UE: De la ecoculpa al sindicalismo social
Como personas que vivimos en un Estado enriquecido, es innegable que todas participamos, de una u otra forma, en la sociedad capitalista y en sus estragos climáticos. Como consecuencia, muchas personas han centrado una parte importante de sus acciones políticas en el marco de su vida individual (reciclaje de residuos, compras en tiendas de producción local…).
Javier Correa Román
Sin embargo, ¿no es este enfoque excesivamente neoliberal? ¿Son las sociedades el mero resultado de sus individuos? Pero, entonces, de negar la importancia del individuo… ¿podemos tolerar cualquier modo de vida? ¿Nos rendimos a la hipocresía de militar por las tardes y derrochar por las mañanas? ¿Cómo salir de este atolladero?: En este artículo, me gustaría intentar responder a estas preguntas en tres pasos: primero, criticar el enfoque de las prácticas individuales actuales; después, pensar qué parte de las acciones individuales generan un efecto político; y, más tarde, aportar algunos elementos que nos permitan responder a la pregunta inicial: ¿cómo podemos pasar de las acciones micro al efecto macro?
La ecoculpa
Parece estar instaurado en la conciencia común que es necesario que todas hagamos algo para evitar la crisis climática. En la medida en que todas participamos de formas de vida altamente contaminantes, continuamente se nos incita (y nos incitamos) a cambiar nuestros hábitos de consumo para reducir nuestro impacto medioambiental y nuestra huella de carbono.
Como es un tema sencillo y yo creo que todas sabemos a lo que nos referimos (no usar bolsas de plástico en el súper, no subirte al auto para ir al gimnasio, no comer carne etc...) no voy a entrar mucho más en esto. Por el contrario, voy a pasar directamente a señalar algunas de las premisas sobre las que se basan este tipo de acciones y que creo problemáticas, con el fin de intentar delimitar caminos más fructíferos para nuestra acción política.
En primer lugar, este tipo de acciones se basan en la premisa de que “si todo el mundo hace lo mismo, entonces el mundo cambiaría”. Y esa frase es lógicamente verdadera: si todo el mundo dejase de contaminar, pues no habría contaminación. Sin embargo, ningún cambio social se ha producido por la suma de voluntades individuales. La esclavitud no desapareció porque poco a poco, como un gesto de buena conciencia, los esclavistas se dieran cuenta de la inmoralidad de sus actos. Claro que no. De hecho, suele pasar que las posiciones de privilegio suponen un autoconvencimiento de que no se hace nada malo y, además, suponen una inercia fuerte, es decir, tener privilegios es muy cómodo y nadie, por voluntad propia, los quiere perder si no hay un agente externo que pugne por ello.
En el fondo, esta visión esconde una concepción neoliberal de la sociedad. Lo que está detrás de estas proclamas es que la sociedad es la suma de los individuos y que, por tanto, para cambiar la sociedad es necesario cambiar los individuos. Es un calco de la famosa frase de Thatcher de que no hay sociedad, sino individuos. Pero los individuos no preexisten a la sociedad, sino todo lo contrario: solo existen en un contexto histórico determinado. La sociedad tiene sus propias dinámicas en las que socializamos y sus dinámicas tienen mucho más que ver con fuerzas materiales que con elementos de la voluntad individual. Por tanto, presuponer la voluntad de los individuos por fuera de la sociedad en la que han socializado es ontológicamente problemático.
Todo lo anterior nos lleva, además, a una visión altamente despolitizadora del conflicto que nos hace creer que la sociedad de consumo se puede cambiar cambiando nuestros hábitos de consumo. Si pensamos que la suma de los actos individuales es lo que puede cambiar la sociedad, entonces es normal (y consecuente) que pensemos que la crisis climática es el resultado de la contaminación (asimétrica, incluso, si se quiere) de los individuos, obviando las dinámicas materiales, es decir, económicas, que han llevado a estos niveles de contaminación. Porque históricamente siempre ha habido individuos que contaminan e incluso que contaminan de forma distintas. La pregunta interesante es por qué ahora hay una crisis climática, y no antes.
Las acciones políticas basadas en el consumo individual suponen, además, una hipertrofia ética. El término es de Žižek y lo usa para señalar cómo las cuestiones políticas se están convirtiendo en cuestiones éticas. Bueno, ese se no es neutro, sino que forma parte de una cultura neoliberal, que reduce todo al individuo. De ahí el paso de la política a la ética. Así, las acciones políticas se están resignificando hacia un nuevo paradigma moral. De la colectividad de la huelga o el piquete se pasa a lo moral de comer o no comer carne, de subir a un avión para ir a un sitio cercano etc.
Esto ha reforzado una pesada herencia cristiana que no nos terminamos de sacudir. No llevar una bolsa de tela al súper hace que nos sintamos luego culpables y, cuando lo hacemos, creemos que estamos salvadas, que somos buenas personas, que hacemos nuestra parte. Pero el cristiano que pone la otra mejilla no pretende en ningún caso acabar con el mal en el mundo sino salvar su alma para ser una buena persona y subir al cielo.
