A las armas

Cualquiera que ame la guerra es un idiota. No importa si tienen barba de pasdaran islámico o pelo largo y revuelto de libertario parisino, los peores prorrumpen en enunciados altisonantes con tal de excitar los ánimos excitables: Ukraine: aux armes européens!» (con la melodía de fondo de la Marsellesa) es el título de un artículo de Serge July publicado en el diario Libération a finales del pasado mes de febrero. Tras haber convencido a los ucranianos de que se dejen masacrar en nombre de los ideales del Occidente nazi-liberal, los fabricantes de armas y los periodistas nazi-liberal-sionistas se preparan para llevar a Europa por el camino que conduce a la guerra nuclear.

Franco Berardi (Bifo)

Serge July es un viejo maoísta arrepentido, totalmente consciente de que por una cuestión de edad a él no le tocará combatir, pero que aún así hace una llamada a las armas, porque forma parte de un grupo de sinvergüenzas que, desde finales de la década de 1970, cuando el maoísmo estaba ya pasado de moda, ha hecho todo lo posible para que la gente se mate entre sí en nombre de los ideales del mencionado grupo. Los últimos a quienes han convencido para que mueran por sus ideales son las decenas de miles de jóvenes ucranianos, quizá cien mil, quizá doscientos mil muertos, quién sabe.
Era todavía un chaval cuando leí El buen soldado Švejk de Jaroslav Hašek. La novela empieza con el atentado de Sarajevo de 1914. Švejk habla del atentado con el encargado de una taberna y, desde las primeras frases, te das cuenta de que Švejk es un poco tonto. ¿O se lo hace? Después de leer cuatrocientas páginas, la duda persiste. El buen soldado Švejk es llamado a filas a pesar de sus muchos achaques, convirtiéndose en subteniente y viajando con el ejército de los Habsburgo de revés en revés. En ningún momento de la historia, sin embargo, logramos comprender si es un ardiente patriota dispuesto a combatir por una causa incomprensible, pero sagrada, o si, por el contrario, se trata de un pacifista radical, que se hace el tonto para no tener que pagar el peaje. En cualquier caso, Švejk es la prueba viviente de un hecho: cualquiera que ame la guerra es un idiota. En ocasiones un idiota culpable, otras veces un idiota inocente como el pobre Švejk. El libro de Hašek es la cura definitiva para los fanáticos, esos a los que a veces se les llama héroes. Švejk es llamado a la guerra cuando está enfermo en su casa, algo que le sucede a menudo. Si Austria me necesita, significa que estamos mal de verdad, dice Švejk, pero en ningún momento se le pasa por la cabeza concluir que la guerra está, pues, perdida, que no vale la pena esforzarse, que no merece la pena fatigarse, sufrir o incluso morir por una causa perdida de antemano y que, por lo tanto, sería mejor no salir de la cama.
Nunca he sentido simpatía por los fanáticos. Durante los años en los que he participado en las acciones del movimiento autónomo italiano, ocupaba la universidad y escribía panfletos, que hablaban de salario, de horarios, de explotación y que apelaban a la unión en la lucha contra el patrón, siempre he intentado evitar las frases rotundas o las promesas de eterna fidelidad y de heroísmo. No luchábamos por ideales, luchábamos por intereses: los intereses de muchos contra los de pocos, los intereses de los obreros contra los de los patronos. Quienes incitan a la defensa de los ideales y de la nación siempre me han dado pena, aunque también un poco de miedo.
Cuando leo a Bernard-Henri Lévy, por ejemplo, o a cuando leo a Eduard Limonov (su gemelo contrario e igual) me vienen a la cabeza los versos de un poema escrito por Yeats en 1919:"La marea ofuscada de sangre se desata, y en todas partes.. Se ahoga la ceremonia de la inocencia;
Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores
 están ahítos de una apasionada intensidad" (La segunda venida)
¿Conocéis a Limonov?
Dice Yeats que a los mejores les falta convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada. No sé con certeza quiénes son los mejores, pero a los peores si los conozco: Limonov y Bernard-Henri Lévy son los peores, los más ignorantes, los más arrogantes, los más repugnantes. ¿Conocéis a Limonov? Emmanuel Carrère ha escrito una biografía novelada, que muestra un personaje complejo: hijo de la Unión Soviética, rockero en Estados Unidos durante la no wave musical, aventurero en los salones parisinos, poeta maldito, nacional-bolchevique, combatiente por la causa nacional rusa y también, por sintetizar todas las cualidades anteriores, un perfecto cretino. Limonov le echa en cara a la civilización el haber eliminado el heroísmo de su ética para sustituirlo por los derechos. La «filosofía» de Limonov es una reedición del superhombre nietzscheano, simplificado para lectores de tebeos infantiles en salsa estalinista.
