Espejos sin cuerpo


La Calle del Medio

En una ocasión Jorge Luis Borges escribió -más o menos- que odiaba los espejos porque, como el coito, multiplican el número de los cuerpos. Borges escribió en realidad, en buen misántropo, que multiplican el número “de los hombres”, pero creo que está justificado identificar aquí ambos términos. Digamos, en efecto, que sólo los humanos tienen “cuerpo” porque sólo ellos han inventado toda una serie de procedimientos, intracorporales, intercorporales y extracorporales, para huir de sí mismos. Extracorporales, por ejemplo, son todas esas prótesis tecnológicas que prolongan nuestro cuerpo en el exterior: desde la bicicleta, con la que huimos muy despacio, a los aviones, que en cualquier caso nos llevan dentro, y por supuesto los ordenadores y sus redes de araña, por las que circulamos a velocidad creciente y respecto de las cuales nuestro cuerpo aparece como un simple residuo -el diminuto alfiler que sujeta la armadura.
Entre los procedimientos intercorporales es muy evidente el lenguaje, “lugar común” del que somos un producto y con el cual producimos nuevos malentendidos. La peculiaridad de las palabras es que están dentro y fuera de nosotros: hablamos en la intimidad la lengua de otros, de nuestros padres, de nuestros vecinos, de nuestros enemigos. Ni en silencio podemos escapar a esta forma de escapar: nacemos en el vientre materno, pero también, o sobre todo, en la lengua materna, y cuando aprendemos a nombrarnos a nosotros mismos y a nombrar las partes del cuerpo (boca, pene, vagina, ano, pero también sencillamente mano) tomamos conciencia de que nuestro cuerpo es una frase mal pronunciada y de que sólo podemos huir de él haciendo frases sin parar. El lenguaje, que nos permite hacer listas, nos permite también columbrar sus falsos huecos: algo así como espejismos verbales a los que nos acercamos indefinidamente acumulando verbos, sombras de cosas a las que nos aproximamos rodeándolas sin descanso: es lo que llamamos poesía.
Pero están también los medios intracorporales. Me refiero a todas esas operaciones clasificatorias cuyo territorio es el propio cuerpo. Pensemos en el nombre propio, que se nos impone desde fuera junto a la primera ropa y que es como un tatuaje inmaterial definitivo con el que nos solemos identificar orgullosamente. Pero pensemos también en los tatuajes mismos, en las escarificaciones, en las clavijas y platos labiales de algunos pueblos llamados “primitivos”, tan primitivos en realidad, y en el mismo sentido, como nuestros piercing, nuestro lifting y nuestras blefaropastias en quirófano esterilizado. Pensemos asimismo, por último, en todas esos ritos y ceremonias -de la oración a la danza- que tienen como centro y medio de expresión el moldeado del propio cuerpo: cambiarlo de postura, retorcerlo, pintarlo, someterlo, travestirlo.
Por todos estos motivos, los otros animales, los que no tienen medios para huir de sí mismos, que ni hablan ni se tatúan ni fabrican aviones, no tienen cuerpo. Las cucarachas tienen carne, pero no cuerpo; todas las abejas juntas forman un cuerpo que llamamos panal, pero cada abeja individual no tiene cuerpo. Los perros y los gatos, por su parte, han adquirido uno borroso en la periferia de la cultura humana, razón por la cual es tan difícil -salvo en caso de guerra o hambruna- comérselos. Comemos carne, no cuerpos, y contraer un cuerpo, como se dice de una enfermedad o del matrimonio, nos salva sobre todo del hambre de nuestros semejantes. El canibalismo -como el racismo o el machismo- consiste precisamente en tratar un cuerpo como si fuese carne.
