«Si te preocupa que tus hijos tengan acceso a alimentos saludables y a agua limpia, tendrás que hacerte activista medioambiental»

 

Carmen Hernández Zurbano nació en Salamanca en 1976, aunque ha pasado la mayor parte de su vida en Extremadura. Es pediatra, antropóloga, ha estudiado Teoría de la Literatura en varios países, y ahora está a punto de terminar su segunda especialidad médica: tras quince años dedicada a la pediatría, se ha pasado a la salud pública.

Azahara Palomeque

Esa amalgama de virtudes aparece en su último ensayo: Tengo la barriga cuadrada y la cabeza llena de lombrices, un texto híbrido donde comparte sus experiencias atendiendo a niños en la consulta –y, a menudo, a sus madres– desde un enfoque feminista y ecologista que también se refleja en su literatura. Asimismo, este volumen relata su propia historia lidiando con la enfermedad, y enfatiza especialmente que lo que más daño causa a la salud es la pobreza, sobre todo cuando al lado del pobre hay ricos; es decir, lo que más nos perjudica es la desigualdad social. 

Desde ahí, brilla una visión crítica e interdisciplinar que apreciarán tanto quienes tengan hijos como quien esté preocupado, en general, por el futuro de la vida. Hablamos de todos estos temas.
El libro está dividido en tres partes: tu relato de cuando sufres el infarto cerebral (con 24 años), la vida de una pediatra de treinta y tantos en un centro de salud y, por último, una sección de reflexiones actuales. ¿En qué momento concebiste este proyecto y por qué has tardado tanto en escribirlo?
El grueso de este texto lo escribí hace quince años, cuando estaba estudiando la licenciatura en antropología. Me mandaron un trabajo de investigación y yo hice una observación participante en la consulta [ya era pediatra]. Entonces, con esta investigación, estudiando antropología, más lo que sabía de biomedicina… yo pensaba mucho en el lenguaje de la ciencia, que era casi un género literario que sirve para transmitir conocimiento, pero esa transmisión se puede hacer de muchas otras maneras. Esa reflexión sobre el lenguaje era la que estaba haciendo mientras escribía la observación participante. Y luego está la objetividad. Yo nunca he sido positivista: no hay una realidad a la que nosotros podamos acceder de forma objetiva. Entonces, decidí acompañar la observación participante con una historia de vida, que en realidad es como una nouvelle, si lo miras desde el punto de vista literario.
Eso se quedó ahí. En algún momento lo corregí, pero no estaba segura… Así que se quedó ahí, hasta que hace un año lo retomé de nuevo porque volví a estar haciendo una especialidad, otro MIR, porque también tenía problemas de salud y porque tenía que hacer un trabajo de investigación para el Máster en Salud Pública. Además, me había alejado de la pediatría y la echo un poco de menos. Lo retomé, y me di cuenta de que había párrafos que no entendía: ¡¿qué habrá querido decir esa médica de hace más de diez años?! Y luego dije: ¡ah, esto es como una novela de iniciación! Molaba, porque además no era una sola voz, sino que esa persona va aprendiendo a través de muchas voces. Y ya no sólo reflexionaba sobre el género literario y el académico, sino la nouvelle, la parte de la consulta que son como microrrelatos, y luego la última parte que es ensayística, más los poemas, claro.
“Para poder vivir mi mente necesita creer que soy inmortal, pero ahora sé de la muerte”. La cita es de tu libro, pero el psicoanálisis ha profundizado mucho en esta idea. ¿La cercanía a la muerte y todas las demás circunstancias –sobrevivir, sufrir discapacidad, secuelas que nunca se borran– han marcado tu escritura?

