando sus modos de vida fueron amenazados. Lo mismo ocurre con muchos de los activistas verdes asesinados en Latinoamérica. Los grupos indígenas están especialmente en riesgo debido tanto al valor de las tierras que ocupan y a la falta de claridad que rodea sus derechos de la tierra en muchos países a través de la región. De acuerdo a Global Witness, los indígenas conformaron casi el 40 % de los defensores de la tierra asesinados en el 2015. Profesionales como abogados ambientales y periodistas también figuran entre los muertos.
“Frecuentemente, la gente simplemente se halla capturada en estos conflictos”, dijo Knox, de la ONU. “Estas son comunidades marginadas que dependen considerablemente de lo que obtienen de la tierra. Sienten como si no tuvieran una alternativa, así que están dispuestos a hacer frente a esto”.
En muchos casos, la protesta y la resistencia son la única opción para los defensores de la tierra. Muchos de los países latinoamericanos tienen leyes que requieren que las compañías consulten las comunidades locales antes de que los proyectos puedan avanzar. Pero en el esfuerzo por hacer los tratos más atractivos para los inversionistas, los defensores dicen que los gobiernos de Latinoamérica con frecuencia burlan estas leyes, permitiendo a las compañías que compren o simplemente tomen la tierra de sus ocupantes previos. Global Witness reveló cientos de casos a través de la región en los que se asignó a la policía o a fuerzas de seguridad privada para desalojar comunidades sin su previo consentimiento.
“Los gobiernos tienen que consultar a las comunidades si quieren dejar entrar a la industria en sus territorios”, dijo a Mongabay Sergio Beltetón, abogado guatemalteco que trabaja en casos de derechos de la tierra con el Comité de Unidad Campesino. “No serán capaces de parar estos conflictos hasta que empiecen a respetar las leyes de consulta”.
A pesar del alto índice de mortalidad y otros obstáculos que los defensores de la tierra enfrentan, sus protestas a veces son efectivas. El bloqueo de los Lenca conducido por Cáceres convenció a la poderosa firma china de hidroingeniería Sinohydro para que retirara su proyecto de Río Blanco. En meses recientes, la indignación internacional acuciada por el asesinato de Cáceres forzó a más compañías a cesar su participación en la presa, incluyendo a los más grandes inversionistas europeos del proyecto. En otros casos, incluyendo el del punto muerto de Acuña con la mina Conga en Perú, los activistas que se negaron a dejar sus tierras detuvieron de forma efectiva el avance de los proyectos.
“El mundo ahora vive en una casa de cristal y podemos ver lo que está pasando y emprender acciones”, dijo Kovarik. “Los proyectos pueden detenerse y se puede incomodar a la gente”.
Criminalización e impunidad
Por cada defensor del ambiente que es asesinado, muchos más son amenazados o reprimidos de otra forma, incluso a través del sistema legal. El Observatorio por la Protección de los Defensores de los Derechos Humanos, con sede en Ginebra, del 2011 al 2014 documentó casos legales contra 123 activistas de la tierra a nivel global, pero señaló que el número real probablemente es mucho más alto. De acuerdo a este informe y a los hallazgos de Global Witness, esta criminalización de los defensores de la tierra es extremadamente común en Latinoamérica, especialmente en Centroamérica. Grandes compañías y entidades gubernamentales arrestan o procesan injustamente a cualquiera que se interponga en el camino de sus intereses expansionistas, encarcelan activistas o los embrollan en costosas batallas legales.
“Las compañías no tolerarán la crítica de nadie. Consideran un enemigo a cualquiera que hable y van tras ellos”, dijo Beltetón. “Encuentran la mejor manera de deshacerse de ellos, sea mediante procedimientos criminales o matándoles”.
Los activistas ambientales han sido acusados por difamación o calumnia por pronunciarse contra los proyectos de desarrollo, incriminados por robo o multados por impedir la justicia mientras bloqueaban una carretera durante alguna protesta. De acuerdo a Global Witness, en años recientes, los grupos de derechos humanos también han visto a nivel global una oleada de gobiernos que etiquetan a los activistas como terroristas. Tanto Guatemala como Chile han tachado a los activistas de “enemigos internos” y los han acusado bajo leyes antiterroristas por protestar pacíficamente.
Incluso cuando el sistema legal no está castigando activamente a los ambientalistas, hace muy poco por protegerles. Global Witness ha descubierto que las autoridades raramente investigan amenazas contra activistas y los asesinatos casi nunca resultan en procesos de condena. Aunque no hay números precisos disponibles, Global Witness encontró solo 10 casos a nivel mundial, entre 2002 y 2013, en los cuales los asesinos de los ambientalistas fueron enjuiciados y condenados. Este problema es especialmente severo en Latinoamérica, donde las tasas de impunidad tienden a ser altas.
En Honduras, el 90 por ciento de los crímenes cometidos contra defensores de los derechos humanos no se resuelven, de acuerdo al Ministro Público hondureño, y en Costa Rica solo fue castigado uno de los setenta y cinco crímenes contra ambientalistas registrados desde el 2002. En mayo, autoridades hondureñas arrestaron a cuatro hombres relacionados con el asesinato de Berta Cáceres. Pero las autoridades fracasaron en identificar o llevar a la justicia a los responsables por violentar a García, Méndez y Acuña.