El mito del héroe se halla en las raíces más profundas y robustas de la humanidad y está ligado a una de las pulsiones más nobles de nuestra especie, ya que reconoce el valor excepcional de un determinado tipo humano. En el pasado, la humanidad aceptaba que algunos hombres sobrepasaran a gran parte de sus semejantes por su fuerza física, su valor o su inteligencia […] la desigualdad de las facultades intelectuales y físicas en los niños puede observarse desde la escuela infantil. La educación obligatoria y gratuita, vendida durante siglos como panacea contra las desigualdades, no hace en realidad sino acentuarlas. [Un sanatorio disciplinado], 2002; Grande ospizio occidentale, Milán, 2023).
A Limonov le gustaría que la plebe desarrapada no tuviera acceso a la educación escolar: solo los héroes como él mismo deberían tener ese derecho. Respecto a cómo reconocer al héroe, es simple: desde la escuela infantil, los hombres superiores como Limonov muerden con fuerza a sus semejantes y destacan en la carrera de obstáculos. Gilipolleces, dirán. No tanto, visto que este pensamiento enfermo guía la economía liberal, esa que desmantela la educación y la sanidad públicas y todo lo demás para que los superhombres puedan destacar creando lucrativas empresas y poniendo a otros a trabajar para ellos por un salario de mierda.
Respecto a los derechos humanos, Limonov tiene una opinión muy concreta sobre el tema: «Los derechos del hombre son la carta de la cobardía de los Enfermos del Sanatorio», p. 47. Los héroes no necesitan esas cosas: no saben qué hacer con los derechos, puesto que lo que necesitan lo cogen con la fuerza de sus músculos, de las armas y de la anfetamina. En nombre de esos valores, el audaz Limonov exaltó el estalinismo y, en su vejez, tras haberlo criticado, acabó apasionándose por ese Putin que ensalza los valores del nacional-bolchevismo. «Por mucho que se haya aborrecido el periodo estalinista, fue y seguirá siendo el más fértil del Estado soviético. La gran época. Rusia ha conocido durante la misma una potencia sin precedentes».
La nueva filosofía de Bernard-Henri Lévy
Leyendo a Limonov se me viene a la cabeza su homologo occidental, el señor Bernard-Henri Lévy, combatiente de todas las causas en las que alguien tiene que morir para que él pueda vibrar de heroísmo literario. Habréis oído hablar de Bernard, porque desde la década de 1970 revolotea entre revistas de moda y partes de guerra gracias a su fama de nuevo filósofo.
A un periodista que, en una ocasión, le preguntó a Gilles Deleuze qué pensaba de los «nouveaux philosophes», este le respondió que no pensaba nada, porque de la nada no se puede pensar algo. Me permito disentir con Deleuze, con perdón. Resulta importante pensar el nihilismo, la violencia intelectual, porque con ese tipo de cosas, entre otras, se entreteje la tragedia contemporánea. Por ejemplo, ¿qué pensar de Bernard-Henri Lévy? Jamás se me ha pasado por la cabeza que se tratara de un filósofo. Sus libros no reflejan más que la superficialidad de un aficionado encantado de haberse conocido. Tampoco se puede decir que sea un periodista. Es un sádico. Un sádico voyeur al que le gusta observar el sufrimiento más atroz, que adora la aventura extrema teñida de colores de atardecer en el desierto. Un Limonov versión OTAN. Los muertos, a ser posible cientos de miles, forman parte del espectáculo.

No conozco el número de víctimas de la guerra en Siria, probablemente nadie llegue nunca a saberlo, pero recuerdo la pasión con la que el héroe parisino se ponía manos a la obra para transformar una revuelta popular en una guerra sangrienta. En 2022, poco después de la invasión rusa y del inicio de la resistencia ucraniana, el tenebroso parisino visitó al vicecomandante del Batallón Azov, vanguardia avanzada del mundo libre. El resultado fue un emocionante artículo publicado en Italia por la Repubblica. De Illia Samoilenko se describe, sobre todo, su homérica y palidísima belleza. El autor intenta también desmentir el rumor según el cual el batallón del que el homérico ser es vicecomandante esté formado por nazis. «No somos más que ­—dice Saimolenko—   nacionalistas radicales», que es otra forma de decir «nazis». Decidido a no abandonar Mariúpol en manos de los invasores rusos, Illia Samoilenko declara: «Preferimos morir antes que sufrir la humillación de una rendición. La palabra “rendición” no existe en nuestro diccionario».
