Distopías televisivas
Las mismas personas que siguen estas series con pasión no se reconocen en ellas… no les parece que describan algo que les está pasando a ellas… nada que les pueda pasar a ellos... Las clases medias se defienden de los elementos apocalípticos infiltrados ya en sus vidas proyectándolos en la ficción y en el futuro, dos lugares donde el dolor latente se vuelve goce presente
Santiago Alba Rico
La ficción manda siempre; y permite entender la realidad. Si hablamos de ficciones anticipatorias, hay que decir que lo que comparten utopías y distopías es la dimensión temporal; el hecho de que unas y otras se colocan en el futuro, siempre un poco por delante de nosotros, donde las utopías pueden defenderse como posibles, aunque nunca lleguen, y las distopías como imposibles, porque nunca llegan.
El hecho mismo de concebir una utopía la declara posible; el hecho mismo de concebir una distopía la declara imposible. La consecuencia colateral es que las utopías, cuando se cumplen, se cumplen siempre como distopías y que las distopías ya presentes se disuelven, irreconocibles, en la normalidad. La felicidad –quiero decir– acaba encerrando en campos de concentración a los infelices; mientras que todos nos acostumbramos, lo denunciemos o no, al cambio climático.
Como regla general podemos formular el principio de que las utopías se conciben en los malos tiempos y las distopías en los buenos, porque nos gusta imaginar lo contrario de lo que vivimos. Ahora bien –se dirá con razón– nuestros tiempos hoy son cualquier cosa menos buenos. Es verdad, a condición de añadir enseguida que el público que demanda y al que se dirigen estas ficciones distópicas goza aún, por así decirlo, de vidas llevaderas: se trata de clases medias consumistas que no pueden experimentar los elementos distópicos infiltrados ya en sus existencias (tecnológicos y políticos) y que se defienden de ellos proyectándolos en la ficción y en el futuro, dos lugares donde el dolor latente se vuelve goce presente. Hay toda una serie de productos literarios y cinematográficos, a veces de mucha calidad, que dibujan este principio general para nuestras clases medias occidentales: vidas blandas, ficciones duras. Los mundos distópicos, de orden político o moral, invierten la jerarquía afectiva de las ficciones clásicas: son la dureza, la crueldad, la violencia, la amoralidad, ahora convertidas en rasgos centrales de los personajes protagónicos, inevitablemente interesantes (pensemos en Los Soprano o en Breaking Bad ), las que nos tientan desde nuestra frágil crisálida consumista, como aquello que querríamos llegar a ser o, al menos, como refugio cínico para nuestras vidas insatisfactorias pero aún relativamente cómodas.
Nos asusta, es evidente, lo mismo que nos seduce: el peligro, incluso o sobre todo el peligro moral, en un mundo en el que seguimos siendo buenos por inercia o a la fuerza: porque no tenemos, en fin, los medios para no serlo. La “ingenuidad”, asociada al placer de comenzar de nuevo y sin origen, está prohibida o al menos desprestigiada; como trabajadores, como votantes o como amantes, estamos siempre ya “de vuelta de todo”, según esa expresión castiza que, frente a la esperanza peligrosa de un “hombre nuevo”, nos pone delante solo y siempre “hombres viejos” o avejentados por la experiencia. ¿Por la experiencia? Se nos olvida que este “hombre viejo” de nuestros centros comerciales, perpetuo adolescente, nunca ha tenido, en realidad, menos experiencias y que su cinismo, su dureza, su “soltería” antropológica, espejo de la ficción, es resultado de la descomposición neoliberal de los lazos sociales. En este sentido la cacareadísima Joker, de Todd Phillips, y la desoladora The elephant is still sitting , del chino Hu Bo, retratan el mismo mundo deshilachado –desalmado– en Gotham y en China; y frente a esta disolución de vínculos y desnutrición anímica nuestra energía utópica se vuelca toda ella, un poco desesperada, en “lo cuqui”: el desfile de gatitos y flores que subimos a las redes mientras bajamos al metro. Alguien debería atreverse a cambiar la tendencia y escribir la novela (o la serie) del “hombre bueno del siglo XXI”, lejos de las utopías hollywoodescas y en un mundo objetivamente adverso. He aquí el desafío hoy para nuestros novelistas y cineastas. ¿Se puede hacer? Ese “hombre bueno” –que no “nuevo”– será probablemente una mujer y además asperger, por lo que –mucho me temo– se le escatimará valor y además no resultará simpática. Pero no perdamos la esperanza en la ficción: el príncipe Mishkin era también un poco asperger y nada disneyniano y Dostoievski consiguió hacer de él un personaje convincente y esclarecedor.
