Crónica sobre cómo perdimos la oscuridad

Nuestra sociedad moderna ha perdido la oscuridad. Bombillas, luces y pantallas invaden nuestras noches hasta hacernos olvidar la sensación de oscuridad completa. La contaminación lumínica es una tendencia real pero poco conocida, que puede provocar problemas de salud y trastornos medioambientales.

Marcos Pereda


Aquí los atardeceres son de color azul. Un azul eléctrico, casi añil, casi mar que se pierde al fondo. Marcando, brochazos de furia, la distancia entre cielo y bosque. Hay, a veces, manchitas blancas o grises, manchitas moviéndose muy lentas. O, si sopla viento sur, le cuelgan al horizonte todos los tonos del morado, de los naranjas, del color rosa. Y, entonces, parece que el cielo ardiese.
Hasta la noche.

La noche. Oscuridad y negrura.
O no. Porque todo eso lo perdimos, enterrado bajo arrobas de luces, de leds, de pilotitos tintineando colores que ni siquiera sabes decir cuáles son. Perdimos la oscuridad, el firmamento, perdimos estrellas, sonidos y aires.
Perdimos.
Leo el (muy evocador) Oda a la oscuridad, escrito por Sigri Sandberg y recién editado por Capitán Swing. Allí se habla de noches polares, de negruras inmensas. Se habla de cómo aquello afectaba a hombres y mujeres, cómo los habitantes de Rjukan, en Noruega, construyeron un funicular que subía hasta la cima de cierta montaña para poder ver luz y cielo en los días navideños. Cómo, ahora, tienen farolas, brillo por todos lados, espejos que reflejan rayos del Sol para iluminar el centro del pueblo.
Ellos también perdieron, sí.
Cuento... Uno, dos, tres, cuatro... treinta, sí, treinta pasitos. Treinta pasitos de una farola a otra. La luz es blanca. Pienso en luces anaranjadas, las luces de cuando yo era mozo. Le daban a la noche un aire feérico, de madrugada volviendo a tu calle, manos en bolsillos y la cabeza a medio embotar.
Para que se hagan ustedes idea... yo vivo en un pueblo. A ver, no es el medio rural, porque tengo ciudades a quince minutos... pero es un pueblo. A los de allí nos llaman mosquinos, y somos unos tres mil. Justo frente a mi ventana hay ocho luces, ocho luces que forman círculos bien gruesos de claridad pálida. Más allá, hileras de guiños chiquitucos. Chalets. Al fondo, la mar, con sus teas que suben y caen...
Así que... noche cerrada. Solo que aquí no hay noches cerradas. Subo la cabeza. Está Venus, que es brillante y blanco como la nieve recién caída. Está, más allá, Marte, con ese tono de tierra donde plantar patatas, con el aire apagado que tienen todos los cuentos. Miro.
No hay nada más en el cielo.
Llamo a Neila Campos, presidenta de la Agrupación Astronómica Cántabra. Qué mejor para tratar de la noche, pienso, de la oscuridad. "En astronomía hablamos de cielo oscuro", dice. "Cuando nos asomamos a una noche estrellada, contemplamos los planetas, las constelaciones, a simple vista. Ocurre que la contaminación lumínica se come un noventa por ciento de lo que podemos ver allí. En un cielo oscuro encontramos unas tres mil estrellas, planetas, nebulosas, galaxias... todo eso sin necesidad de telescopio. Cuando existe esa contaminación lumínica perdemos el noventa y nueve por ciento de las estrellas y el cien por cien de los objetos débiles".
Camino en dirección a una montaña que tengo cerca de mi hogar. Sigue habiendo farolas, monstruos altos y delgados que parecen jirafas steampunk. Emiten una luz fuerte, decidida. No luz de amantes, sino luz de opositor.
Uno, dos, tres... treinta pasos, farola. Uno, dos, tres... treinta pasos, farola. Hay tantas que ni siquiera crean esa imagen poética, pura evocación, de círculos iluminados entre tinieblas. No. Aquí todo se ve, todo está al alcance de cualquier mirar. Vendrá, luego, lo otro.
Hay mas candelas, no vayan a pensarse. A veces pasan automóviles, y los automóviles son (a estas horas, en este sitio) faros de tintura azulada que se acercan, faros de recuerdos carmesís que se alejan. Me cruzo, también, con dos personas. Jóvenes, casi adolescentes. Ellos bajan, yo subo. Llevan el rostro iluminado con los reflejos espectrales del móvil. Podrían ponerse a contar historias de terror ahora mismo.
Me pregunto qué pensarán de mí, el tipo raro que camina y apunta cosas en una libreta.
