Todos somos “nación culebra”
Por Julio Carmona
Pablo Cingolani ha recorrido la selva boliviana, peruana y brasileña. Y se ha convertido en el defensor de su pureza. Su libro es una requisitoria a favor de sus fueros amenazados por una niebla de miseria. Pero más que un simple reclamo ecologista (que también lo tiene) su demanda –hecha con apasionada firmeza– es por el habitante de esa enmarañada hermosura, por el ser humano que sistemática y consuetudinariamente viene siendo diezmado en nombre de un progreso y una civilización devastadores, sin el menor resquicio de preservación de su ser mismo, de su cultura, de su poesía de su poder de creación.
Nación Culebra es la que nació contigo y sinmigo y es de trigo y de agua y de calor, como todo corazón que aprendió a latir sin tutores ni proselitismos. Esa que recorre los territorios más ásperos o ríspidos como asimismo los más insospechados de ternura y, sin embargo, tan henchidos de ella. Esa es la nación de la que se ha propuesto hablar Pablo Cingolani en el libro de ese título: Nación culebra. Nación de la que él mismo ya es parte. De la que ya no puede desarraigarse.
Desde que supe de la existencia de la selva (en la lejana cueva de la escuela) hasta que pude rozar los labios del Ucayali (muy levemente) se adueñó de mí la sensación de que un extraño hechizo la domeña. Y después de haber leído el libro de Pablo y de haber recibido su propia confesión de haber enraizado en Bolivia (por más de veinte años) y sin ánimo de volver a su natal Argentina, siento que estoy ante la confirmación de esa sospecha.
Pablo Cingolani ha recorrido la selva boliviana, peruana y brasileña. Y se ha convertido en el defensor de su pureza. Su libro es una requisitoria a favor de sus fueros amenazados por una niebla de miseria. Pero más que un simple reclamo ecologista (que también lo tiene) su demanda –hecha con apasionada firmeza– es por el habitante de esa enmarañada hermosura, por el ser humano que sistemática y consuetudinariamente viene siendo diezmado en nombre de un progreso y una civilización devastadores, sin el menor resquicio de preservación de su ser mismo, de su cultura, de su poesía de su poder de creación.
El libro de Pablo tiene fundamentos antropológicos, se ampara en argumentos sociopolíticos y hasta tiene el respaldo de una juridicidad milenaria, pero lo más importante es que reivindica con su propio andamiaje estilístico los valores de la palabra indígena, aboga por su derecho a ser escuchada ella misma. Y se sienten –como en los coros de la tragedia griega– las voces ocultas, pero vivas o echadas a vivir por el propio poder creador de Pablo.
En ese orden de ideas me sentí estremecido por las referencias que hace a nuestro poeta eterno, Javier Heraud, quien ya también se haya integrado a la “nación culebra”, y aparte de proporcionar algunos datos previos a su inmolación (testimonios de su paso por Bolivia) y de narrar el hecho desgarrador de la misma, nos da esta sentida reflexión:
“Los victimarios se solazaron con la victoria: los guerrilleros apátridas, los delincuentes comunistas, los criminales subversivos terminaban así: cocidos en odio y balazos. No sabían que habían matado a un poeta. No sabían que Guillén y Neruda llorarían por él. No sabían quién era Guillén ni tampoco quien era Neruda y menos que el muerto era Javier Heraud, el más estremecedor de todas las voces de la selva desde afuera de la selva, pero que hizo de la selva, no sólo su tema, sino también su tumba. Ino Moxo, ese día, estaba distraído, pero igual lloró por él. Yo lo siento… yo lo sé.”
Y se puede agregar: los victimarios no sabían que Javier Heraud entraba al templo de la vida y que ellos entraban al cementerio del olvido. Por eso, Pablo nos aporta la versión de su sobrevivencia en el revolucionario “Comando Javier Heraud” que hizo volar un puente que unía la carretera bioceánica sobre el río Madre de Dios, y que iba a ser inaugurado con bombos y platillos, con la presencia de los presidentes de Brasil (Lula) y Perú (Alan), el de Bolivia (Evo) se enteró de la voladura, antes de ir, y desistió de hacerlo. Ese puente significaba un avance infausto de la depredación amazónica. Dice Pablo: “El puente de marras, tiene el afán de concretar la unión, a través de carreteras, de los dos océanos del hemisferio occidental, a través de la selva. Ya lo dije: es el principio del fin para la Amazonía y el punto culminante del genocidio aborigen. Pero, sucede –¡mi corazón me anda pidiendo una victoria!– que los ingenieros de la empresa constructora de la obra fracasaron en sus cálculos, y el río, el río donde lo asesinaron al poeta, se anda defendiendo.” Es decir, que la voladura del puente fue la justicia fáctica de los habitantes de la nación culebra; pero antes se había dado la expresión de la “justicia poética”, pues la obra de ingeniería misma tenía fallas estructurales. Y los autores de esa empresa de exterminio se quedaron con los crespos hechos.
Debo confesar que, al menos, yo no conocía de esa acción reivindicativa del “Comando Javier Heraud”, tal vez porque en Perú los medios de desinformación ocultaron el hecho. Pero el libro de Pablo Cingolani sí lo hace porque es fuente de información de ese mundo oculto y bello que la cultura oficial nos presenta sólo como tema de tarjeta postal, como frívolo medio de publicidad turística. Y “Nación Culebra” se convierte en una incitación a desnacionalizarse de la nación oficial, y a adoptar su nacionalidad de hombres libres para unirnos a la lucha de preservar su libertad.
Julio Carmona - Poeta peruano.