La física de Copenhague: por qué la política tal y como la conocemos puede significar el fin de la civilización







Autor: Bill McKibben

En la mayoría de los debates políticos no existe una postura correcta y otra incorrecta, no importa cuán apasionadamente se discutan. Versan sobre preferencias humanas: por una mayor cobertura sanitaria, impuestos más bajos, una guerra para la consecución de un fin concreto o una paz que deja algún peligro intacto. En ocasiones hay temas que no admiten discusión: el derecho de las minorías o de las mujeres a una participación plena en la vida pública, pongamos por caso, pero incluso los más apasionados de nosotros reconocen que, en cualquier caso, nosotros nos encontramos en un bando del debate y que hay argumentos legítimos en el otro (un déficit sin fondo, abortos con perchas, el resurgir de al-Qaeda).

Necesitamos de personas que se posicionen firmemente para hacer progresar los debates: ésa es la razón por la que siempre estoy dispuesto a empuñar una pancarta o firmar una petición, pero la mayoría de nosotros se da cuenta de que, antes o después, tenemos que llegar a algún tipo de compromiso. 

Por esa razón la manera de proceder de la política es moverse lentamente, tomándose estos temas poco a poco en vez de un solo trago. Por esa razón, parecía imposible desde el principio que emprendiésemos la que yo creo es la manera correcta de funcionar para nuestro sistema sanitario: un modelo financiado por cada contribuyente, como ocurre en el resto del mundo. Un cambio demasiado grande como para poder digerirlo. Eso explica en parte por qué prácticamente nadie que se haya presentado a la presidencia lo ha apoyado, y por qué quienes lo hicieron no fueron a ninguna parte. 

Y, en vez de eso, nos encontramos luchando con tesón por un paquete de reformas mucho menos ambicioso y que represente un cambio sustancial, aunque no tectónico. Se puede –yo lo hago– despreciar profundamente a la industria aseguradora y a las grandes farmacéuticas por bloquear el progreso, pero son parte del juego. Deberíamos sin ninguna duda cambiar las normas para que se conviertan en una parte mucho menos dominante del mismo. Pero si eso sucede, lo hará –que nadie dude de ello– pieza a pieza y no de un plumazo. 

Paso a paso: para muchos de nosotros resulta increíblemente frustrante y a veces incluso verdaderamente desastroso. (Recién acabo de escuchar la increíble emisión de Bill Moyer de las cintas de Lyndon B. Johnson en plena escalada de la guerra de Vietnam, en las que el presidente y sus consejeros seguían manejando cifras sin pestañear en el momento mismo en que estábamos metidos hasta el cuello en el fango.) Normalmente, sin embargo, este incrementalismo, piénsese lo que se quiera de él, proporciona una suerte de estabilidad a la manera en que conducimos nuestros asuntos: en muchas ocasiones ha tenido el valor de preparar el escenario para el siguiente movimiento. 

Quizá hayamos de esperar años hasta la siguiente oportunidad para la reforma del sistema sanitario y, mientras tanto, sin duda mucha gente sufrirá, pero hay una cosa que sabemos a ciencia cierta: lo que no hacemos ahora no determina el progreso futuro. De hecho, puede que más bien –si, después de todo, la gente se va acostumbrando a la idea de “servicio público”– la próxima vez la industria aseguradora no sea capaz de hacer que la medicina pública actual, a los ojos de Dios honesta, nos parezca tan aterradora. 

El cambio climático como otro problema político más 

En lo que se refiere al calentamiento global, no obstante, ésa es justamente la razón por la que nos encaminamos hacia un despeñadero, por lo que la ronda de conversaciones de esta semana de Copenhague será, casi tanto da lo que suceda, un desastre. Porque el cambio climático no es como cualquier otro asunto del que nos hayamos ocupado hasta ahora. Porque el adversario aquí no son los republicanos, los socialistas, el déficit, los impuestos o la misoginia o el racismo, o cualquiera de los problemas a los que normalmente nos enfrentamos, adversarios que pueden cambiar con el tiempo, a los que se puede desgastar, rebatir o rechazar. El adversario aquí es la física. 