"La luz tiene una tremenda incidencia en nuestra salud, porque nuestro organismo funciona con relojes biológicos que están controlados por la luz natural", dice Emilio J. Sánchez Barceló. Emilio es autor de un libro de título tan maravilloso como Hicimos la luz... y perdimos la noche (Editorial de la Universidad de Cantabria). Era médico, especializado en el estudio de la melatonina. Me cuenta que, una vez jubilado se cruzó en algunas charlas con personas preocupadas por el problema de la contaminación lumínica, y empezó a investigar.
No solo habla de la luz exterior. No, también en nuestros hogares. "Tenemos una luz de muy alta intensidad. Y se da un fenómeno curioso... Tenemos más luz por la noche, pero menos luz por la mañana, porque en espacios de trabajo, como oficinas, se opta por la luz artificial y se ponen persianas para tapar la luz solar. Usamos la que es menos beneficiosa".
Y concluye. "La luz de los móviles y los ordenadores es buena para mantenerte alerta, pero muy mala para conciliar el sueño".
Vamos, que todo, incluso las luces, está pensado para que trabajes...
Un poco más arriba se abandona el asfalto fino y empiezas a meterte por caminos, por pistas, por carrejos y camberas. Hay, justo allí, un pequeño mirador, uno que se abre sobre la llanura de Santander. Me asomo. La ciudad tiene encima una boina blanca que parece niebla fantasmal, que se mueve como el humo que sale de un río en alboreo. Niebla que mira y esconde. Justo a su izquierda está la Luna. Es Luna de sangre, casi llena, con solo un mordisco (un mordisco pequeño, un mordisco casi inapreciable) rompiendo corona. Como si hubiese atacado un cachorro juguetón. La Luna es enorme, de color rojizo, y está tan baja que no pude verla antes. Dicen que con Luna de sangre todos nos ponemos nerviosos, se cometen más crímenes.
Miro al bosque. Parece oscuro.
Alrededor de Santander... luces. Luces de mil colores. Hay luces pálidas, luces verdes, luces amarillas, azules o naranjas... hay luces moradas, luces rojas que se mueven y se cruzan con más luces rojas, luces que parpadean, luces que brillan mucho y luego dejan de hacerlo, luces por el aire de aviones, luces en lo alto de las montañas, luces que dibujan dameros urbanizados y fábricas trabajando en la noche. Luces, luces. Es como un prado lleno de luciérnagas, solo que yo, hoy, no he visto ninguna luciérnaga. Hace mucho, de hecho, que no veo ninguna luciérnaga. Cuando era niño formaban parte del paisaje, de la noche. Ahora no. Manuel Rivas, por ejemplo, lo recuerda siempre.
Que ya no hay luciérnagas, aunque todo lo que titila allí abajo parezcan gusanos de luz.
La luz artificial es algo muy moderno. Sí, había hogueras, y luego lámparas de aceite, y más tarde candiles con grasa de pescado, y antorchas, y hasta petróleo en pequeños recipientes albergando genios. Vale. Pero eso fue todo, y ese todo era nada. Las primeras bombillas incandescentes no llegan hasta hace unos ciento setenta años, y la luz eléctrica fue extendiéndose poco a poco a lo largo de calles, palacios y hospitales. A las casas, a nuestro día a día, arribaron a mediados del siglo XX.
Dicen que cuando se inventó la bombilla nuestro sueño diario se redujo una hora y media. Esto alteró por completo los ritmos circadianos, esos relojes biológicos de los que me hablaba Emilio. Todas nuestras constantes son variables, y dependen de la luz. Que la presión arterial aumente por la mañana, que el corazón lata más rápido, que aumente la frecuencia cardiaca... Todo está programado por nuestro reloj biológico. Un reloj que, evidentemente, "es solar, porque desde que aparecimos en nuestro planeta hasta hace cuatro días toda la fuente de iluminación ha sido solar. Había otras cosas, pero sin la suficiente intensidad como para alterar nuestro reloj biológico. Todo esto cambia con la invención de la bombilla eléctrica. Es algo tan moderno que esta desaparición de la oscuridad resulta un fenómeno cuyas consecuencias aun desconocemos. Quizá en unos años sepamos más".
En su libro, con todo, señala indicios fundados sobre cosas feísimas. Que el exceso de luz engorda, por ejemplo. O que contribuye como causa en pacientes depresivos. Que altera la tensión arterial. Que acelera el envejecimiento. Que puede, incluso ("aceptaremos que todos estos datos merecen, al menos, ser tenidos en consideración", según sus propias palabras) tener relación con desarrollar ciertos tipos de cáncer.
Cuando entras en el camino, cuando abandonas postes con bombillas y autos deslumbrando, se ven más estrellas. Allí. Cientos. No la Vía Láctea, claro, nunca ves la Vía Láctea, no aquí, pero hay más estrellas.
