Justicia restaurativa y transición ecosocial
Vivimos una época de gran creatividad colectiva. Como respuesta a la crisis multidimensional que atravesamos, están surgiendo por todo el mundo nuevas formas de participación política y de organización económica que, si bien aún pasan desapercibidas para la mayoría, cada vez ganan más popularidad en los márgenes de este sistema cultural globalizado.
Jorge Ollero
Estas iniciativas locales y de base, alimentadas por los desarrollos teóricos del Decrecimiento, la Transición, el Buen Vivir, el Ecofeminismo o la Vía de la Simplicidad, buscan caminar hacia un modelo de sociedad donde una vida digna para todas las personas sea compatible con nuestros ecosistemas.
Cada vez hay más iniciativas prácticas, que se centran en ámbitos como el consumo, el empoderamiento económico, la soberanía alimentaria y tecnológica, la autorganización política y la movilidad sostenible, entre otras. La reorganización de estos ámbitos gira en torno a ideas básicas como, por ejemplo, las expuestas por Carlos Taibo, Yayo Herrero o Ted Trainer: la simplicidad voluntaria, el ocio creativo frente al trabajo obsesivo, el triunfo de la vida social frente a la lógica de la propiedad y del consumo ilimitado, la reducción de las infraestructuras productivas, de las organizaciones administrativas y de los sistemas de transporte, la primacia de lo local sobre lo global y la redistribución de los recursos.
Con este artículo quiero hacer una contribución al debate acerca de la necesidad de reducir y reestructurar un aspecto de nuestra organización social que, pese a su importancia, frecuentemente pasa desapercibido en los análisis y propuestas decrecentistas y transicioneras. Me refiero al ámbito de la Justicia y, mas específicamente, al ámbito de la Justicia Penal. El análisis que propongo se centra en la Justicia Penal, pero creo que es perfectamente aplicable, con sus modificaciones oportunas, al ámbito de la Justicia en general. Mi argumento es que, si queremos un modelo de sociedad que “posibilite la vida buena dentro de los límites ecológicos de la Tierra”, debemos tener una Justicia diferente. Por suerte, creo que ese modelo diferente, acorde con el decrecimiento, existe y funciona. Con este artículo quiero proponer a los movimientos decrecentistas que consideren la Justicia Restaurativa, como modelo de Justicia de un mundo ecológicamente sostenible. Pero antes me permitiré realizar un breve recorrido histórico.
Una breve historia del Estado Social y de su conversión en Estado Penal
El Estado de Bienestar fue fruto de las luchas sociales del siglo XX que permitieron a las clases obreras del mundo occidental alcanzar niveles de comodidad y seguridad vital inéditos en la historia moderna. Pero, recordemos, también fue fruto del mayor nivel de crecimiento económico nunca visto en la historia del capitalismo, con tasas del 5% anual sustentadas sobre el acceso a un petróleo abundante y barato que ya no existe. También fue fruto, recordemos, del expolio de materias primas y riquezas de un Sur que quedó empobrecido y del desarrollo de un hiperconsumismo adormecedor e infeliz entre las recién creadas clases medias del Norte. También fue fruto, recordemos, de la invisibilización y explotación del trabajo de cuidados que realizaban las mujeres. Si somos conscientes de que el consumismo arruina nuestros ecosistemas, afianza la injusticia global, promueve el cambio climático y destruye nuestros lazos de convivencia en común, no podemos apostar nuestras esperanzas de cambio a la vuelta a un sistema que ya sabemos nocivo y, además, caduco, pues hace décadas que el modelo de Estado Social está en crisis.
La mayoría de los estudios coinciden en señalar que la pasada década de los 70 fue el punto de inflexión en el que comenzó el fin de los Estados de Bienestar. Resulta significativo, y no es casual, que en esa década aumentara exponencialmente el desempleo, la desigualdad social, el endeudamiento público y privado, la especulación financiera, el gasto militar y el número de personas encarceladas, y que, al mismo tiempo el precio del petróleo se multiplicara por cuatro. La ruptura de la paz social que mantenía el keynesianismo económico basado en el petróleo barato fue reprimida con la receta de la zanahoria (envenenada) y el palo: endeudamiento para sostener el consumo y encarcelamiento para reprimir a las nuevas poblaciones excluidas.