En realidad las distopías apocalípticas, reinas de nuestra literatura y nuestro cine, ayudan a soportar la crisis y, de algún modo, a retrasar la toma de conciencia o, mejor dicho, a acomodarnos en la toma de conciencia. La distopía, por ejemplo, de Black Mirror , al menos en sus primeras temporadas (luego se ha netflixizado), va sólo algunos minutos por detrás de la realidad, hasta el punto de que, más que una distopía, a veces se ofrece como una informe administrativo de nuestra ciudadanía tecnologizada. Lo mismo pasa con Years and years , pese a su desastroso final irrealista y complaciente. Es fácil reconocer ahí nuestra sociedad presente; y nuestro inminente porvenir. Ahora bien, el problema es que los mismos cautivos tecnológicos que siguen estas series con pasión no se reconocen en ellas; no les parece que describan nada que les esté pasando a ellos; nada que pueda pasarles a ellos. Estamos protegidos por las condiciones mismas de la recepción. El psicoanálisis conoce bien este efecto agnósico de la ficción: ningún neurótico se sentirá acusado por el Robert de Niro de Taxi Driver , ninguna madre castradora por Bernarda Alba , ningún marido maltratador por el marido de Nicole Kidman en Big Little Lies . Los espectadores somos siempre sanos, buenos y honrados. Así que podemos asustarnos sin sentir miedo, indignarnos sin cuestionarnos y juzgar con lucidez a los otros sin cambiar nuestras propias vidas. Nos pueden fascinar los “malos” –como Walter White– sin sentirnos malos ni rebelarnos contra el mal. Chernobyl , por otro lado, es algo que sólo puede ocurrir en la Rusia comunista; y El cuento de la criada en una sociedad religiosa –islámica quizás– que no es la nuestra.
EL MUNDO VERDADERAMENTE DISTÓPICO QUE YA ES EL NUESTRO ES JUSTAMENTE ESTE: EL DE UNAS VIDAS SIN MANOS NI MIRADA, LÍQUIDAS Y RÁPIDAS COMO UNA HEMORRAGIA MORTAL
Esto tiene un lado bueno y un lado malo: el bueno es que, frente a la ficción, todos formamos una comunidad más o menos homogénea y bastante razonable, compuesta de tipos mejores que nosotros mismos; el malo es que esa comunidad interviene pocas veces en este mundo. Toda distopía, en definitiva, es una advertencia siempre inatendida: una amenaza que tranquiliza y una tensión que relaja. Que las desatendamos, pese al tino anticipatorio y la calidad artística de muchas de ellas, tiene que ver con su propia condición ficticia, en cuya autonomía saciamos nuestra sed de belleza y de justicia (o de todo lo contrario), pero también, como digo, con las “condiciones de recepción”: con las antropológicas y con las sociales. Estamos –digamos– humanamente incapacitados para “creer” en lo que vemos si lo vemos bajo el sol y con amigos; y estamos –añadamos– socialmente incapacitados para “ver” lo que creemos porque nos resulta cada vez más difícil mirar. No atendemos porque vivimos en una sociedad tecnológica y económicamente desatenta en la que la renovación vertiginosa de las mercancías y la incuria colectiva asociada a los formatos tecnológicos del ocio proletarizado convierten en digestión cualquier pensamiento y en gag visual cualquier narración. El mundo verdaderamente distópico que ya es el nuestro es justamente este: el de unas vidas sin manos ni mirada, líquidas y rápidas como una hemorragia mortal.
