Hormigas

Éramos como hormigas avanzando por los pasillos del metro. Cuando una de nosotras se paraba, el resto, más que nada por obligación, debía pararse y esperar. Filas interminables de personas sudorosas, en verano y en invierno, progresaban despacio hasta llegar al andén y esperar el turno para subir a su vagón. Torrente humano, laberinto de cuerpos, mar de miradas que se pierden y anhelan la superficie.

Cristina Armunia Berges

En el interior mecánico del tren que las lleva al trabajo, las hormigas piensan en el día que les queda por delante. Documentación que rellenar, casas por limpiar, noticias sin escribir. Los rostros plomizos aguantan los tirones de cada acelerón y los empujones tras cada frenazo. Las hormigas se apoyan unas sobre otras porque no hay asientos ni barrotes metálicos para todas y no queda más remedio que sentir otros cuerpos y oler otros sudores.
Temprano, en los primeros viajes, todavía hay espacio para el sosiego, los pensamientos amables y las ideas ilusionantes. Pero en ciertas líneas y en algunas horas concretas, las ocho o las nueve de la mañana, todo cambia. Las hormigas se apretujan para no perder el tren que las lleva directas al trabajo. Cuesta respirar. Los cuerpos se comprimen para llegar a tiempo y, donde parece imposible que quepa ni una sola hormiga más, todavía logran traspasar la puerta otras cinco o seis que piden perdón, pero se hacen con un espacio desplazando al resto, que protesta, pero lo hace en voz baja, porque de qué serviría gritar o ser la díscola del vagón, si lo único que quieres es que pasen las paradas y avanzar.
Porque si una hormiga protesta cuando la empujan, la pisan, le respiran en la nuca o le clavan un codo, tiene todas las papeletas para salir perdiendo y agitada del vagón. Por eso, no resulta extraño ver hormigas prácticamente dislocadas sujetando su bolso, agarrándose al único espacio de un asidero que queda libre y haciendo fuerza con las piernas para no caerse tras cada frenazo. Aquí un pie, aquí un brazo y un poco más allá su corazón. Las hormigas son plásticas y pacientes, y se recomponen, miembro a miembro, cuando por fin atisban su parada final.
Las hormigas llegan al trabajo exhaustas y aprovechan los viajes para hablar por teléfono. Las conversaciones se cruzan entre las que no han hecho la compra, las que no tendrán un día libre hasta dentro de ocho días y las que prepararon un táper que olvidaron en la encimera y, ese día, lo tendrán muy complicado para comer algo porque no hay tiendas cerca del trabajo y no pueden permitirse mucho más.
Qué pasaría si un día todas las hormigas decidieran no coger ese vagón de metro, no comprimir sus cuerpos entre parada y parada, y soltar todas las mochilas llenas de ordenadores en el andén y salir a la superficie vía escalera mecánica. Cómo sería todo si, por un día, los cuerpos que se oprimen y resudan unos contra otros decidieran no hacerlo más, quitarse los pesados abrigos de invierno, que de nada sirven dentro del metro, y salir a dar una vuelta al Retiro en martes y no volver a esa oficina, a esa redacción o a esa casa que está sucia esperando a que la limpien. Cómo sería dejarlo todo y no por vacaciones, sino por una silenciosa rebelión entre hormigas que se han cansado las unas de las otras y que no quieren verse ni una sola mañana más para llegar a la misma parada y ascender por el mismo pasillo, con las mismas prisas y los mismos empujones.
Pero las hormigas saben que eso no pueden permitírselo. Quizá en otra vida, en otra ciudad, con otro trabajo y con otro monedero. Por ahora las hormigas, una por una, salen solícitas cuando el mecanismo automático de la puerta se acciona y se abre. A borbotones, despejan el andén, que seguirá ahí a la mañana siguiente esperándonos a todas.

Fuente: https://www.elsaltodiario.com/opinion/hormigas - Imagen de portada: Vagón atestado de gente en el Metro. DAVID F. SABADELL

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