Copenhague: Están advertidos
Jorge Gómez Barata (especial para ARGENPRESS.info)
Quizás porque la vida humana es excesivamente breve y para las mayorías excesivamente dura, los individuos y la humanidad asumen la muerte como una certeza a veces loada y festejada como un pasaporte a “mejor vida”. Todas las religiones, culturas y civilizaciones, incluyen en sus doctrinas capítulos dedicados al fin del mundo. El fatalismo integra la condición humana.
Si bien la existencia del “Homo Sapiens” data de hace alrededor de 100 mil años, la historia escrita cuenta apenas con unos 10 000 años. En ese período histórico, breve cuando se le compara con la formación de la tierra hace unos 4550 millones de años o con el origen de la vida unos 3500 millones de años atrás, se formaron todas las culturas y prosperaron todas las civilizaciones.
En ninguna de las civilizaciones originarias es posible encontrar evidencia alguna acerca de preocupaciones por el destino de la humanidad, de la especie o del planeta, en primer lugar, porque tales nociones aparecieron en fecha relativamente reciente y porque la cultura y la tradición humana se formó como una serie de esfuerzos para sobrevivir en “lucha contra la naturaleza”, dominarla y extraerle lo necesario para vivir. Del primer ser bípedo al que se puede llamar hombre hasta hoy, la cultura ha sido esencialmente depredadora del medio natural.
Hasta no hace mucho, en lugar de vergüenza los hombres se enorgullecían al desmontar selvas, desviar grandes ríos, represar y mutilar cursos de agua, desecar pantanos, colonizar marismas, suprimir el mangle, eliminar especie salvajes para en sus habitad criar cerdos y vacunos y se han visto explosiones nucleares para corregir defectos de la naturaleza. A principios del siglo XX fotografiarse con el pie sobre el cadáver de cualquier animal salvaje era un galardón exhibido con orgullo. El término conquistador se aplicó a nuestros intrépidos antepasados que dominaron la naturaleza.
Excepto algunas referencias aisladas, no hay en los mandamientos ni en los pecados capitales cristianos, en el derecho romano ni en los códigos de Hammurabi y Napoleón, en la filosofía liberal como tampoco en el marxismo, en ninguna de las constituciones avanzadas como la de Estados Unidos o la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de la Revolución Francesa, referencias importantes a la ecología y ninguna crítica a la actitud depredadora del ser humano sobre la naturaleza. La historia explica la ignorancia.
Curiosamente las preocupaciones ecológicas no son remotas ni surgieron de la comunidad científica sino que son hechos culturales de masas asociados al auge económico, la ilustración, la cultura y la espiritualidad que acompaña a la elevación del bienestar en la postguerra cuando Europa, traumatizada por el fascismo hizo del aumento de la calidad de la vida una nueva ideología que, además de la libertad y la democracia incluyó la preocupación por el entorno. En su formato actual y con los argumentos de hoy el ecologismo y el ambientalismo tienen apenas 60 años.
Tal vez fue la filosofía de tierra arrasada practicada por los nazis, el horror provocado por los hongos nucleares y por la radioactividad que según Einstein, además de a la tierra y el aire envenena los espíritus, la compasión hacía las criaturas dependientes y vulnerables, entre ellas los animales y las plantas; así como los deseos de respirar aire fresco y beber aguas más claras y sobre todo la inminencia del holocausto nuclear durante la Guerra Fría, lo que impulsó la conciencia ecológica que hoy existe entre las masas y que acaba de recibir un rotundo portazo de los principales líderes mundiales en Copenhague. Desde el predominio fascista en Europa y Asia no se observaba un distanciamiento tan notable entre la opinión pública europea y asiática y sus líderes.
Por una curiosa paradoja en aquella época, cuando la libertad y la dignidad humanas fueron puestas a prueba, los derechos de los pueblos brutalmente conculcados, las minorías oprimidas y exterminadas y cuando el fascismo ofreció la barbarie como opción, la alianza entre el liberalismo personificado por Franklin D. Roosevelt y del comunismo del que entonces Stalin era la figura emblemática, sostuvieron las esperanza de una humanidad que bajo fuego adquirió conciencia de su entidad planetaria. Entonces, por primera vez, se hizo evidente que el mundo podía peligrar.
Hoy cuando aquella opción no existe y los Estados Unidos en lugar de la alternativa que entonces fueron, se juntan con los líderes de Europa, Rusia, China e India para confrontar a la opinión pública, que demandó de ellos un comportamiento más responsable respecto a la salud de la tierra y con ella de sus habitantes, plantea el problema de si la democracia se refiere exclusivamente a la política o la opinión de las mayorías respecto a las cuestiones éticas y morales también cuenta.
El fondo del asunto es que el desarrollo de la cultura y el auge de la participación popular y social, han puesto fin al elitismo, no sólo político, sino también al monopolio de los conocimientos.
No discuto ahora si las condiciones están o no maduras para alcanzar un acuerdo vinculante en materia de emisión de CO2 y si el debate político debiera estar precedido de una convocatoria a la comunidad científica, que pudiera ser liderada por la UNESCO, lo que resulta inaceptable es el desdén y la arrogancia con que los líderes políticos, comenzando por Barack Obama, presidente de los Estados Unidos, dieron la espalda a preocupaciones legítimas de miles de millones de personas, incluidos ciudadanos y científicos de sus propios países.
Todo resulta más paradójico porque ocurre en un país nórdico como Dinamarca donde la rudeza del clima, el nivel de los mares obliga a los ciudadanos de esos países, caracterizados por niveles de vida y estándares culturales elevados, a una permanente interacción con el medio natural, regida por sensible equilibrios y dependientes de delicados mecanismos.
Bien mirado, Estados Unidos tiene espacios para retroceder y modos de, al menos por un tiempo, soportar o paliar la crisis; cosa que no ocurre con los países nórdicos y otros situados en las inmediaciones del círculo polar y ribereños del océano Ártico y los pequeños estados insulares de todos los mares y océanos.
Tal vez no ocurra de inmediato en los Estados Unidos que separados geográficamente del mundo por los océanos Atlántico y Pacifico, protegidos por su enorme territorio y por un considerable desarrollo económico y tecnológico y donde los ciudadanos suelen ser indiferentes a los problemas de otros, en Europa y quizá en China y la India, los procesos políticos en un futuro cercano pudieran estar influidos por las posiciones de las vanguardias y las camarillas hacía las cuestiones ambientales, con acentos en las posiciones respecto al cambio climático.
Fidel Castro, que de política sabe, ha observado que: “Hasta hace muy poco se discutía sobre el tipo de sociedad en que viviríamos. Hoy se discute si la sociedad humana sobrevivirá.” Están advertidos.