¿Hay alguna esperanza de salvación? Al menos podemos nombrarla. Por la boca, que lo salva, muere el pez: por los ojos, que lo condenan, se salvan los humanos. Repasando por otro motivo la obra de la filósofa, mística y militante Simone Weil, tropecé con su insistencia en localizar en la mirada, y no en la voluntad, el medio de la salvación: “El esfuerzo por el que el alma se salva se asemeja al esfuerzo por el que se mira”. La voluntad es muscular y neoliberal; la mirada corporal y vinculante. La utopía dolorosa del enamorado, que quiere comer con los ojos y mirar con la boca, se convierte en la distopía social de una voluntad que lo devora todo; frente a ella, dice Weil, “hay que tratar de enmendar los errores por medio de la atención”, teniendo siempre presente que “ningún esfuerzo de atención se pierde”, de manera que –saco yo las conclusiones– se podría establecer una relación de continuidad, y casi de necesidad secuencial, entre la concentración en un sudoku, la minuciosa reparación de una vasija rota, la preparación cuidadosa de un ramo de flores y la empatía con el otro. Hay –debe haber–, como en los tejados, filtraciones entre el arte y la realidad, ámbitos que conviene, al mismo tiempo, mantener en recintos separados sin culpabilidad ni vergüenza. Pero no se puede descartar la posibilidad de que el buen samaritano, el único que vio al hombre herido en el camino, fuera sencillamente alguien que había “mirado” con mucha atención un cuadro o un poema; o que salía del cine tras haber “mirado” atentamente Rashomon de Kurosawa o El irlandés de Scorsese. Miremos más, comamos menos.
Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo) . @SANTIAGOALBAR : Imagen de portada: Fotograma de la serie Years and years. HBO
Fuente: https://ctxt.es/es/20191211/Firmas/29977/Santiago-Alba-Rico-tribuna-distopias-utopias-series-television.htm
Santiago Alba Rico
La ficción manda siempre; y permite entender la realidad. Si hablamos de ficciones anticipatorias, hay que decir que lo que comparten utopías y distopías es la dimensión temporal; el hecho de que unas y otras se colocan en el futuro, siempre un poco por delante de nosotros, donde las utopías pueden defenderse como posibles, aunque nunca lleguen, y las distopías como imposibles, porque nunca llegan.
El hecho mismo de concebir una utopía la declara posible; el hecho mismo de concebir una distopía la declara imposible. La consecuencia colateral es que las utopías, cuando se cumplen, se cumplen siempre como distopías y que las distopías ya presentes se disuelven, irreconocibles, en la normalidad. La felicidad –quiero decir– acaba encerrando en campos de concentración a los infelices; mientras que todos nos acostumbramos, lo denunciemos o no, al cambio climático.
Como regla general podemos formular el principio de que las utopías se conciben en los malos tiempos y las distopías en los buenos, porque nos gusta imaginar lo contrario de lo que vivimos. Ahora bien –se dirá con razón– nuestros tiempos hoy son cualquier cosa menos buenos. Es verdad, a condición de añadir enseguida que el público que demanda y al que se dirigen estas ficciones distópicas goza aún, por así decirlo, de vidas llevaderas: se trata de clases medias consumistas que no pueden experimentar los elementos distópicos infiltrados ya en sus existencias (tecnológicos y políticos) y que se defienden de ellos proyectándolos en la ficción y en el futuro, dos lugares donde el dolor latente se vuelve goce presente. Hay toda una serie de productos literarios y cinematográficos, a veces de mucha calidad, que dibujan este principio general para nuestras clases medias occidentales: vidas blandas, ficciones duras. Los mundos distópicos, de orden político o moral, invierten la jerarquía afectiva de las ficciones clásicas: son la dureza, la crueldad, la violencia, la amoralidad, ahora convertidas en rasgos centrales de los personajes protagónicos, inevitablemente interesantes (pensemos en Los Soprano o en Breaking Bad ), las que nos tientan desde nuestra frágil crisálida consumista, como aquello que querríamos llegar a ser o, al menos, como refugio cínico para nuestras vidas insatisfactorias pero aún relativamente cómodas.