Una breve historia del Estado Social y de su conversión en Estado Penal
El Estado de Bienestar fue fruto de las luchas sociales del siglo XX que permitieron a las clases obreras del mundo occidental alcanzar niveles de comodidad y seguridad vital inéditos en la historia moderna. Pero, recordemos, también fue fruto del mayor nivel de crecimiento económico nunca visto en la historia del capitalismo, con tasas del 5% anual sustentadas sobre el acceso a un petróleo abundante y barato que ya no existe. También fue fruto, recordemos, del expolio de materias primas y riquezas de un Sur que quedó empobrecido y del desarrollo de un hiperconsumismo adormecedor e infeliz entre las recién creadas clases medias del Norte. También fue fruto, recordemos, de la invisibilización y explotación del trabajo de cuidados que realizaban las mujeres. Si somos conscientes de que el consumismo arruina nuestros ecosistemas, afianza la injusticia global, promueve el cambio climático y destruye nuestros lazos de convivencia en común, no podemos apostar nuestras esperanzas de cambio a la vuelta a un sistema que ya sabemos nocivo y, además, caduco, pues hace décadas que el modelo de Estado Social está en crisis.
La mayoría de los estudios coinciden en señalar que la pasada década de los 70 fue el punto de inflexión en el que comenzó el fin de los Estados de Bienestar. Resulta significativo, y no es casual, que en esa década aumentara exponencialmente el desempleo, la desigualdad social, el endeudamiento público y privado, la especulación financiera, el gasto militar y el número de personas encarceladas, y que, al mismo tiempo el precio del petróleo se multiplicara por cuatro. La ruptura de la paz social que mantenía el keynesianismo económico basado en el petróleo barato fue reprimida con la receta de la zanahoria (envenenada) y el palo: endeudamiento para sostener el consumo y encarcelamiento para reprimir a las nuevas poblaciones excluidas.
Evolución de la población penitenciaria en los EE. UU.
En España, la salida de la dictadura franquista en 1977 nos colocó en un posición algo diferente y, gracias a las movilizaciones sociales, pudimos construir nuestro (débil) Estado de Bienestar pese al difícil momento internacional. Sin embargo, no podemos olvidar que fue un Estado de Bienestar con enormes carencias, adaptado a una sociedad con ganadores y perdedores, en la que el desempleo estructural nunca pudo ser eliminado y que consolidó una sociedad desigual, donde la inestabilidad social y la criminalización de la pobreza marcó nuestra convulsa década de los 80. En definitiva, no nos pudimos librar de la tendencia global que imponía una fuerte “guerra contra la drogas” para camuflar lo que en realidad era una guerra contra las poblaciones empobrecidas y excluidas, que quedaban fuera del competitivo darwinismo social neoliberal. España también participó del giro punitivo global pasando, como dice el sociólogo Loïc Wacquant, de un Estado Social a un Estado Penal en el que la policía y las cárceles se convierten en parte central de la imposición de las políticas de precarización e inseguridad social. No en vano, como señala el Informe de la Red de Organizaciones Sociales del Entorno Penitenciario, “es terrible comprobar cómo nuestro actual sistema penal democrático encarcela a casi 7 veces más ciudadanos y ciudadanas que el sistema totalitario franquista anterior. En efecto, en 1975 había 8.440 personas presas en España mientras que en 2015 hay 61.614 y proporcionalmente hemos pasado de 23 a 133 personas presas por cada 100.000 habitantes, ¡un aumento del 500 por cien!”
