La miseria de los políticos
Jaime Richart (especial para ARGENPRESS.info)
Los líderes mundiales no salvan el clima... sencillamente porque no pueden. Aquí, en estas cuestiones extremas como la del planeta y la humanidad en juego es donde se revela la miserable impotencia de los políticos del mundo pese a su fachendoso aspecto. Hay demasiados intereses manifiestos, pero parapetados tras la política como para que sean ellos los que verdaderamente dominan el panorama general.
Y es que no tendrían que reunirse los políticos en estas cumbres, sino los responsables directos del cambio climático, es decir, de la industria petroquímica, de la industria de la automoción, de la pesquera, de la maderera y de todas cuantas contaminan y proyectan masivamente a la biosfera partículas de CO². Ellos debieran ser los que se reunieran para negociar el destino de la humanidad. Los políticos son meros convidados de piedra. No nos engañemos, que no se engañen y que no nos engañen...
En efecto. Desgraciadamente el fracaso reiterado de las cumbres sobre el clima no se debe a la falta de voluntad de los dirigentes mundiales. Los sistemáticos desencuentros de estos hunden sus raíces en otro sitio irreductible: el mercado. Todos los países reunidos, salvo Corea y Cuba, y Venezuela haciendo filigranas dentro de él, se pertenecen al mercado, y la mayoría más fuerte, precisamente al neomercado. Es decir, al mercado sin control o al mercado con controles de apariencia.
La reducción de emisiones de CO², madre del cordero del diablo, no es posible sin decretos drásticos de los gobiernos; decretos que no han lugar, pues el capitalismo encierra dentro del sistema la semilla de la autodestrucción y el Mal es irreparable habida cuenta que, fatalmente, el “Sistema” está destinado a devorarse a sí mismo.
¿Y por qué? Pues porque es imposible hablar y hacer eficazmente al mismo tiempo; porque es imposible conciliar la libertad, y concretamente la libertad de mercado, con la imperiosa necesidad y sin concesiones de aminorar los efectos del cambio climático con la precisa urgencia. Los dirigentes y sus Parlamentos podrán decir misa; esto es, regular, promulgar leyes, normas y directrices para reducir las emisiones, pero es la Industria la que tiene la última palabra. Y los plazos que conceden en último término y al efecto los políticos y sus leyes son incompatibles con la perentoriedad que exige tratar en lo posible de regresar el clima a su estado anterior a la deflagración. Las industrias mencionadas al principio causantes de la debacle, han surgido del mercado libre, se han desarrollado en el libre mercado y gracias al libre mercado están proyectadas para ser las dueñas absolutas del mercado. Es patético, dramático, trágico. Porque así es cómo la humanidad –mejor dicho, la colosal Industria de la humanidad- se halla ahora en una trampa que se ha tendido a sí misma al no haberse sabido controlar a tiempo, ufana de sus logros. Y los políticos y sus parlamentos están a su servicio y son sus testaferros. Los políticos y sus centros legislativos no son más que títeres manejados, desde las sombrías alturas, por las necesidades contables y societarias de la Industria con mayúsculas.
Nos encontramos en ese punto del famoso vaticinio hindú que dice que un día el hombre descubrirá que el dinero no se come… Ya ha llegado ese día. Ese hombre lo sabe. Pero es que ese hombre y su necia libertad de mercado han decidido hundirnos a todos en la ciénaga antes que arrojar de sus alforjas el tesoro material de la Industria en todas sus versiones, que es como considera al ciclópeo lastre que arrastra y que va a conducir al suicidio colectivo de la humanidad. Y encima todavía dice la patronal europea que los acuerdos (inexistentes) de Copenhague perjudican a la Industria de la UE…
Alea jacta est, la suerte está echada. Y la historia del futuro, si es que a la historia le queda mucho futuro, contará que la civilización actual se destruyó a sí misma por su mala cabeza, por su codicia y por su soberbia. Contará que, exaltando la inteligencia mediocre y vacía de sus dirigentes pese a que eran simples parlanchines, se anudó la cuerda de su horca. Contará que prefirió engañarse a sí misma antes que renunciar a sus juguetes, a sus botones y a sus cachivaches, y antes que intentar dominar sus terribles y suicidas debilidades.