Por suerte, el diccionario acabó actualizándose y los milicianos de Azov se rindieron, siendo arrestados y posteriormente liberados por las tropas rusas. Lo que más me repugna de la exhibición henrileviana no es tanto la exaltación de los tatuados con la esvástica y del ultranacionalismo de Stepán Bandera, sino la rancia retórica romántica del héroe. A la modernidad le ha costado cinco siglos sustituir a los héroes siempre listos para morir —y sobre todo para matar— por el burgués pacífico y el intelectual puntilloso. Le ha llevado cinco siglos amansar la agresividad masculina y transformar a los bárbaros en ciudadanos. Pero a Bernard-Henri Lévy y a muchos otros de su generación, que también es la mía, esa vida cobarde les aburre. También en Rusia el heroísmo es el no va más. Los Bernard-Henri Lévy de aquellas tierras escriben poemas para cantar a la heroica alma rusa reencontrada. Como Ivan Okhlobystine, autor del sublime verso siguiente: «Gracias a ti, Ucrania, que nos has enseñado a ser rusos de nuevo».
En ocasiones, a Bernard se le revuelve el pelo y su camisa blanca se hincha con el viento. En un libro suyo de intrépido título (Dunque la guerra! 2023), leo un denso análisis de la guerra ucraniana: «Creo que se trata realmente de una guerra como ninguna otra, incomparable, fuera de lo común» (p. 12). Una guerra como ninguna, dice el dandi emocionado. Será así. Quizá desde las vertiginosas alturas del pensamiento henrileviano se ven cimas que los mortales no podemos ver. Porque lo que yo veo son cien mil jóvenes ucranianos y rusos muertos en las trincheras. Pero a Bernard los muertos le dan igual. A todos los europeos, espectadores de pago del espectáculo que se desarrolla en tierras orientales, nos da igual que esos jóvenes mueran. Lo hacen por nuestros ideales, así que estamos contentos, y agitamos en el aire una bandera amarilla y azul. Pero el nouveau continúa sus divagaciones filosóficas:
Siento que aquí está ocurriendo un evento real, un punto de la realidad que está rompiendo en dos el orden de la historia […]. ¿Estaré de repente volviendo a ser hegeliano? Es el espíritu del mundo lo que veo pasar bajo mi ventana, o detrás de la almena de cualquier Bonaparte ucraniano. Por ello […] he querido, en la medida de lo posible, ponerme del lado de la Ucrania sufridora y valiente al mismo tiempo [...].
¿Entendido? En su insondable vacuidad, Bernard se ha hecho hegeliano. Que tomen nota los futuros historiadores de la filosofía occidental. El hegeliano Bernard se estremece, cuando mira desde sus ventanas y ve al espíritu del mundo correr a lomos de un caballo negro.
Leer a Bernard-Henri Lévy es un poco como escuchar una conversación entre viejos alcohólicos apoyados en la barra del bar, mientras comentan las noticias de la televisión con el cuarto anís en la mano. Por desgracia, sus palabras, carentes de profundidad, erudición o inteligencia, pero cargadas de apasionada intensidad, circulan por los medios de comunicación. Amante de las frases célebres, Henri Lévy amonesta a Europa y la incita a enviar armas, muchas armas, para que cada vez más ucranianos puedan inmolarse por los ideales de su épico cantor parisino: «Europa se encuentra en una encrucijada, la encrucijada de su propio destino».
El tiempo del fanatismo
Los fanáticos adoran los gestos teatrales, pero su formación intelectual está basada en lecturas superficiales. Tomemos como ejemplo a André Glucksmann, un compadre de Bernard-Henri Lévy: a mediados de la década de 1970 leyó Archipiélago Gulag y descubrió que la Unión Soviética era un régimen totalitario, que encarcelaba a los disidentes o los enviaba a las tierras gélidas de Siberia. Buen descubrimiento. Yo lo sabía desde que era un chaval. Cuando me afilié a la Federación Juvenil Comunista de Bolonia en 1964, ya sabía que la Unión Soviética no correspondía mínimamente a lo que yo llamaba «comunismo». Sabía que era un régimen basado en la desigualdad, un régimen burocrático y autoritario, que metía a los disidentes en la cárcel. Tenía catorce años, pero ya lo sabía. Glucksmann no sabía nada. En 1968 era un adorador del presidente Mao Tse-Tung y se movía por las aulas de la universidad agitando en la mano su libro rojo, mientras buscaba a alguien a quien poner en la picota para poder imitar así a los guardias rojos (sobre este tema, véase Paul Berman, A tale of two Utopias: The Political Journey of the Generation of 1968, 1996).
