Copenhague el día después (I)
Jorge Gómez Barata (especial para ARGENPRESS.info)
La Conferencia de Naciones Unidas sobre cambio climático no fue sólo una oportunidad perdida, sino un retroceso que produjo lo único que podía producir: frustración y puso de manifiesto la falta de correspondencia entre las tendencias a la globalización de la sociedad actual y el perfil aldeano de sus instituciones, entre ellas la ONU.
Parecería como si el mundo estuviera gobernado por personas incapaces para percibir la magnitud de los asuntos que trascienden lo cotidiano y lo mezquino. Las eras geológicas, las distancias siderales y el tiempo cósmico son dimensiones de la realidad en las cuales la razón opera con escalas extraordinarias. En Copenhague los líderes de Estados Unidos, Europa, China e India, además de con mentalidad imperial, trabajaron con estrechos perfiles locales, evidenciando incapacidad para comprender la entidad global de los problemas puestos a su consideración.
Existe una enorme distancia entre la atención que el mundo de hoy presta a los cataclismos naturales del pasado y la frivolidad con que los líderes de las grandes potencias asumen los riesgos presentes y futuros, aun cuando está en sus manos evitar tragedias de enormes proporciones. De hecho la baja percepción del riesgo de que tales eventos se repitan y destruyan siglos de civilización y aniquilen la vida, no de otros sino de sus propios pueblos configura una actitud francamente irresponsable.
En materia ambiental y particularmente respecto al clima las decisiones de hoy comprometen, no a los marcianos ni sólo a los pobres sino también a los europeos y a los norteamericanos.
Desde hace cientos de años, en la escuela, la Iglesia y en el hogar, niños y jóvenes son iniciados en el conocimiento de tragedias como el Diluvio Universal, la destrucción de la Atlántida e impresionados por el castigo infringido a Sodoma y Gomorra y por el Armagedón. La cultura occidental judeo-cristiana ha sido visionaria al intentar preparar a la humanidad para el advenimiento del fin del mundo.
Actualmente gracias a los sistemas escolares, el trabajo de las organizaciones ambientalistas y los medios de difusión masiva, algunos de factura de excelencia como National Geographic, Discovery Channel y otros, son extraordinariamente populares catástrofes naturales que han dejado huellas tan visibles como el Cañón del Colorado y el Sahara, explosiones como las del Krakatoa, equivalente a diez bombas de hidrogeno que influyeron sobre todo el planeta y eventos como el volcán que destruyó la isla Santorini y que provocó un tsunami que llegó hasta el Mediterráneo y alcanzó Palestina arrasando todo a su paso. Cualquier escolar, por un módico precio accede a magnificas explicaciones acerca de por qué murieron los dinosaurios y junto con ellos casi el 80 por ciento de las especies de entonces.
Si bien debido a efectos especiales, la historia contada por Al Gore impresionó más que los cataclismos expuestos en los códices de los pueblos mesoamericanos y que las narraciones legadas por la tradición oral de culturas ágrafas, “Una verdad incomoda” se quedó por debajo de la exposición de Platón respecto a la Atlántida, incluso tal vez no compita con la de Ignatius Donnely, otro científico norteamericano aficionado que, además de socialista utópico, también quiso ser presidente,
En los Diálogos de Timeo y Critias, escritos en el siglo IV (a. C) Platón describe una isla habitada por unos 60 millones de personas, rica y civilizada, mayor que África y Asia juntas, ubicada en el Atlántico, entre Europa y América y que, por un cataclismo natural, hace unos 15 000 años desapareció en el mar de un día para otro.
Según otros enfoques, sobrevivientes de la raza “atlante”, poblaron Mesoamérica y de ellos descienden la mayor parte de los pueblos originarios del Nuevo Mundo. De muchas maneras, esa historia, lo mismo que la del Diluvio Universal han sido contada en más de tres mil quinientos libros de autores tan sabios e imaginativos como el mismo Platón, Edgar Alan Poe, Arthur Conan Doyle, Julio Verne y otros.
Entre lo más imaginativo figura la idea de que de no haber desaparecido la Atlántida, Colón podía haber llegado a América por tierra y que la obducción por el mar de aquella gigantesca porción de tierra permitió que la corriente del golfo de México (Gulf Stream) fluyera desde La Florida hasta Múrmansk, transportando el calor del trópico hasta la entonces gélida Europa, facilitando la vida y los procesos civilizatorios allí.
Para que nada falte, en el siglo XX prosperaron historias y leyendas, todavía vigentes que atribuyen la misteriosa desaparición de presuntos continentes y civilizaciones a excesos derivados del desarrollo de la tecnología, exactamente como para muchos ocurre ahora.
Pareciera como si en Copenhague se hubiera levantado un límite a la razón que impide comprender que tales eventos son virtualmente insignificantes frente a la posibilidad de un cambio radical del clima que pudiera hacer inhabitable la tierra.
La humanidad que es biológicamente homogénea y culturalmente diversa, todavía no es, al menos no lo son sus líderes más poderosos, una misma familia que habita una casa común. En Copenhague nació una nueva Entente que reacciona como una criatura atávica, responde al llamado de la selva y levanta una consigna bárbara: ¡Sálvese el que pueda!