La física ha establecido unas condiciones mínimas inmutables para la vida tal y como la conocemos en este planeta. Desde hace dos años sabemos cuáles son esas condiciones: el equipo de la NASA dirigido por James Hanson fue el primero en hacérnoslas saber. Cualquier valor de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera superior a las 350 partes por millón no es compatible “con el planeta en el que se ha desarrollado la civilización y al que se ha adoptado la vida sobre la tierra.” Ese límite no va a cambiar: por encima de los 350, antes o después, los casquetes polares se funden, el nivel de los mares crece, los ciclos hidrológicos se salen de su cauce, y así sucesivamente. 

Y aquí se encuentra el meollo de la cuestión: la física no impone sólo un límite en la cantidad, también impone un límite de tiempo. Éste es como ningún otro desafío al que nos hayamos enfrentado porque cada año que no nos enfrentamos con él se vuelve peor y peor, y entonces, a partir de un determinado punto, se hace irresoluble, porque, por ejemplo, el deshielo del permafrost en el Ártico libera tanto metano a la atmósfera que nunca seremos capaces de regresar a una zona segura. Incluso si, llegados a ese ese punto, el Congreso de los EE.UU. y el Comité Central del Partido Comunista Chino prohibiesen todos los automóviles y plantas energéticas, sería demasiado tarde. 

Ah,y el nivel actual de CO2 en la atmósfera es ya de 390 partes por millón, incluso si la cantidad de metano en la atmósfera se ha estado silenciando en los dos últimos años. En otras palabras, ya hemos superado el listón. Ya no somos capaces de “prevenir” el calentamiento global, sólo (quizás) de preverlo en una escala tal que acabe con todas nuestras civilizaciones. 

Así está la cosa: cuando Barack Obama vaya a Copenhague, tratará el calentamiento global como otro problema político más, ofreciendo una promesa de algo así como un recorte del 17% en nuestras emisiones de gases invernadero desde los niveles de 2005 hasta el 2020. Esto supone un recorte del 4% con respecto a los niveles de 1990, el punto de medición estándar, y eso aún cuando los científicos han calculado que las naciones más industrializadas tienen que recortar sus emisiones en hasta un 40% para tener cualquier esperanza de situarnos en el camino que nos ponga de nuevo seguros. 

E incluso puede que el recorte del 17% resulte una cifra demasiado alta para el Senado. Esto es lo que el senador Jim Webb (un demócrata de un estado carbonero) escribió al presidente la semana pasada: “Me gustaría expresarle mi preocupación por las informaciones de que la administración puede creer que tiene el poder unilateral para comprometer al gobierno de los Estados Unidos en determinados estándares que puedan acordarse en Copenhague... Se ha empleado la frase 'políticamente vinculantes'. Como conocerá de su etapa en el Senado, sólo una legislación específica pactada en el Congreso, o un tratado ratificado por el Senado, podría de hecho crear un compromiso tal en beneficio de nuestro país.” 

En cualquier caso, el Senado ha decidido que no debatirá ninguna legislación sobre el cambio climático hasta “la primavera”, después de que se haya establecido un sistema sanitario, y quizás una reforma para los programas de ayuda social, y puede que incluso una regulación financiera. Espantosamente cerca de las próximas elecciones. 

Mientras tanto, los chinos están aparentemente preparados para ofrecer una reducción del 40% en la “intensidad energética” de su economía para el 2020. En otras palabras, afirman que para entonces estarán utilizando un 40% menos de energía para manufacturar cualquier cosa que valga al menos un yuan y se envíe a WalMart. Lo que es sin duda es mejor que no hacer nada, pero resulta que eso es más o menos lo que los expertos creen que ocurrirá de todos modos a medida que la economía China sea más eficiente y tecnológica. Es, en el mejor de los casos, una ligera mejora respecto al “business as usual.” 

Mientras tanto, los indios casi cesan a su ministro de medio ambiente después de que los periódicos decidiesen que comprometía el interés nacional participando en las negociaciones sobre el calentamiento global. 

Mientras tanto, la oposición australiana la semana pasada cesó a su líder por estar dispuesto a comprometerse en un esquema de mercado de emisiones como el que ya existente que limitaría el carbón, lo que quiere decir que no ocurrirá nada. 

Mientras tanto... 

Un desafío sin igual en la historia 

Un nuevo análisis de un consorcio de think-tanks europeos aparecido el jueves muestra que las varias ofertas sobre la mesa se van apilando en un mundo en el que la atmósfera contiene 650 partes por millón y las temperaturas asciende hasta los infames cinco grados Fahrenheit. 

