Átomos para la Paz nunca fue el plan: Los primeros reactores estaban destinados principalmente a la producción de plutonio.

Átomos para la Paz sonaba bien. Pero, en el mejor de los casos, era una fantasía y, en el peor, una mentira. Átomos para la paz nunca fue la intención. Átomos para la guerra, como se vio después, se estaba gestando en el trasfondo incluso antes de que Dwight Eisenhower llegara a la presidencia de Estados Unidos. Tras desechar sumariamente el informe de la Comisión Paley entregado a su predecesor, el presidente Truman, y que abogaba por que Estados Unidos eligiera la vía solar para la expansión energética, Eisenhower adoptó un informe muy diferente. En 1953, la Comisión de Energía Atómica (AEC) entregó una serie de estudios sobre la tecnología de los reactores nucleares realizados por cuatro grupos de empresas de la industria privada.

Linda Pentz Gunter
Beyond Nuclear International

En la portada del informe figura una conocida galería de pícaros de corporaciones, entre ellas Dow, Monsanto y Bechtel. Estos informes, una iniciativa de las propias empresas, tenían por objeto encontrar la manera de incorporar la industria privada al sector de la energía nuclear. Hasta ahora, el sector nuclear -casi totalmente centrado en las armas, por supuesto- estaba firmemente bajo el control del gobierno y el ejército.
¿De quién fue la idea? Dice la AEC:

“En consecuencia, cuando el Dr. Charles A. Thomas, de Monsanto Chemical Co., propuso en el verano de 1950 que la industria podría con su propio capital diseñar, construir y explotar reactores nucleares para la producción de plutonio y energía, la AEC consideró con interés la sugerencia.”
Plutonio y energía. Nótese qué fue primero.
En poco tiempo había cuatro grupos compitiendo por presentar la mejor propuesta para un reactor de doble propósito -así lo llamaban- que fabricaría plutonio para el sector de armamento nuclear y, oh sí, como subproducto, también generaría electricidad.
Este fue un requisito previo, directamente de la AEC. Incluso si Dow y Monsanto y otros hubieran querido simplemente explorar el uso de la energía nuclear para la generación de electricidad, la AEC exigió que los diseños que consideraría fueran: “no necesariamente los que se habrían seleccionado si los estudios se hubieran orientado hacia reactores sólo de potencia, en los que el plutonio producido sólo tuviera valor como combustible”. Tenían que ser de doble uso.
Y aunque los cuatro grupos consideraron que los reactores de doble finalidad eran técnicamente viables, todos estuvieron de acuerdo en que: “no podría construirse en un futuro muy próximo ningún reactor que fuera económico basándose únicamente en la generación de energía”.
Antieconómico, entonces, y todavía hoy.
Los cuatro grupos de empresas habían terminado sus informes en el verano de 1952. Así que, incluso cuando el gobierno de Truman encargó y presentó la Comisión Paley al Congreso -que había señalado que la energía nuclear tenía una utilidad limitada-, entre bastidores, la AEC y esta cábala de la industria privada ya estaban tratando de cimentar un esquema que legitimara la energía nuclear dándole un doble propósito, el más importante de los cuales era su papel en la construcción del arsenal de armas nucleares de Estados Unidos.
Esta determinación, de vincular la tecnología de los reactores nucleares civiles y militares; de decir que la tecnología de los reactores debía servir principalmente para producir plutonio; dio efectivamente a la energía nuclear un asiento inamovible en la mesa de la energía.
Y todo esto eclipsó y suplantó el desarrollo de las energías renovables, a pesar de lo que había recomendado la Comisión Paley, porque, por supuesto, las energías renovables no tenían ninguna utilidad para el sector militar.
Ninguno de los reactores presentados por los cuatro grupos en el informe de la AEC llegó a construirse. De hecho, nunca se construyó en Estados Unidos ningún reactor comercial de propiedad civil que adoptara el concepto dual de producción de energía y producción de plutonio.
En cambio, Estados Unidos ya estaba abriendo el camino para que la industria privada desarrollara, poseyera y explotara centrales nucleares comerciales con el fin de generar electricidad. De este modo, ya no era necesario seguir la vía de los reactores de doble finalidad.
Si se hubiera seguido la vía de la Comisión Paley y Estados Unidos hubiera decidido liderar el mundo en energía solar, quizá no hubiéramos tenido cambio climático.
En lugar de eso, conseguimos Átomos para la Paz y la energía nuclear conservó su puesto en la mesa de las armas nucleares. No porque fuera la opción más económica, más abundante y más sostenible para la producción de energía. No lo era. Sino por ese caché especial: su conexión con las armas nucleares. A pesar del orgullo nacional de entonces por Átomos para la Paz, fue un paso fatal en la dirección equivocada, que sumió al país en enormes costes y un enorme inventario de residuos radiactivos.
La conexión entre la energía nuclear y las armas nucleares sigue intacta, cimentada en el Tratado de No Proliferación nuclear (TNP), concretamente, en el Artículo IV que dice: “Nada de lo dispuesto en el presente Tratado se interpretará en el sentido de afectar al derecho inalienable de todas las Partes en el Tratado a desarrollar la investigación, la producción y la utilización de la energía nuclear con fines pacíficos”.
Lamentablemente, estas palabras fueron tomadas textualmente e insertadas en el por lo demás excelente Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares.
El artículo IV del TNP incluso fomenta el desarrollo de la energía nuclear en “los Estados no poseedores de armas nucleares que sean Partes en el Tratado, teniendo debidamente en cuenta las necesidades de las regiones en desarrollo del mundo”.
Así, cuando un país no poseedor de armas nucleares firma el Tratado, declarando así que no desarrollará armas nucleares, su recompensa no es sólo el permiso, sino el estímulo para desarrollar la energía nuclear, independientemente de las necesidades energéticas, el clima, la demografía, la topografía o la volatilidad política de ese país.
Así, tenemos un país como Arabia Saudí -junto con otros de la cada vez más volátil región de Oriente Medio- ansioso por desarrollar la energía nuclear. El argumento de Arabia Saudí es que esto le permitirá exportar más petróleo en lugar de quemarlo, reduciendo así sus emisiones de carbono. Todo bueno para el cambio climático, dice. Pero si Arabia Saudí necesita realmente una fuente de energía propia, ¿por qué iba a embarcarse en un programa largo, lento y caro de construcción de centrales nucleares? Seguramente un lugar soleado y ventoso como Arabia Saudí estaría desarrollando energía solar y eólica si de verdad se tratara de las necesidades de electricidad.
Es bastante obvio por qué Arabia Saudí quiere energía nuclear. Al menos abre la opción de un camino hacia las armas nucleares, y envía un mensaje a sus enemigos en esa región -sobre todo a Irán- sobre esa capacidad para hacerlo.
Permitir el “derecho inalienable” a la energía nuclear deja el puente levadizo del castillo de la paz perpetuamente bajado, una invitación abierta a los merodeadores para que carguen con los medios para desarrollar armas nucleares. Lo que empezó como una mala idea en 1953 no debería consagrarse en leyes destinadas a hacer del mundo un lugar libre de armas nucleares.


Traducción de Raúl Sánchez Saura.- Imagen de portada: Artículo publicado originalmente en Beyond Nuclear International. Publicado en: https://www.elsaltodiario.com/desconexion-nuclear/atomos-paz-nunca-fue-plan

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