Caminas despacio, pisando hojas secas que crujen bajo los pies, olor a ramas caídas, a eucaliptus. Distingo el contorno de los árboles a mi alrededor. Porque aun hay luz, aun queda luz. Luz hay siempre. El vecindario, cerquita. La ciudad, más lejos. También casas sueltas aquí y allá con ojos brillantes que parecen mirar. En lengua pantoja (la lengua de los canteros en esta tierra, un habla gremial que reúne más de ochocientos términos) a los ojos se les dice llampos, y a las luces lucerna. Lucerna giche, luz pequeña, es como referían las ventanas.
Desde donde estoy se ven un montón de lucernas giches...
Hay, también, sonidos. El rutar insolente de motos que se alejan, un campanario anunciando las horas. Ladridos... primero uno, luego el responder, más tarde coros. Un grillo despistado. Y aleteos, muchos aleteos. Creo ver una nuétiga allí, entre ramas, su cara de mito, sus fábulas a cuestas. Igual fue mi imaginación. En la oscuridad imaginas cosas.
La palabra es acluofobia. Miedo a la oscuridad. Sandberg recoge las palabras del psicólogo Asle Hoffart. "Se pierde la perspectiva que tenemos cuando hay luz, y las personas que sufren esta fobia sienten que pierden el control y se sienten vulnerables. Cuando además imaginamos las cosas peligrosas que pueden ocurrir, el miedo aumenta".
Es algo, también, que puede adquirirse, aunque sea de forma involuntaria. Cuando mi madre era niña, en un pequeño pueblo montañés, no tenían nada para iluminarse en la noche. No hay luz eléctrica, olvida los candiles, no son necesarios. Casas sin baño, seguro que imaginan. Nunca tuvo miedo a salir de madrugada, aunque ahullasen cerca los lobos. Después ya sí. Después, cuando se fue a un piso, cuando hubo interruptor, cuando nunca era noche del todo.
Después ya sí.
Pregunto a Neila cómo ha ido evolucionando el conocimiento sobre la contaminación lumínica. "Poco a poco. Con el boom urbanístico se disparó, claro. A principios del siglo XXI comenzaron a hacerse distintas legislaciones al respecto... primero ordenanzas municipales concretas, más tarde normativa autonómica e incluso estatal. El problema es que esto solo previene que la luz vaya hacia arriba, pero el suelo también refleja. Hay prohibición, por ejemplo, de aquellas farolas de esfera que teníamos antes y eran muy poco útiles, porque apenas iluminaban el cielo, solo mandaban luz al piso. Pero en términos absolutos esta contaminación sigue aumentando, porque la luz crece más rápido de lo que se puede controlar". ¿Y alguna posibilidad de revertirlo? "Pues es complicado, muy complicado. Con las nuevas luces led, por ejemplo, necesitaríamos muchos menos focos en las calles, pero al existir la infraestructura se mantiene el número, aumentando así el total de luz. A todo eso suma que las administraciones no suelen controlar demasiado el cumplimiento de estas normativas".
El color es igualmente importante. Emilio explica que en la retina tenemos unos fotopigmentos que se activan cuando notan llegar la luz, mandan la señal al cerebro... y tú ves. Es así como vemos. Pero la retina alberga otros fotopigmentos distintos, unos que responden particularmente al color azul, y que no mandan "imágenes" al cerebro, sino que se comunican con nuestro reloj biológico. Por eso los tonos azulados nos "activan" más. Por eso, también, la luz blanca que hay en muchas ciudades es, dice, "una salvajada, tiene un componente azul tremendo. Y eso no es bueno para la salud, ni para la biología".
En la oscuridad todo tiene formas distintas. El rumiar de vacas, por ejemplo, que susurra aires antiguos. Olores de prado y hierba asilándose. El chasqueo del pastor (tap, tap, tap) que cerca la finca, avisando para que no te salgas de vereda. Hay también, farolas adheridas a paredes muy blancas, paredes casi caídas, paredes que parecen losas de un cementerio. O esa bombilla a medio fundir, que apenas alumbra, justo sobre una torreta de alta tensión que, luces y sombras, se disfraza de robot cansado. Allí revolotean insectos atraídos por el albor, como si fuesen confetis en una fiesta.
A veces, por entre ramajes, asoman vistas. Peña Cabarga a lo lejos, con sus luces en cumbre como si fuesen coronas, como un roscón de reyes dispuesto para comer. O la contaminación lumínica de Santander trepando por la montaña, ascendiendo en pequeñas columnas como zarcillos naranjas que brotan en primavera. Es curiosa, esta imagen, nunca había reparado en ello. La luz que quiere escapar del asfalto y colarse hasta lo verde...
Quedan muy pocos lugares del mundo que no estén contaminados por la luz artificial, y lo que llamamos contaminación lumínica ha aumentado considerablemente en las dos últimas décadas.