Los espejos sirven para reflejar el cuerpo pero también para construirlo; es decir, para trabajar sobre él. De hecho, y si hacemos caso a Jacques Lacan, el cuerpo humano como sujeto consciente de su individualidad es el resultado del reconocimiento de la propia imagen en el espejo a partir del primera año de vida del niño. Antes, por así decirlo, el bebé es un atadillo de miembros dispersos e incluso hostiles. Pero esto quiere decir que la visión que el ser humano tiene de sí mismo, en términos individuales y colectivos, es inseparable de la multiplicación histórica, no de los hombres, no, sino de los espejos. Los espejos de metal bruñido ya los utilizaron egipcios, griegos y romanos, pero sólo en los palacios y los templos. Durante la Edad Media casi desaparecieron del mundo y sólo a partir del siglo XIII, cuando se inventan los de vidrio y cristal de roca, vuelven a las casas de las clases altas, las cuales se contemplaban y reconocían mucho más, en cualquier caso, en los retratos al óleo que presidían, solemnes e inmutables, sus salones. Sólo la segunda mitad del siglo XX generaliza en los baños y dormitorios de las clases medias el uso individual de los espejos, en los que estamos habituados, como a algo ya natural, a vernos envejecer paulatinamente.
Pero los verdaderos espejos no son ya los muebles fijos a los que damos ese nombre. La invención de la fotografía no sólo ha democratizado la práctica aristocrática del retrato sino que ahora, a través de las tecnologías digitales, ha separado el retrato del cuerpo para usurpar de algún modo su lugar. Nuestro verdadero espejo es hoy nuestro teléfono móvil y nuestro verdadero cuerpo la imagen en él reflejada, matriz de reproducción mucho más poderosa que el coito, pues no se limita a duplicar los seres humanos sino que los multiplica al infinito. En todo caso, esta evolución de la carne al cuerpo y ahora a la imagen separada y manipulable determina la descentralización de nuestra identidad individual, que mantiene con nuestro cuerpo una relación casi aleatoria y desde luego desgraciada: es el estorbo, el desecho, el resto doloroso que nos impide volar. Es mucho más pequeño ya -y no sólo en el caso de las estrellas de cine o del balón- el número de personas que ven nuestro cuerpo real que el número de los que ven nuestra imagen en la red o en las pantallas de su teléfonos y ordenadores. Es verdad que seguimos maquillándonos, peinándonos y operándonos los párpados porque aún compartimos espacios físicos (el bar, el trabajo o el supermercado) y porque nuestro cuerpo sigue siendo la condición frágil y remota -papel o barro- de nuestras imágenes, pero son éstas las que se han convertido en objeto de nuestras más cuidadosas y refinadas manipulaciones. No nos maquillamos en el espejo; nos maquillamos para el espejo; y maquillamos, sobre todo, el espejo mismo. El “selfi” -retrato digital narcisista- es el territorio de nuestro trabajo identitario, como lo demuestra el hecho de que, según una noticia reciente, “está alimentando el resurgir de la cirugía estética y los retoques faciales”. El selfi es nuestro rostro original, el cuerpo verdadero del que nuestro cuerpo real -como el retrato de Dorian Gray- es sólo un pésimo, corrupto y fraudulento retrato. Podemos decir, en definitiva, que, así como el vampiro no se refleja en el espejo, hoy nuestra imagen en el espejo, trabajada con photoshop, no se refleja en el mundo.
Antaño los espejos sólo contenían algo cuando un cuerpo pasaba junto a ellos; el resto del tiempo estaban inquietantemente vacíos. Hoy los espejos siempre llenos encaran un universo intermitente. Los espejos, sí, están a punto de liberarse del mundo. 
Dan siempre un poco de miedo esos reclamos publicitarios en movimiento que, en los aeropuertos, ofrecen la imagen de una mujer semidesnuda, siempre joven, siempre hermosa, que mira fijamente al paseante mientras repite una y otra vez el mismo gesto de ofrecer un perfume entre los dedos. 
Llegará un día que enfrente de ella no habrá nada -ni humanos ni edificios ni montañas- y ella seguirá eternamente viva, atrapada en el espejo, extendiendo su mano hacia el vacío.
Imagen: latrola.net 

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