También en Latinoamérica existe un patrón de los sistemas legales que disocia los crímenes del trabajo ambiental con las víctimas.
“Hay una tendencia por parte del gobierno decir que no es parte de un patrón más amplio”, dijo Knox. “Frecuentemente hay un problema más amplio relacionado con el trabajo ambiental. No solo es una trágica coincidencia”.
Esta tendencia fue totalmente desplegada en el 2013, cuando cazadores de huevos de tortuga mataron al conservador de tortugas costarricense, Jairo Mora. Jairo fue asesinado una noche mientras patrullaba la playa, y aunque en el pasado había recibido amenazas de muerte de los cazadores debido a su trabajo protegiendo nidos de tortugas, la policía y los gobiernos declararon repetidamente que el motivo del asesinato fue el robo. Después de gran cobertura mediática, protestas y un juicio fallido en el que los sospechosos fueron absueltos de todos los cargos, el gobierno cambió su postura.
Los demandantes consiguieron una apelación para enjuiciar a los mismos siete hombres a los que se había absuelto en el primer juicio. La segunda vez, los demandantes enfatizaron el trabajo de Mora con las tortugas marinas y su conflicto en curso con una banda de cazadores. La nueva estrategia, junto con la evidencia excluida del juicio previo, resultó en marzo en la condena de cuatro de los hombres.
Como con Mora, otros casos en que los asesinatos de los ambientalistas fueron procesados exitosamente habían sido bastante bien publicados y habían atraído presión de la comunidad internacional.
Un grafiti
que ilustra al conservacionista costarricense de tortugas marinas
asesinado, Jairo Mora, reposa en un muro en Limón, Costa Rica. Foto por
Lindsay Fendt.
En el 2007, dos hombres fueron condenados por el asesinato de Dorothy Stang, una monja estadounidense que hizo campaña contra la tala ilegal cerca de su hogar, en la Amazonía brasileña, y otro hombre fue al fin condenado por orquestar el golpe. Aunque la violencia contra los ambientalistas es raramente procesada en Brasil, los abogados en el caso dicen que el estatus de Stang como monja estadounidense ayudó a ganar atención mediática y generar tracción en la corte.
“Fui a la corte y les dije que si no hacían esto bien, los iba a arrastrar sobre las brasas en la prensa internacional”, dijo a Mongabay Brent Rushforth, abogado ambiental estadounidense que trabajó con los demandantes brasileños en el caso.
Aunque las protestas y la atención mediática pueden presionar a veces a los gobiernos a investigar un caso, pocos creen que estos éxitos aislados señalen un cambio en la marea.
“Es una tarea hercúlea y tiene que haber suficiente solidez desde la cima del gobierno y hasta abajo para mantener como responsables a los billonarios y sus cohortes”, dijo Rushforth. “Pensé que el asesinato y el proceso de Dorothy tendría más influencia de la que tiene, pero esto sigue siendo un problema enorme”.
¿Cambio lento?
Aunque el panorama para los ambientalistas sigue siendo poco prometedor, una visibilidad aumentada y nuevas estrategias legales podrían acabar por cambiar las cosas.
El año pasado los Q’echi’, un grupo de mayas indígenas de El Estor, en Guatemala, presentaron en Canadá tres casos civiles en los que se alega abusos a los derechos humanos que involucran la mina canadiense Fenix Nickel. Mientras que los casos de intentos similares en Guatemala han visto poco éxito, los pleitos por la negligencia canadiense lograron cierto progreso. En 2013, un juez de la Corte Superior de Ontario declaró que el propietario original de la mina, HudBay Minerals Inc., podría ser responsabilizado legalmente por las acciones del personal de seguridad de la mina, el cual presuntamente disparó y mató a un protestante e inmovilizó a un espectador durante una protesta pacífica, y quien también presuntamente a violó diez mujeres durante un desalojo forzado. En total, las víctimas exigen 55 millones de dólares por la reparación de daños, pero es más significativo el precedente legal de llevar el caso al país originario de la compañía y la visibilidad que el caso ha atraído a la cuestión del asesinato de ambientalistas.
“Lo positivo es que lentamente la cuestión está volviéndose más y más reconocida”, dijo Kyte. “El pequeñísimo resquicio que queda cuando alguien conocido es asesinado, es la rabia internacional”.
El reciente asesinato de Cáceres, en particular, ha atraído gran atención mediática, haciendo emerger protestas tanto en Honduras como en el extranjero. Organizaciones internacionales de derechos humanos y activistas en Honduras ahora están presionando al gobierno para que permita una investigación independiente del asesinato.
Aunque la presión desde el exterior puede ayudar a garantizar una investigación internacional exhaustiva en el caso de Cacéres, los defensores de los derechos humanos dicen que las propias leyes y acciones de los gobiernos latinoamericanos deben transformarse para asegurar un cambio perdurable.
“Hasta ahora el gobierno ve a esta gente como opositora al desarrollo”, dijo Kyte. “Lo que realmente necesitamos que ocurra es que estas personas sean tratadas como héroes”.
Fuente: mongabay.com - Traducido por Eddy del Carmen - IMagen: Un mural de la activista asesinada, Berta Cáceres, en Tegucigalpa, Honduras. Foto por disoniador vía Pixabay.