Pues, en realidad, yo no escribía antes de estar enferma. Es verdad que era muy lectora, y tenía algún cuento, pero casi nada. Sin embargo, en mi tercer año de residencia, de repente, escribí un poema en una servilleta. El título del libro es un verso de ese poema. Y después fue una cosa imparable: yo llevaba una libreta y siempre estaba escribiendo, fue algo sorprendente. Al principio estaba escribiendo letras de canciones, porque quería tener una banda y escuchaba mucha música, pero también era muy lectora. De todas formas, no puedo comparar, porque yo he escrito siempre después de aquello [el infarto cerebral]. Y durante mucho tiempo ni siquiera he recordado cómo era yo antes de eso. Creo que entre las cosas que ocurren hay una especie de amnesia o disociación cuando hay un trauma, que tú no te acuerdas … Por ejemplo, yo recordaba mi infancia y no tenía emociones asociadas a las imágenes.
¿Como si fueras otra persona?
Pero yo no tenía amnesia, yo sabía lo que había pasado, pero estaba disociada de las emociones previas al ictus. No recordaba cómo era yo, aunque yo creía que no había cambiado, pero gente muy cercana me dijo que sí había cambiado. Ahora ya sí que tengo acceso a aquellas emociones, pero ¡quizás me las invento!
Enfatizas el componente cultural de las prácticas sanitarias. Por ejemplo, la lactancia fue vista como algo de pobres (las ricas tenían nodrizas); las empresas de leche en polvo se lucraron con eso, causando no pocas muertes prematuras; y ahora son las clases más acomodadas las que pueden dar el pecho, una vez demostrados los beneficios en la salud de la madre y, sobre todo, del bebé.
¿Puedes decirnos otros «errores« cometidos respecto a la salud por razones culturales?
A ver… primero, cuando hablo de la lactancia, hurgo en el pasado porque yo estaba en los grupos de crianza natural, ya que me parecía un movimiento contrahegemónico que nacía de las madres y la sociedad civil. Ellos tienen este discurso de que la lactancia es lo natural, lo que se ha hecho siempre, y se ha cortado la transmisión de madres a hijas, y las hijas –que son las madres de ahora– no saben cómo dar el pecho, entonces hay que ayudarlas, porque es natural y lo mejor para el bebé. Eso es una lectura, pero yo hago también la otra lectura: hay una cultura de la lactancia materna, pero hay una cultura de la no lactancia materna. Ahora bien, yo no diría “error”… El principal problema es que todo esto se obvia.
Yo hablo de «lo cultural» de una manera amplia: tanto los determinantes sociales de la salud, contemplados en salud pública, y también las creencias, no individuales sino colectivas. Eso se obvia; entonces, hay un océano entre lo que tú estudias en la carrera, seis años, despiezando el cuerpo humano, viendo cómo enferma y cómo hay que hacer para repararlo, y luego tu ejercicio, sobre todo el de las especialidades no quirúrgicas. Tu ejercicio consiste en cuidar de una persona que está viva, que tiene ese cuerpo enfermo, pero ese cuerpo está dentro de un contexto, con unas creencias, etc. Entonces, eso genera una incomprensión enorme, porque no existe la enfermedad aparte, desencarnada; la enfermedad es la enfermedad y el contexto. Y muchas veces en los niños, la familia y el contexto es su enfermedad. Además, estar enfermo o sano no son valores aislados. Se está enfermo o sano para algo, y ese “algo” tiene que ver con la sociedad donde vives y tu entorno cultural. Eso genera incomprensión. Por ejemplo: ¿por qué la gente no dejará los hábitos nocivos? O el sufrimiento psíquico o el TDH [Trastorno por déficit de atención con hiperactividad, también llamado TDAH] de los niños: ¿están enfermos para qué? Para integrarse y ser productivos en el sistema académico. Entonces, yo creo que las herramientas de la medicina no valen para atajar problemas que tienen una raíz social; eso es healthwashing.
Vuelvo a la lactancia. Aquí hay otro problema: es muy fácil señalar a la mujer y decirle: porque no das de mamar el niño tiene más alergias, etc. Y es verdad, hay un montón de estudios que demuestran que la leche de madre es mejor que la de fórmula. Pero ese señalamiento se podría hacer a la industria alimentaria, que permite que esas madres alimenten fatal a sus hijos, que permite que haya máquinas de vending en los colegios e institutos, pero ahí no se quieren pringar. La lactancia materna va a durar 6, 12 o 24 meses y lo otro [la alimentación deficiente] va a durar ochenta años. Está muy bien que eso lo comprendan los profesionales, y también las madres, para no sentirse tan culpables.
Al hilo del contexto, quería destacar tu mirada de antropóloga. Te fijas en la niña o el niño, pero también en quién la/lo lleva al médico, la ocupación de los padres, los prejuicios que éstos tienen, etc. ¿Hace falta una concepción más interdisciplinar de la medicina?
Hay muchas miradas sobre la medicina, desde la filosofía, la antropología, la educación social, el derecho, etc. Están ahí, pero la aplicación práctica de todo eso no pasa por lo cacareado de la “medicina holística”, porque eso en medicina es un oxímoron: te pasas años estudiando un cuerpo despiezado. Yo creo en una medicina con límites que haga bien lo que puede hacer, pero las enfermedades que tienen una raíz social hay que abordarlas de otra forma, desde la política.
