Argentina: Infancia deforestada en el Chaco salteño
Les talaron los bosques, los dejaron sin su alimento y su remedio para el espíritu y el cuerpo, les saquearon la tierra para pooles de siembra, les extinguieron los animales que cazaban, les mataron las hierbas y los frutos que recogían. Los niños se apagan en el Chaco salteño. En estos días, los incendios en Orán se llevaron 56.000 hectáreas forestales salteñas. Dos médicas fueron condenadas por la muerte de un bebé de un año en 2018 (su madre lo había llevado siete veces a la consulta hospitalaria). Una mujer wichí denunció la violación de su niña de 17 años en manos de un legislador. Una chiquita originaria de 12 años apareció en un camino golpeada y abusada. Mientras el gobierno de Salta mantiene una emergencia sociosanitaria testimonial desde 2020, por muertes sistemáticas de niños originarios por desnutrición y deshidratación.
Por Silvana Melo
Las muertes estivales en cadena de niñas y niños wichí tienen décadas en el Chaco salteño. Recién en 2020, el gobierno de Salta declaró la emergencia en los departamentos más castigados: Orán, General San Martín y Rivadavia. Hace poco más de dos meses, la Defensoría de Niños, Niñas y Adolescentes de la Nación terminó un segundo informe sobre la infancia originaria salteña que ahora derivará a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Las comunidades originarias han sido desalojadas de su mundo. Se les cambiaron los ciclos climáticos, sufren terribles sequías e inundaciones fatales, beben agua envenenada en bidones de agrotóxicos o del Pilcomayo, que trae metales pesados. Les talaron los bosques, los dejaron sin su alimento y su remedio para el espíritu y el cuerpo, les saquearon la tierra para pooles de siembra, les extinguieron los animales que cazaban, les mataron las hierbas y los frutos que recogían. Después, les repartieron polenta y arroz, los mandaron a hospitales que no los comprenden a 40 kilómetros y los obligaron a depender de un Estado discriminante, que siempre los ignoró y ahora los vuelve clientes compulsivos.
La emergencia sociosanitaria del gobierno de Gustavo Sáenz, subsidiario de Juan Manuel Urtubey –los gobernantes suelen ser criollos ricos que viven en otros estamentos sociales muy lejanos- puede atender la coyuntura, aunque ni siquiera lo hace eficazmente. Pero nunca cambiar de cuajo una realidad sin retorno: haber dejado desnudos y a la vista de un mundo hostil a pueblos como el wichí, que no se considera dueño sino parte constitutiva de los bosques que le talaron.
Los pueblos desplazados por la apropiación territorial de la agricultura extensiva –que empuja fronteras hasta la nada- y la industria extractiva, perdieron en el camino la esencia de su trayecto de vida. Que nunca necesitó socorros estatales para comer ni para beber ni para sostener una salud física básica. El impacto social y cultural no sólo se apropia de los bienes de la naturaleza –que los incluyen como seres de la tierra- sino también de su cosmovisión, en la que es imprescindible el transcurso vital en los montes, en su tierra virgen, en los márgenes de su río.
Dice el informe de la Defensoría que para 2010 –fecha del último censo con cifras conocidas- la población salteña superaba los 1.202.000 habitantes. San Martin, Rivadavia y Orán, donde habitan al menos 359 comunidades de pueblos indígenas, totalizaban 260.000. Salta tenía una población de menores de 20 años de cerca de 530 mil, un 40% del total. Los niños de entre 0 y 14 años llegaban a 400.000.
La población indígena bordeaba en 2010 los 80.000. Un 7% del total. Casi la mitad tienen menos de 20 años. Tanto la pobreza como la desnutrición y la mortalidad infantil (38,1 ‰ mientras que en el resto de la población fue de 14,5 ‰) son mucho más altas entre los originarios que entre quienes no lo son.
“La incorporación de tierras agrícolas en detrimento del bosque nativo alcanzó cifras muy elevadas durante la última década del siglo XX y la primera del siglo XXI (20,13% de su superficie transformada)”, anota el informe de la Defensoría. Y define: “En épocas de sequía los bosques amortiguan sus efectos al funcionar como reguladores de cuencas hídricas, ayudando a la retención e infiltración del agua en el suelo y las napas freáticas”. Los tres departamentos de la emergencia, los que concentran la tasa más alta de deforestación –y por ende el desmembramiento físico y cultural de los pueblos- totalizan unos 117 mil niños y niñas de 0 a 14 años. Todos ellos bajo “diez mapas de riesgo superpuestos” según Unicef: “contaminación por agroquímicos, sequía, contaminación industrial, olas de calor, actividad petrolera, deforestación, saneamiento básico insuficiente, chagas, inundación y dengue”.
Los niños se mueren de malnutrición, desnutrición, deshidratación. Todas enfermedades evitables, tributarias de la pobreza. Tienen bajo peso –sus mamás también-, riesgo nutricional y baja talla. La “grave vulnerabilidad” en cuanto a alimentación, agua segura, acceso a servicios de salud, los coloca en la línea de riesgo de vida ante cualquier enfermedad que padezcan.
Los procesos de desmonte para la industria extractiva cuenta con el apoyo –complicidad- del poder político que suele compartir intereses económicos y productivos. Reñidos brutalmente con los intereses de los menos beneficiados sistémicos.
El 85% de las lluvias caen, todas a la vez, durante el verano. El año, después del ensañamiento económico con la naturaleza, vive períodos de emergencia por extensas sequías y otros terribles por crecidas e inundaciones. La deforestación masiva y el avance de la agricultura y la ganadería han mutado las condiciones del suelo. Dice el INTA: “no se inunda sólo porque llueve sino porque la calidad del suelo ha empeorado”. La tierra no absorbe la lluvia, sino que el agua se desliza por ella como si fuera de cemento.
La ausencia de agua buena es uno de los peores males para los pueblos originarios. No hay agua en cantidad ni en calidad. Hay arsénico y alta salinidad. Durante los ocho meses de extensa sequía no hay siquiera agua de pozos caseros. Ninguna comunidad tiene acceso a agua apta para consumir. No hay cómo almacenarla y termina guardándose en bidones abandonados, con restos de agrotóxicos. El agua que hay es acaparada por la agricultura y la ganadería. El Pilcomayo suele bajar con metales pesados y arsénico. Se espera –o se des espera- el agua de las lluvias para cosecharla y guardarla. Siempre y cuando no arrase con lo poco que implica su mundo despojado.
En estos días los incendios en Orán se llevaron 56.000 hectáreas forestales. Dos médicas fueron condenados por la muerte de un bebé de un año en 2018. Una mujer wichí denunció la violación de su niña de 17 años en manos de un legislador. Una chiquita originaria de doce años apareció en un camino golpeada y abusada.
Todo en diez días salteños, cuando la vida de las infancias vale tan poco.
Y la de los pueblos preexistentes, su rebeldía serena y sus espíritus intransferibles, depende de un hilito de agua. Y de una línea de fuego.
Fuente: Agencia Pelota de Trapo - Fotos: Agencia Pelota de Trapo