En España, la salida de la dictadura franquista en 1977 nos colocó en un posición algo diferente y, gracias a las movilizaciones sociales, pudimos construir nuestro (débil) Estado de Bienestar pese al difícil momento internacional. Sin embargo, no podemos olvidar que fue un Estado de Bienestar con enormes carencias, adaptado a una sociedad con ganadores y perdedores, en la que el desempleo estructural nunca pudo ser eliminado y que consolidó una sociedad desigual, donde la inestabilidad social y la criminalización de la pobreza marcó nuestra convulsa década de los 80. En definitiva, no nos pudimos librar de la tendencia global que imponía una fuerte “guerra contra la drogas” para camuflar lo que en realidad era una guerra contra las poblaciones empobrecidas y excluidas, que quedaban fuera del competitivo darwinismo social neoliberal. España también participó del giro punitivo global pasando, como dice el sociólogo Loïc Wacquant, de un Estado Social a un Estado Penal en el que la policía y las cárceles se convierten en parte central de la imposición de las políticas de precarización e inseguridad social. No en vano, como señala el Informe de la Red de Organizaciones Sociales del Entorno Penitenciario, “es terrible comprobar cómo nuestro actual sistema penal democrático encarcela a casi 7 veces más ciudadanos y ciudadanas que el sistema totalitario franquista anterior. En efecto, en 1975 había 8.440 personas presas en España mientras que en 2015 hay 61.614 y proporcionalmente hemos pasado de 23 a 133 personas presas por cada 100.000 habitantes, ¡un aumento del 500 por cien!”
Evolución de la población penitenciaria en España. Fuente: Ignacio González Sánchez.
Tras la crisis financiera de 2008, la Ley Mordaza y los recortes sociales consolidaron la apuesta neoliberal de represión penal y regresión social, con unos costes económicos y ecológicos ingentes. En 2017 el presupuesto de Instituciones Penitenciarias ascendió a 1.145 millones de euros anuales mientras que el presupuesto estatal para luchar contra la pobreza infantil fue de 100 millones, el mismo que el que se le asignó a la Secretaría de Estado de Medio Ambiente. El coste de las cárceles es casi el doble de lo que recibe el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y casi cuatro veces más que el de la Agencia Española de Cooperación Internacional al Desarrollo. El Instituto de la Mujer y el Instituto de la Juventud reciben aproximadamente 36 veces menos dinero. Un preso en España cuesta unos 23.000 euros al año mientras que la beca estudiantil media es de 2.500 euros por curso y el gasto en Educación Primaria es de 6.400 euros por alumno. Es decir, por cada persona en prisión podríamos tener casi a 10 personas estudiando con beca o cubriríamos el gasto de casi 4 alumnos de primaria. Pero es que, además, en el presupuesto de la Secretaría General de II. PP. no se incluye el gasto en construcción de infraestructuras penitenciarias que ascendió, en los últimos quince años, a otros 1.500 millones de euros, fundamentalmente por la construcción de Centros-tipo, macro cárceles que pueden albergar más de 2.000 personas presas[1]. Al gasto energético y en materiales que se produce al construir cada prisión hay que sumarle el creciente gasto en transporte motorizado de funcionariado, proveedores y personas presas, pues las macro-cárceles cada vez se construyen más alejadas de los centros urbanos, en ocasiones a más de 80 kilómetros. En estas cuentas, tampoco estamos incluyendo los gastos de las fuerzas de seguridad del Estado ni de los juzgados. En conjunto, España se encuentra a la cola europea en gasto social y a la cabeza en número de presos y de policías por habitante, aunque Europa en general, desde los años 70, comparte la tendencia a aumentar la desigualdad y el encarcelamiento.
Sin embargo, parafraseándo a Hölderlin podemos decir que “donde crece el peligro, crece también lo que nos salva”, pues la década de 1970, cuando el Estado Social empezó a dar paso al Estado Penal, fue también el periodo en el que (re)apareció el paradigma de la Justicia Restaurativa, de la mano de autores como Nils Christie o Howard Zehr.
