Crisis energética, intereses privados, decrecimiento

A nadie se le escapa que nos enfrentamos a un horizonte energético muy delicado, en el que se dan cita por igual un acelerado proceso de agotamiento de recursos -con el encarecimiento consiguiente de éstos- y una demanda general consolidada por el crecimiento de las llamadas economías emergentes. A duras penas sorprenderá que ante semejante escenario hayan proliferado los intentos de perfilar soluciones. Acojámonos a uno de ellos que -parece- retrata el círculo vicioso en el que se hallan inmersos la mayoría de los dirigentes políticos e ilustra en su caso, también, la sumisión que éstos muestran ante los intereses de poderosas empresas privadas.

Carlos Taibo

Hace unos días, en una entrevista que concedió a un canal de televisión, Felipe González, el ex presidente del Gobierno español, se refirió a la cuestión que nos ocupa e identificó tres grandes medidas que -cabe entender- debían acometerse simultáneamente. Si la primera era el progresivo despliegue de energías renovables, la segunda aconsejaba diversificar las fuentes de suministro y la tercera sugería reabrir, en fin, el debate relativo a la energía nuclear.
Nada hay que oponer, por lógica, al despliegue de energías renovables, en el buen entendido de que éstas no deben servir -como se adivina en muchos de los discursos oficiales al uso- para preservar el estilo de vida depredador y despilfarrador que se ha impuesto entre nosotros. La propia lógica de esas fuentes de energía reclama una actitud, individual y colectiva, estrechamente vinculada con la sencillez y la sobriedad voluntaria o, lo que es lo mismo, orgullosamente alejada de las exigencias del mercado y de su permanente y artificial creación de necesidades.
Tampoco hay nada sustancioso que oponer a la sugerencia de que hay que diversificar las fuentes de suministro, y ello por mucho que la propuesta beba casi siempre de la política más convencional. Subrayemos al respecto que la sugerencia de González puede ser interpretada en al menos dos sentidos diferentes. Mientras el primero apunta que debemos diversificar las fuentes de energía, sin más, el segundo interpreta que tenemos que procurar un abanico más amplio de abastecedores -empresas o Estados- a efectos de no contraer dependencias abusivas con ninguno de ellos. No está de más subrayar, eso sí, que acaso la mejor manera de sortear esas dependencias es la que pasa por reducir, una vez más, nuestros a menudo hilarantes niveles de consumo, perspectiva que -como enseguida me veré obligado a subrayar- está dramáticamente ausente de las agendas oficiales.
Mucho menos estimulante es la tercera de las propuestas vertidas por González. Hablo, claro, de la que se refiere a una energía, la nuclear, que me temo es pan para hoy y hambre para mañana. Quienes desean convertir esa modalidad de energía en la tabla de salvación para nuestras economías señalan comúnmente que será preciso multiplicar por tres el número de centrales atómicas existentes en el planeta. Habida cuenta de que las estimaciones concluyen que hoy tenemos uranio para un escaso medio siglo, el cálculo se antoja sencillo: de verificarse la multiplicación referida, nos quedará uranio para tres lustros. Aunque no sólo se trata de eso: sabido es que, mientras los residuos generados por las centrales configuran un dramático regalo para las generaciones venideras, la construcción de aquéllas es muy lesiva en términos de cambio climático, la energía que producen resulta siempre costosa y, por dejarlo ahí, las condiciones de seguridad dejan mucho que desear. Circunstancias como las mencionadas aconsejan concluir que la energía nuclear no es esa cómoda e higiénica panacea que algunos, a menudo interesadamente, aprecian.
Vayamos, sin embargo, a lo principal e identifiquemos la carencia mayor, muy significativa, que arrastran las declaraciones de Felipe González. Es sorprendente que, cuando el ex presidente asume la tarea de buscar respuestas a una crisis energética que es ya una realidad palpable, olvide la principal: la que reclama reducciones notables en nuestros niveles de producción y de consumo y, más allá de ellas, una reorganización de nuestras sociedades sobre la base de principios diferentes (entre ellos la primacía de la vida social frente a la lógica de la productividad y de la competitividad, el reparto del trabajo, una renta básica de ciudadanía, la necesaria reducción de las dimensiones de muchas infraestructuras productivas, administrativas y de transporte, o, en fin, la recuperación de lo local frente a la locura de la globalización desbocada).
Si alguien me pregunta por qué Felipe González -y con él tantos otros- prefiere esquivar un horizonte tan razonable y hacedero como ése, responderé sin margen para la duda: porque ese horizonte implica cuestionar la lógica sagrada del mercado y, con ella, los intereses de poderosas empresas empeñadas en conducirnos camino del abismo. ¿Cómo es posible que al tiempo que se dice apostar por la sostenibilidad se perfile un programa de ayudas públicas llamadas a facilitar la adquisición de automóviles privados, esto es, la promoción de uno de los elementos centrales que dan cuenta de la insostenibilidad energética y medioambiental de nuestras sociedades?
Que estamos obligados a introducir energías limpias y renovables resulta evidente. Casi tanto como que, al tiempo, debemos apostar con rotundidad, en el Norte opulento, por significativas reducciones en los niveles de producción y de consumo que dan alas a un orden de cosas en el que salgan adelante, con no menor rotundidad, la atención de las necesidades sociales insatisfechas y el respeto puntilloso del medio natural.

Fuente: Decrecimiento.info

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