Vamos a llegar ya a la política, Carmen. Cuentas que la investigación médica se hace en hombres, y por eso la medicina desdeña o maltrata a veces a las mujeres. Por otra parte, afirmas que, teniendo en cuenta la cantidad de sustancias químicas que se utilizan en el tratamiento de frutas y verduras, la insalubridad de la carne de macrogranja o el mercurio del pescado, la mejor receta que una doctora puede recomendar es que nos hagamos activistas medioambientales. ¿Has tenido problemas con este tipo de enfoques?
Yo creo que me hice pediatra porque era y soy feminista. Respecto al activismo medioambiental… Yo cada vez llevaba peor lo de dar unas hojas con recomendaciones para el niño sano sobre lo que tiene que comer, etc. Intenté hacer otras, y luego leí que eso no tiene impacto, porque cada vez es más prevalente la obesidad infantil, incluso tienen síndrome metabólico, diabetes… Entonces, con la conciencia de que eso tiene una raíz social y de que dar hojas de consejos no sirve para nada, pues en algún momento del libro digo… para lo que yo verdaderamente daría hojas es para explicar nuestros problemas medioambientales y que la gente se haga activista. Porque una cosa es cierta: si te preocupa que tus hijos tengan acceso a alimentos saludables y a agua limpia, no es una cuestión de hábitos, sino que tendrás que hacerte activista medioambiental.
¿Es la conciencia ecofeminista la que ha impulsado que abandones la pediatría y hagas otro MIR para dedicarte a la especialidad de salud pública?
Yo desde muy pronto sabía que quería irme de la consulta porque veía que la mayoría de las cosas que atendía tenían una raíz social. Pero pasé de la impotencia, y pensar que tal vez la atención primaria no ‘curaba’ a ver que, en realidad, crea cohesión social; las revisiones del niño sano sirven de acompañamiento en un mundo donde cada vez las mujeres crían más en soledad; luego están las vacunas, la prueba del talón… eso son medidas preventivas que funcionan. Había una serie de cosas que le daban sentido a que yo estuviese en la consulta. Pero luego empecé a sentir que la atención primaria, tal y como está derivando, es una especie de parche, y yo pienso que harían falta cambios estructurales. Es decir, sólo un 10% de la salud de una población tiene que ver con el sistema sanitario, y seguro que la mayoría de este 10% lo resuelven en los hospitales. Entonces, la atención primaria, que tiene que reforzarse, me pareció que ayudaba a que se continuase un statu quo, porque hay problemas que tienes que resolver desde la política, pero acaban en el centro de salud.
Me da miedo que tu discurso pueda ser manipulado desde la derecha: como la atención primaria no es tan importante, pues la desmantelamos.
¡No! ¡No es eso! La atención primaria es superimportante porque, de alguna forma, contiene el sufrimiento social. Además, es una puerta de entrada universal, puede servir de coordinación entre niveles, puede solucionar muchos problemas, y puede proteger al paciente del exceso de medicina. Se habla mucho de la prevención cuaternaria, que es evitar los daños que puede acarrear un exceso de medicina. Ahora bien, no se le pueden pedir peras al olmo, como: desde la atención primaria vamos a prevenir y detectar el maltrato infantil, vamos a inculcar buenos hábitos en la población, que va a comer muy bien y va a hacer ejercicio; vamos a ahorrar al sistema porque no vamos a mandar antibióticos innecesarios… Por ejemplo: Yolanda Díaz dijo que iba a aumentar el número de psicólogos en los centros de salud, pero si tú no le metes mano a las cuestiones de vivienda y derechos sociales de nada vale que haya psicólogos en el centro de salud. Luego, lo del control del gasto: si tú estás permitiendo que las corporaciones farmacéuticas campen a sus anchas, visiten a los médicos en los centros de salud, paguen la formación, los congresos, financien la investigación, etc. no puedes pedirles a los médicos que receten menos, que manden genéricos… Ahí hay una descompensación. Por eso me pasé a salud pública.
Ocurre que la salud es transversal a todas las políticas, y es difícil generar salud desde dentro del sistema sanitario. De hecho, se debería llamar “Sistema Nacional de Atención a la Enfermedad”, no sistema de salud. La salud se genera con políticas de vivienda, de mejores derechos laborales, políticas de conciliación, etc. Por ejemplo, si no se permite la conciliación, vas a hipermedicar la vida de los niños y exponerlos a mayor iatrogenia, porque las madres acuden mucho más a la consulta. Si no abordas una Ley Integral de cuidados que tenga en cuenta ese trabajo incesante de las mujeres, va a haber desigualdad y violencia, por lo tanto, más problemas de salud. En investigación, si hay un desequilibrio y los sujetos investigados son hombres, pues resulta que, cuando una mujer va a un centro sanitario, es mucho más probable que salga sin un diagnóstico, con un diagnóstico que diga “esto es psicológico”, e hipermedicada. Si el Estado le sigue haciendo el juego tanto a las farmacéuticas, a la industria alimentaria, y no toma decisiones respecto a la vivienda, la pobreza, los derechos laborales, etc., la atención primaria al final es sólo un muro de contención.

Fuente: la mareaclimatica

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