Lo que estoy diciendo es que incluso los mejores políticos están tratando el problema del cambio climático como si fuera un problema político normal, donde de lo que se trata es de reducir la distancia a la mitad entre varios intereses que compiten entre sí y se hace lo mejor que se puede para alcanzar algún tipo de consenso que no exija demasiado de nadie, y que además reduzca la presión política durante algunos años, durante los cuales, por descontado, ese político (o posiblemente alguien completamente diferente) tendrá que lidiar de nuevo. 

Obama está haciendo con el cambio climático lo mismo que hizo con el sistema sanitario. Está actuando con un completo realismo político, rechazando convertirse en el perfecto enemigo del bien (o, más correctamente, el “mejor-que-Bush”). Está haciendo lo que habría tenido sentido en prácticamente cualquier otra situación. 

Aquí, desafortunadamente, el enemigo es implacable. Los enemigos implacables raramente aparecen en la historia. La mejor analogía humana al papel que la física está jugando aquí puede que sea el fascismo de mediados del pasado siglo. No había manera de apaciguarlo, de obtener un consenso político normal de él. Había que decidirse a ir a por todas contra él, transformar la base industrial del país para combatirlo, dejar en suspenso otras cosas, exigir sacrificio. 

Y aún así resulta demasiado obvio que no estamos tratando con este problema del mismo modo. El presidente no ha realizado, por ejemplo, una campaña constante para que todo el mundo se dé cuenta de la magnitud del peligro. Cuando fue a China, ciertamente consiguió algunos acuerdos interesantes para la cooperación en tecnología automovilística, pero eso no es lo mismo que buscar una cooperación en tiempos de guerra. 

Tampoco de la reunión hasta la madrugada con el Senado se obtuvo nada sobre cómo movilizar los recursos y los ciudadanos de nuestro país en la lucha por salvar nuestro planeta. Así resumió el senador de Missouri el ambiente: “No creo que haya nadie con los ánimos para realizar otra gran, gran cosa que es muy, muy difícil que vuelva loco a todo el mundo.” 

Algunos de nosotros hemos estado esforzándonos por abrir un cierto espacio político para que los líderes mundiales den un paso al frente en este desafío. Construimos un movimiento a partir de www.350.org que ha logrado “el más amplio día de acción política en la historia del planeta” (al menos según la CNN). En algunos lugares incluso ha despertado el interés deseado. Noventa y dos naciones, todas pobres y vulnerables a los primeros efectos del cambio climático, han dado su apoyo al objetivo radical de los 350. Algunos de sus líderes, como Mohamed Nasheed, el presidente de las Maldivas, una nación compuesta de más de mil islas en el Océano índico, se han levantado como tigres, prestos a la lucha. Nadie debería sorprenderse si liderase una retirada en señal de protesta en las negociaciones de Copenhague, teniendo en cuenta que ha declarado una y otra vez que no será parte de un “pacto suicida” para su pequeña nación. Es, en otras palabras, reacio a tratar el problema del calentamiento global como un tema político normal. 

Nosotros, sin embargo, no pudimos hacer que ni siquiera el miembro más insignificante en la administración Obama viniese a uno de los 2.000 actos que hemos organizado por todo el país. Ninguno de ellos estuvo interesado en adentrarse en el espacio que intentábamos abrir. Si ésta es la disposición de los EE.UU. a tratar el cambio climático, la mayoría de las demás naciones simplemente le seguirán. 

Firmarán algún tipo de papel en Dinamarca, que lo será todo menos fehaciente, el viernes por la noche cuando Obama ha anunciado que volará para la reunión de clausura. Los dirigentes europeos y algunos grupos medioambientales puede que lo llamen un “éxito calificado” y seguiremos viendo en lo venidero nuevas negociaciones con los años. En el ínterin, la física continuará haciendo su labor, el permafrost continuará su deshielo, el hielo ártico se fundirá, las sequías se extenderán. 

Se trata de un problema como ningún otro al que nos hayamos enfrentado antes, y nos enfrentamos a él como si fuera como los demás. Ése es el problema. 

Bill McKibben es un especialista en asuntos de ecología política, y colabora habitualmente en distintas publicaciones como Mother Jones y The Nation. 

Traducción parawww.sinpermiso.info: Àngel Ferrero

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