En fin, la pregunta que siempre nos tenemos que hacer es qué efectos políticos tienen las acciones que hacemos. La visión neoliberal de la praxis política (basada en las elecciones individuales de consumo) se la juega todo a una premisa de dudosa veracidad histórica (que si todos hacen lo mismo, entonces todo cambiará), pero en ningún caso se esfuerza porque todos lo hagan. Es decir, no hay ninguna propuesta de autoorganización ni de expansión de estas nuevas formas de vida, o al menos, no hay ninguna seria.
Entonces, ¿nos olvidamos del individuo?
Tampoco esa es la propuesta. Criticar el idealismo del neoliberalismo tampoco nos tiene que hacer caer en un burdo materialismo en el que solo haya fuerzas, leyes, y no importe nuestra propia conducta. Nuestra conducta importa porque el sujeto, al no preexistir a la sociedad, arrastra las formas de composición de la misma. El riesgo de olvidar al individuo es no limpiarnos los gérmenes que arrastramos del viejo mundo. Por eso decimos, por ejemplo, que no basta con acabar con la policía como institución represora, sino acabar con lo que de policía tenemos en nuestro interior.
Y es que el capitalismo no es únicamente un sistema económico. El desarrollo productivo de mediados del siglo pasado obligó al capitalismo a buscar nuevos espacios de mercantilización y a poner en el mercado objetos que no eran, a priori, necesarios para los ciudadanos. Entramos de lleno en la sociedad de consumo.
En su anhelo de crecimiento infinito, si el capital quería seguir acumulando riqueza, necesitaba generar nuevos ámbitos de consumo. En su versión espectacular (sociedad de consumo), el capitalismo necesita crear las pseudonecesidades para las que después vende una solución. El capitalismo, por tanto, necesita crear no solo el producto que quiere vender, sino también el cuerpo que va a consumirlo. Y esto es lo fundamental. Decimos por eso que el capitalismo no es un sistema únicamente económico, sino que es un sistema de gestión de la vida.
Pero a nuestra piel se nos pega algo más que las necesidades de consumo, es decir, arrastramos algo más que las ganas de un nuevo móvil o de ver la nueva serie del momento. Arrastramos, además, las propias lógicas del sistema. Guattari, retomando la distinción molecular/molar que aprendió en sus años en la facultad de Farmacia, habló de la micropolítica para referirse a esto. Para Guattari, nuestras subjetividades se conforman en los sistemas de dominación. ¿Qué consecuencia tiene esto? Que es más fácil que naturalicemos las lógicas del sistema. Por ejemplo, si nosotras nos comportamos en la pareja bajo las mismas reglas que nos impone el capital (propiedad del cuerpo ajeno, competencia entre iguales, consumo acelerado de cuerpos…), entonces es más probable que naturalicemos sus mismas lógicas (y, además, que nos sea más difícil pensar en otras alternativas).
Otro ejemplo me ocurrió el otro día yendo a nadar a la piscina municipal. Para entrar, hay que sacar una entrada por hora de nado libre, pero el otro día apenas había gente y de las cinco calles, solo había dos ocupadas. Cuando yo entré, había una persona del turno anterior que no se había ido todavía y una persona (del nuevo turno) le estaba increpando para que dejase de nadar, porque «no se puede nadar si no has pagado otro turno». Estando la mitad de las calles vacías, ¿en qué le molestaba a aquel señor si una persona se saltaba o no la burocracia?
Por eso, atender a la micropolítica significa entender que no basta con acabar con el Estado, sino con lo que del Estado hay en nosotras. Que no basta con acabar con la policía, sino con el pequeño policía que ese señor (y todas nosotras) tenemos dentro. Significa, entonces, atender a los flujos de deseo que nos conforman para observar en qué medida podemos arrastrar los mismos gérmenes que decimos combatir.
Entonces, ¿individuo sí o individuo no?
Si estamos de acuerdo entonces en que no solo hay que inventar un nuevo mundo, sino también nuevos sujetos que no repliquen el mundo destruido, entonces será necesario atender a cuestiones individuales, sí, pero la clave estará en pensar cuáles, cómo hacerlo y qué sentido político tiene hacerlo.
Desde luego, ningún cambio de consumo va a acabar con la sociedad de consumo. Los actos individuales que importan (y esta es mi tesis) no son aquellos que suponemos que si todo el mundo los hace, entonces el mundo cambia. No. La sociedad de consumo caerá cuando conquistemos determinadas posiciones de fuerza y se ganen algunos aparatos estratégicos. Y, por supuesto, no tengamos ninguna duda de que el sistema se defenderá con la violencia cuando lo hagamos. ¿O acaso no se manda a los antidisturbios cada vez que se viola la propiedad privada cuando se intenta parar un desahucio?