Decrecer en represión: la Justicia Restaurativa como alternativa ecosocial
Tras la crisis financiera de 2008, la Ley Mordaza y los recortes sociales consolidaron la apuesta neoliberal de represión penal y regresión social, con unos costes económicos y ecológicos ingentes. En 2017 el presupuesto de Instituciones Penitenciarias ascendió a 1.145 millones de euros anuales mientras que el presupuesto estatal para luchar contra la pobreza infantil fue de 100 millones, el mismo que el que se le asignó a la Secretaría de Estado de Medio Ambiente. El coste de las cárceles es casi el doble de lo que recibe el Consejo Superior de Investigaciones Científicas y casi cuatro veces más que el de la Agencia Española de Cooperación Internacional al Desarrollo. El Instituto de la Mujer y el Instituto de la Juventud reciben aproximadamente 36 veces menos dinero. Un preso en España cuesta unos 23.000 euros al año mientras que la beca estudiantil media es de 2.500 euros por curso y el gasto en Educación Primaria es de 6.400 euros por alumno. Es decir, por cada persona en prisión podríamos tener casi a 10 personas estudiando con beca o cubriríamos el gasto de casi 4 alumnos de primaria. Pero es que, además, en el presupuesto de la Secretaría General de II. PP. no se incluye el gasto en construcción de infraestructuras penitenciarias que ascendió, en los últimos quince años, a otros 1.500 millones de euros, fundamentalmente por la construcción de Centros-tipo, macro cárceles que pueden albergar más de 2.000 personas presas[1]. Al gasto energético y en materiales que se produce al construir cada prisión hay que sumarle el creciente gasto en transporte motorizado de funcionariado, proveedores y personas presas, pues las macro-cárceles cada vez se construyen más alejadas de los centros urbanos, en ocasiones a más de 80 kilómetros. En estas cuentas, tampoco estamos incluyendo los gastos de las fuerzas de seguridad del Estado ni de los juzgados. En conjunto, España se encuentra a la cola europea en gasto social y a la cabeza en número de presos y de policías por habitante, aunque Europa en general, desde los años 70, comparte la tendencia a aumentar la desigualdad y el encarcelamiento.
Sin embargo, parafraseándo a Hölderlin podemos decir que “donde crece el peligro, crece también lo que nos salva”, pues la década de 1970, cuando el Estado Social empezó a dar paso al Estado Penal, fue también el periodo en el que (re)apareció el paradigma de la Justicia Restaurativa, de la mano de autores como Nils Christie o Howard Zehr.
Decrecer en represión: la Justicia Restaurativa como alternativa ecosocial
En su teoría del Desarrollo a Escala Humana, Manfred Max Neef sostiene que existen 9 necesidades básicas universales, presentes en todas las culturas a lo largo de todas las épocas. La necesidad de Protección es una de ellas. Esta necesidad se relaciona con la existencia de sistemas que previenen la violencia y que, en caso de que ésta se produzca, la pueden acotar y reconducir hacia cauces controlados y menos destructivos. Max Neef argumenta que, si bien las necesidades son universales, el modo en que éstas se satisfacen varía de una cultura a otra, y llama satisfactores a estos modos específicos de cubrir una necesidad. Podríamos decir que en el paradigma del Estado Social la necesidad de Protección se cubría a través de la cohesión social basada en el crecimiento económico, mientras que el Estado Penal privilegia los satisfactores de la policía, los juzgados, las prisiones y el resto de elementos de lo que llamamos sistema de Justicia. Sin embargo, este modo de intentar buscar protección y seguridad a través de organismos estatales especializados que ostentan el monopolio del uso legítimo de la violencia no es, ni mucho menos, universal. De hecho, la evidencia etnológica e histórica muestra que esta solución al problema de la convivencia y los conflictos es un invento reciente del mundo occidental y que a lo largo de la historia de la Humanidad las sociedades han resuelto sus controversias mediante prácticas participativas que incluían algún tipo de diálogo entre las partes enfrentadas, entendiendo que un objetivo básico del proceso era la reparación del daño causado. Algunos autores consideran que lo que hoy en día llamamos Justicia Restaurativa (JR) es la reinterpretación moderna de esas prácticas ancestrales.
El Manual sobre programas de Justicia Restaurativa, editado por la ONU en 2006, considera que un “proceso restaurativo es cualquier proceso en el que la víctima y el infractor y, cuando sea apropiado, otros miembros de la comunidad afectados por el delito, participan juntos y activamente en la resolución de las cuestiones derivadas del conflicto, generalmente con la ayuda de una persona facilitadora” y considera que los métodos más comunes de aplicar la JR son la mediación (directa o indirecta), las conferencias y los círculos restaurativos. La JR se encuentra ampliamente extendida en las legislaciones de multitud de países, estando especialmente desarrollada en aquellos del mundo anglosajón (Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Estados Unidos y Reino Unido). La Unión Europea lleva años tratando de impulsar entre sus Estados este paradigma de justicia y, recientemente, España incluyó por primera vez la JR en nuestro ordenamiento jurídico, al desarrollar una Directiva Europea que así lo establecía.