En la actualidad el sesenta por ciento de los europeos y más del ochenta por ciento de los norteamericanos, apunta Sandberg, viven en sitios donde no se ve la Vía Láctea.
Hoy en día los peregrinos tienen que usar GPS, porque ese espectáculo permanece (casi) vedado en (casi) todos los lugares.
Asoman a lo lejos seis esferas de luz. Muy juntas, grandes, destellando en mitad de la noche. Agresivas. Marcan lindero a un chalet de esos todo horizontalidad, hormigón, materiales extraños para esta tierra. Después de un ratito caminando entre sombras, esos leds me hacen daño en los ojos. Así que giro por un carrejo pequeñuco, recubierto con barro y boñigas, para darle la espalda a esa invasión tan ofensiva.
Aquí el camino es solo senda, y tiene bardas que casi te acarician los pies. Bardas con formas particulares, entre lo visto y lo imaginado. Esa parece un perro, aquella cabeza de hombre, hay libros abiertos, animales furiosos, seres a medio construir. Hay, también, corvatos que graznan, despistados, y un aire más fresco en las mejillas. Se nota más fácil, por la oscuridad, cuando entras en cañón de viento...
Una vaca vigila a medio esconder tras los muros de lo que sería establo hace demasiadas lunas. Me acerco. Tiene pelo color crema, un poco largo, rizado sobre la cabecita. Simpatiquísima, ya saben. Ella se asusta un poco, da tres pasos atrás, se convierte solo en formas esbozadas y dos pupilas brillando bajo la luna. Ya no me parece tan chistosa.
Esto es como caminar en una esfera oscura, pero rodeado de pilotitos encendidos...
La organización que preside Neila utiliza un observatorio astronómico que está en La Lora, justo al extremo sur de Cantabria. Lo llevaron allí por razones de altura, de lejanía respecto a la mar y sus nieblas. También, claro, por tener poca contaminación lumínica. La Lora está a cincuenta kilómetros en línea recta de Burgos, setenta y siete hasta Santander. Desde allí, me dice, ves un globo de brillo en el horizonte a norte y sur. Las dos ciudades. Pero es que, continúa, detrás del primero atisbas otro, más alejado, más amplio. Es Madrid. Hay doscientos cincuenta kilómetros hasta la Puerta del Sol, pero todas esas lucecitas se distinguen, a simple mirar, desde el Páramo de Lora.
Me queda bajar hasta casi la mar. Por la costa hay también luces. De casas, de urbanizaciones, farolas que acarician una línea de acantilados y dejan pincelados los urros de ahí enfrente. Allí (helechal que se aferra) suenan piares distintos, quizá para imponerse por encima del océano, que ruge con ganas. A mis pies queda una media concha de espuma nívea y olas que mueren despacio. Rielan lunas, como dijo Espronceda, pero no faltan reflejos del farol, barcos a lo lejos. Hay seis... no, siete. Solo veo el guiñar de sus candelas subiendo y bajando al ritmito del Cantábrico. Doradas, lubinas, también caballas o julias.
Paso junto a un cartel que pone "Próxima construcción de chalets individuales". Está lleno de herrumbre, invadido por la maleza. A sus pies descansa, inerte, un foco. Cristales quebrados, sin bombilla. Antaño fue. Incluso aquí era necesario... A la izquierda está el esqueleto de una higuera, una higuera enorme. Ramas desnudas, apenas diez o doce hojas de color marrón otoño. Huele a dulzor, a mermelada.
Las higueras, hasta las higueras sin higos, siempre huelen así.
Me imagino que habrás estado en momentos de oscuridad total, comento con Neila. Por todo el asunto de la astronomía, claro. Entonces... en aquel instante... ¿qué se siente? Ella piensa. Habla.
"A veces nos tumbamos, solo nos tumbamos a mirar el cielo, sin telescopio ni nada. Y te da una sensación... ese cielo estrellado... como si formases parte del universo, casi no distingues el cielo de la tierra. Tomas consciencia de estar ahí... una consciencia que nuestro día, toda la luz que tenemos, no permite".
Y concluye.
"Alguien dijo una vez que la oscuridad es como el silencio... Favorece pensar".
Estoy casi en la playa. Desde arriba me iluminan luces de las casas, de las farolas. Al frente, barcos. Pongo manos sobre mi sien, así, fijando mirada, y muevo lentamente la cabeza. Poco a poco, es difícil... ya está. Lo logré.
Allí está la mar.
Sin luces artificiales.

Fuente: https://www.publico.es/sociedad/cronica-perdimos-oscuridad.html#analytics-seccion:listado - Imagen de portada: Noche estrellada. — Felix Mittermeier / PEXELS

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