Nos asusta, es evidente, lo mismo que nos seduce: el peligro, incluso o sobre todo el peligro moral, en un mundo en el que seguimos siendo buenos por inercia o a la fuerza: porque no tenemos, en fin, los medios para no serlo. La “ingenuidad”, asociada al placer de comenzar de nuevo y sin origen, está prohibida o al menos desprestigiada; como trabajadores, como votantes o como amantes, estamos siempre ya “de vuelta de todo”, según esa expresión castiza que, frente a la esperanza peligrosa de un “hombre nuevo”, nos pone delante solo y siempre “hombres viejos” o avejentados por la experiencia. ¿Por la experiencia? Se nos olvida que este “hombre viejo” de nuestros centros comerciales, perpetuo adolescente, nunca ha tenido, en realidad, menos experiencias y que su cinismo, su dureza, su “soltería” antropológica, espejo de la ficción, es resultado de la descomposición neoliberal de los lazos sociales. En este sentido la cacareadísima Joker, de Todd Phillips, y la desoladora The elephant is still sitting , del chino Hu Bo, retratan el mismo mundo deshilachado –desalmado– en Gotham y en China; y frente a esta disolución de vínculos y desnutrición anímica nuestra energía utópica se vuelca toda ella, un poco desesperada, en “lo cuqui”: el desfile de gatitos y flores que subimos a las redes mientras bajamos al metro. Alguien debería atreverse a cambiar la tendencia y escribir la novela (o la serie) del “hombre bueno del siglo XXI”, lejos de las utopías hollywoodescas y en un mundo objetivamente adverso. He aquí el desafío hoy para nuestros novelistas y cineastas. ¿Se puede hacer? Ese “hombre bueno” –que no “nuevo”– será probablemente una mujer y además asperger, por lo que –mucho me temo– se le escatimará valor y además no resultará simpática. Pero no perdamos la esperanza en la ficción: el príncipe Mishkin era también un poco asperger y nada disneyniano y Dostoievski consiguió hacer de él un personaje convincente y esclarecedor.
En realidad las distopías apocalípticas, reinas de nuestra literatura y nuestro cine, ayudan a soportar la crisis y, de algún modo, a retrasar la toma de conciencia o, mejor dicho, a acomodarnos en la toma de conciencia. La distopía, por ejemplo, de Black Mirror , al menos en sus primeras temporadas (luego se ha netflixizado), va sólo algunos minutos por detrás de la realidad, hasta el punto de que, más que una distopía, a veces se ofrece como una informe administrativo de nuestra ciudadanía tecnologizada. Lo mismo pasa con Years and years , pese a su desastroso final irrealista y complaciente. Es fácil reconocer ahí nuestra sociedad presente; y nuestro inminente porvenir. Ahora bien, el problema es que los mismos cautivos tecnológicos que siguen estas series con pasión no se reconocen en ellas; no les parece que describan nada que les esté pasando a ellos; nada que pueda pasarles a ellos. Estamos protegidos por las condiciones mismas de la recepción. El psicoanálisis conoce bien este efecto agnósico de la ficción: ningún neurótico se sentirá acusado por el Robert de Niro de Taxi Driver , ninguna madre castradora por Bernarda Alba , ningún marido maltratador por el marido de Nicole Kidman en Big Little Lies . Los espectadores somos siempre sanos, buenos y honrados. Así que podemos asustarnos sin sentir miedo, indignarnos sin cuestionarnos y juzgar con lucidez a los otros sin cambiar nuestras propias vidas. Nos pueden fascinar los “malos” –como Walter White– sin sentirnos malos ni rebelarnos contra el mal. Chernobyl , por otro lado, es algo que sólo puede ocurrir en la Rusia comunista; y El cuento de la criada en una sociedad religiosa –islámica quizás– que no es la nuestra.