Los estudios empíricos avalan que la Justicia Restaurativa consigue reducir la reincidencia de las personas infractoras y disminuir los síntomas de estrés postraumático de las víctimas ayudándolas a recuperarse, al tiempo que reduce los costes del sistema de justicia y la sobreutilización de los juzgados y prisiones. La Justicia Restaurativa es una manera de satisfacer nuestra necesidad de protección más acorde con los límites ecológicos y con los principios democráticos, pues resolver nuestros conflictos de forma dialogada es mejor energética y moralmente. Si queremos una vida buena compatible con el planeta debemos lograr seguridad por medio de aumentar la cohesión social y los mecanismos participativos de resolución de conflictos, no mediante el uso de la represión y la cárcel. Como escribí en otra ocasión, para comenzar a delinear un sistema de actuación frente a los conflictos penales que sea acorde con la dignidad humana y con los límites biofísicos, debemos trabajar en torno a tres ejes: relocalizar la justicia, reinvertir en la comunidad y adoptar el paradigma de la Justicia Restaurativa. Pero ¿por dónde empezar? ¿cómo podemos lograr que la Justicia Restaurativa se convierta en la manera normal de resolver nuestros conflictos?
El Manual sobre programas de Justicia Restaurativa, editado por la ONU en 2006, considera que un “proceso restaurativo es cualquier proceso en el que la víctima y el infractor y, cuando sea apropiado, otros miembros de la comunidad afectados por el delito, participan juntos y activamente en la resolución de las cuestiones derivadas del conflicto, generalmente con la ayuda de una persona facilitadora” y considera que los métodos más comunes de aplicar la JR son la mediación (directa o indirecta), las conferencias y los círculos restaurativos. La JR se encuentra ampliamente extendida en las legislaciones de multitud de países, estando especialmente desarrollada en aquellos del mundo anglosajón (Canadá, Nueva Zelanda, Australia, Estados Unidos y Reino Unido). La Unión Europea lleva años tratando de impulsar entre sus Estados este paradigma de justicia y, recientemente, España incluyó por primera vez la JR en nuestro ordenamiento jurídico, al desarrollar una Directiva Europea que así lo establecía.
Los estudios empíricos avalan que la Justicia Restaurativa consigue reducir la reincidencia de las personas infractoras y disminuir los síntomas de estrés postraumático de las víctimas ayudándolas a recuperarse, al tiempo que reduce los costes del sistema de justicia y la sobreutilización de los juzgados y prisiones. La Justicia Restaurativa es una manera de satisfacer nuestra necesidad de protección más acorde con los límites ecológicos y con los principios democráticos, pues resolver nuestros conflictos de forma dialogada es mejor energética y moralmente. Si queremos una vida buena compatible con el planeta debemos lograr seguridad por medio de aumentar la cohesión social y los mecanismos participativos de resolución de conflictos, no mediante el uso de la represión y la cárcel. Como escribí en otra ocasión, para comenzar a delinear un sistema de actuación frente a los conflictos penales que sea acorde con la dignidad humana y con los límites biofísicos, debemos trabajar en torno a tres ejes: relocalizar la justicia, reinvertir en la comunidad y adoptar el paradigma de la Justicia Restaurativa. Pero ¿por dónde empezar? ¿cómo podemos lograr que la Justicia Restaurativa se convierta en la manera normal de resolver nuestros conflictos?
A modo de hipótesis, y para finalizar este artículo, propongo adaptar al ámbito de la justicia la estrategia dual que propone Manuel Casal Lodeiro. Es decir, para implantar la Justicia Restaurativa habría que trabajar, paralelamente y al mismo tiempo, con las instituciones y partidos políticos, por un lado, y con los movimientos sociales y la ciudadanía organizada, por el otro.