Los actos individuales que nos importan no son de este tipo, sino que son los que aventuran nuevas formas de desear y nuevas formas de estar en el mundo; los actos que, de una forma u otra, prefiguran la sociedad que está por venir. No se trata de llevar o no una bolsa de plástico, se trata de inventar una amistad en cuyo espacio no haya consumo, ser capaces de inventar una amistad que no necesite el consumo en ninguna de sus facetas (ni siquiera una cerveza). Se trata de dibujar no actos que se tendrían que sumar, sino nuevas formas de vida para habitar el nuevo mundo cuando destruyamos este.
No se trata, además, de pensar únicamente de forma represiva (no tener relaciones cerradas, por ejemplo, porque replican dinámicas de propiedad de los cuerpos), sino atreverse a construir los mundos que aún no han nacido. Como cuando Sophie Lewis dice que abolir la familia no es destruir la familia, sino construir otras familias posibles, basadas no en la biología, sino en otros parámetros y con otras lógicas. Con razón decía Derrida que la deconstrucción siempre supone una nueva lectura, nunca una falta o una disminución.
En todo esto, se pueden intuir dos problemas: la guetificación y el problema de la conexión macro-micro. El primero hace referencia a cómo evitar comunidades autorreferenciales que llevan una vida de comuna al margen de la sociedad y el segundo sería como resolver el problema de la escalabilidad del problema (cómo hacer que las acciones produzcan algún efecto político a gran escala).
En realidad, si nos fijamos, el problema es el mismo y es el título del artículo: cómo pasar de lo micro a lo macro. Yo creo que solo hay una respuesta posible: insertar los cambios micropolíticos (la creación de nuevas subjetividades) en contextos colectivos de lucha, de tal forma que mientras se destruye el viejo mundo de forma colectiva se prefigura el nuevo en el interior de cada uno de nosotras.
Por ejemplo, cerrar el grifo cuando nos lavamos los dientes forma parte del primer tipo de acciones (funcionaría si todo el mundo lo hiciera) y su efecto político real es despreciable. Imaginemos ahora que recuperamos de algún banco un bloque de viviendas vacíos. En ese contexto de lucha compartida y de apropiación colectiva del espacio, es factible dibujar un nuevo uso al garaje, como tener ahí una lavadora comunitaria, un botiquín para todas o una caja de herramientas para compartir. ¿Por qué tenemos que tener todas todo en nuestras pequeñas casas? Quizá, también se puede cuestionar la multiplicación absurda de los cuidados reproductivos: ¿y si ya que cocina alguien, lo hace para todo el edificio? ¿Y si creamos turnos semanales de cocina comunitaria? Por supuestos, estos cambios individuales suponen cambios en la forma de vida, un nuevo tipo de subjetividades y que de alguna forma prefigura la sociedad que se quiere construir mientras se lucha. Por eso, no se trata de llevar una bola de tela al Mercadona porque sí, sino que se trata de explorar otras formas de estar en el mundo con las personas con las que estoy luchando para cambiar este. Solo ahí podemos verdaderamente prefigurar la utopía que está por llegar.
Y ¿cuáles son estos espacios políticos?
Si somos honestas con la argumentación, hemos respondido a la pregunta del título, pero ha surgido otra. Hasta aquí hemos dicho: cambios individuales, sí, pero no todos, sino los que implican la subjetividad. ¿En cualquier lado? No, en los contextos colectivos en los que se puedan enraízar esas nuevas formas. La pregunta que queda por responder es: ¿cuáles son esos espacios de lucha? ¿Valen todos?
Yo creo que no, porque algunos de esos espacios, como la forma-partido, por ejemplo, replican el mismo germen estatal que pretendemos destruir. Los espacios en los que yo creo que pueden insertarse estos cambios son lo que se vienen llamando de un tiempo a aquí de «sindicalismo social», los grupos de autodefensa laboral, las redes de migrantes o los centros sociales.
Como expone Bea García en un artículo de la Fundación de los comunes.
«El sindicalismo social consiste en una forma de hacer política en primera persona (no para otros ni en nombre de otro), a partir de necesidades, sin exigencias ideológicas, basada en el apoyo mutuo, con énfasis en el proceso (el medio determina el fin), buscando a otros: distintos y de abajo, en los campos de mayor impacto sistémico,con acciones con efecto inmediato para los individuos (victorias en lo concreto), con efecto en lo macro (leyes, medios), generando una base material que permita seguir luchando, con prácticas reflexivas, con prácticas horizontales (sin jerarquías, con circulación de palabras y tareas), con espacios formales y abiertos de toma de decisión (evitando “la dictadura de la ausencia de estructuras”), apoyados en saberes técnicos sin que se conviertan en lo fundamental»
En fin, se trata de estirar el viejo dicho de que teoría sin práctica está hueca y práctica sin teoría está ciega. Para el nuevo mundo que necesitamos construir debemos pensar que la lucha colectiva sin nuevas formas de vida está condenada a replicar la historia y que cambios individuales sin contextos colectivos de lucha no es más que bienestar individual o autopropaganda por redes.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/laplaza/ecoculpa-sindicalismo-social - Imagen de portada: Un barrendero en la Gran Vía de Madrid. DAVID F. SABADELL