En 1969 Glucksmann publicó un libro titulado Le discours de la guerre, en el que chapuceaba con conceptos hegelianos más grandes que él con un estilo consistente en nombrar a los grandes filósofos de forma alusiva, creando una ensalada carente de todo sentido. Lo que sorprende no es tanto el repentino vuelco de perspectiva que claramente le provocó la lectura del libro de Solzhenitsyn. Cambiar de idea es totalmente legítimo, incluso noble en ciertas ocasiones. Faltaría más. El problema es que Glucksmann era un fanático predicador del comunismo más violento, cuando tenía veinticinco años y se convirtió en un fanático predicador del anticomunismo más violento cuando tenía treinta. Mientras que en 1969 exaltaba a los guardias rojos e incitaba a los jóvenes a imitarles, después de 1977 llegó a reivindicar incluso las armas atómicas estadounidenses como baluarte de la libertad. Con razón, Paul Berman escribe: «El comportamiento de Glucksmann era alarmante. En la década de 1980, mientras el movimiento antinuclear se expandía por Europa y Estados Unidos, escribió un ensayo a favor de la política nuclear estadounidense, una defensa que rezumaba entusiasmo por las virtudes de las armas nucleares. También escribió una invectiva contra el Partido Socialista Francés (titulada La bétise, 1985) producto de su sentimentalismo residual respecto a la tradición marxista. La idea de que su pasada estupidez política pudiese templar su estilo, que quizá la modestia era una actitud más apropiada, no pareció pasársele jamás por la cabeza».
Glucksmann no se limitó a cambiar de idea, a afirmar exactamente lo contrario de lo que había afirmado pocos años antes, sino que usaba además el mismo tono enfático e indignado, la misma pasión retórica, para sostener dos tesis opuestas entre sí. Ahí se encuentra la esencia pura del fanatismo. La persona fanática es aquella que levanta la voz y maldice la duda, da igual de qué se trate, da igual en qué dirección vaya.
He aquí quiénes son los peores en el sentido que Yeats atribuía a esta palabra: no importa si tienen barba de pasdaran islámico o pelo largo y revuelto de libertario parisino, los peores prorrumpen en enunciados altisonantes con tal de excitar los ánimos excitables, esperando que alguien se ofrezca voluntario para que le maten.
De Croacia a Bosnia, de Libia a Siria, década tras década, los valerosos combatientes parisinos por la libertad invitan a sus gobiernos a apoyar la guerra, a fomentar la guerra, a financiar la guerra. En vísperas de la guerra contra Iraq, quizá la agresión occidental más criminal contra un país árabe, Alain Finkielkraut, en una entrevista concedida al semanario Marianne, pronunció la frase «Give war a chance». Naturalmente pensaba que decía algo gracioso. Pero la guerra iraquí no fue demasiado divertida. Originada en una mentira declamada por Colin Powell ante la Asamblea General de Naciones Unidas y oficialmente perpetrada para encontrar armas de destrucción masiva que jamás fueron encontradas, la guerra de Iraq destruyó un país, que ya había sufrido la dictadura de un asesino llamado Saddam Hussein, el cual había sido financiado y armado por los mismos estadounidenses (en 1980, para ser más exactos) con el objetivo de que atacara al Irán del ayatolá Jomeini.
Pensando en Limonov, en Henri Lévy, en Glucksmann y en Finkielkraut, no podemos evitar recordar las palabras de Albert Camus: Las ideas falsas acaban ensangrentadas, pero se trata siempre de la sangre de otros. Esta es la razón por la que algunos filósofos se sienten autorizados para decir lo primero que se les pasa por la cabeza.

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Comune-info / Artículo original: Alle armi publicado por Comune Info y traducido con permiso expreso por Pedro Castrillo para El Salto.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/critica-bifo-limonov-henry-levy-glucksmann - Imagen de portada: I-StockPhotos

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