EL MUNDO VERDADERAMENTE DISTÓPICO QUE YA ES EL NUESTRO ES JUSTAMENTE ESTE: EL DE UNAS VIDAS SIN MANOS NI MIRADA, LÍQUIDAS Y RÁPIDAS COMO UNA HEMORRAGIA MORTAL
Esto tiene un lado bueno y un lado malo: el bueno es que, frente a la ficción, todos formamos una comunidad más o menos homogénea y bastante razonable, compuesta de tipos mejores que nosotros mismos; el malo es que esa comunidad interviene pocas veces en este mundo. Toda distopía, en definitiva, es una advertencia siempre inatendida: una amenaza que tranquiliza y una tensión que relaja. Que las desatendamos, pese al tino anticipatorio y la calidad artística de muchas de ellas, tiene que ver con su propia condición ficticia, en cuya autonomía saciamos nuestra sed de belleza y de justicia (o de todo lo contrario), pero también, como digo, con las “condiciones de recepción”: con las antropológicas y con las sociales. Estamos –digamos– humanamente incapacitados para “creer” en lo que vemos si lo vemos bajo el sol y con amigos; y estamos –añadamos– socialmente incapacitados para “ver” lo que creemos porque nos resulta cada vez más difícil mirar. No atendemos porque vivimos en una sociedad tecnológica y económicamente desatenta en la que la renovación vertiginosa de las mercancías y la incuria colectiva asociada a los formatos tecnológicos del ocio proletarizado convierten en digestión cualquier pensamiento y en gag visual cualquier narración. El mundo verdaderamente distópico que ya es el nuestro es justamente este: el de unas vidas sin manos ni mirada, líquidas y rápidas como una hemorragia mortal.
¿Hay alguna esperanza de salvación? Al menos podemos nombrarla. Por la boca, que lo salva, muere el pez: por los ojos, que lo condenan, se salvan los humanos. Repasando por otro motivo la obra de la filósofa, mística y militante Simone Weil, tropecé con su insistencia en localizar en la mirada, y no en la voluntad, el medio de la salvación: “El esfuerzo por el que el alma se salva se asemeja al esfuerzo por el que se mira”. La voluntad es muscular y neoliberal; la mirada corporal y vinculante. La utopía dolorosa del enamorado, que quiere comer con los ojos y mirar con la boca, se convierte en la distopía social de una voluntad que lo devora todo; frente a ella, dice Weil, “hay que tratar de enmendar los errores por medio de la atención”, teniendo siempre presente que “ningún esfuerzo de atención se pierde”, de manera que –saco yo las conclusiones– se podría establecer una relación de continuidad, y casi de necesidad secuencial, entre la concentración en un sudoku, la minuciosa reparación de una vasija rota, la preparación cuidadosa de un ramo de flores y la empatía con el otro. Hay –debe haber–, como en los tejados, filtraciones entre el arte y la realidad, ámbitos que conviene, al mismo tiempo, mantener en recintos separados sin culpabilidad ni vergüenza. Pero no se puede descartar la posibilidad de que el buen samaritano, el único que vio al hombre herido en el camino, fuera sencillamente alguien que había “mirado” con mucha atención un cuadro o un poema; o que salía del cine tras haber “mirado” atentamente Rashomon de Kurosawa o El irlandés de Scorsese. Miremos más, comamos menos.
Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo) . @SANTIAGOALBAR : Imagen de portada: Fotograma de la serie Years and years. HBO
Fuente: https://ctxt.es/es/20191211/Firmas/29977/Santiago-Alba-Rico-tribuna-distopias-utopias-series-television.htm