Es decir, habría que convencer a las fuerzas políticas para que ofrecieran la Justicia Restaurativa como complemento al sistema de justicia habitual. El País Vasco y Cataluña llevan años ofreciendo servicios públicos de mediación penal en sus territorios, de forma que la ciudadanía y la judicatura van familiarizándose con el sistema y apreciando sus ventajas, en cuanto a mejora de la calidad democrática de la justicia y descongestión del sistema judicial. Poco a poco, la Justicia Restaurativa podría aplicarse a todo tipo de delitos y contribuir a reducir las tasas de encarcelamiento. Al mismo tiempo, habría que explorar las posibilidades que ofrece la Justicia Restaurativa como alternativa al sistema de justicia habitual. Habría que trabajar a nivel local empoderando a las comunidades para que resolvieran sus conflictos por sí mismas, sin necesidad de recurrir a mecanismos formales de carácter estatal. En este caso, lo que habría que potenciar sería la formación y la concienciación entre los movimientos sociales y las personas de a pie, haciéndoles ver que tienen la capacidad de recuperar el control sobre sus propios conflictos.
En ambos casos, en línea con el pensamiento de Ivan Illich, la idea sería recuperar la vida convivencial, donde “el conflicto se vuelve creador de libertad”, y nos ayuda a construir sociedades justas, democráticas y sostenibles, que posibiliten la vida buena dentro de los límites ecológicos del planeta, conscientes de la imposibilidad y nocividad del crecimiento perpetuo.
Es decir, habría que convencer a las fuerzas políticas para que ofrecieran la Justicia Restaurativa como complemento al sistema de justicia habitual. El País Vasco y Cataluña llevan años ofreciendo servicios públicos de mediación penal en sus territorios, de forma que la ciudadanía y la judicatura van familiarizándose con el sistema y apreciando sus ventajas, en cuanto a mejora de la calidad democrática de la justicia y descongestión del sistema judicial. Poco a poco, la Justicia Restaurativa podría aplicarse a todo tipo de delitos y contribuir a reducir las tasas de encarcelamiento. Al mismo tiempo, habría que explorar las posibilidades que ofrece la Justicia Restaurativa como alternativa al sistema de justicia habitual. Habría que trabajar a nivel local empoderando a las comunidades para que resolvieran sus conflictos por sí mismas, sin necesidad de recurrir a mecanismos formales de carácter estatal. En este caso, lo que habría que potenciar sería la formación y la concienciación entre los movimientos sociales y las personas de a pie, haciéndoles ver que tienen la capacidad de recuperar el control sobre sus propios conflictos.
En ambos casos, en línea con el pensamiento de Ivan Illich, la idea sería recuperar la vida convivencial, donde “el conflicto se vuelve creador de libertad”, y nos ayuda a construir sociedades justas, democráticas y sostenibles, que posibiliten la vida buena dentro de los límites ecológicos del planeta, conscientes de la imposibilidad y nocividad del crecimiento perpetuo.
Notas
[1] Aqui también se vivió una burbuja inmobiliaria, pues se construyeron tantos centros penitenciarios que cuando estalló la crisis no había dinero para contratar personal que los atendiera. El caso más sangrante es el de la prisión de Archidona, cuya construcción, ejecutada por el grupo empresarial ACS, costó 117 millones de euros. Las obras acabaron en 2013 y ha permanecido cerrada, con un coste de 800.000 euros anuales, hasta el ilegal e infame traslado de 500 inmigrantes argelinos en diciembre de 2017, que supuso la muerte de Mohamed Bouderbala, uno de los retenidos.
Fuente: https://www.15-15-15.org/webzine/?email_id=23&user_id=495&urlpassed=aHR0cHM6Ly93d3cuMTUtMTUtMTUub3JnL3dlYnppbmUvMjAxOC8wNS8wMy9qdXN0aWNpYS1yZXN0YXVyYXRpdmEteS10cmFuc2ljaW9uLWVjb3NvY2lhbC8&controller=stats&action=analyse&wysija-page=1&wysijap=subscriptions- Imagenes: Casdeiro